Cuando entramos en la taberna Oliveros no constaba nadie al otro lado de su pequeña barra. Se oía, sin embargo, un gran murmullo proveniente de las estancias interiores, al otro lado de un arco, donde debía ubicarse el grueso del comedor, porque desde nuestra posición sólo se apreciaba un pequeño espacio de transición con un par de mesas que estaban ocupadas.
Durante el largo rato en que estuvimos desatendidos, entraron y salieron dos parejas de extranjeros con una provisión de paciencia insuficiente como para quedarse allí esperando. No era nuestro caso, dispuestos a aguantar todo lo que hiciera falta por la causa, así que dejé vagar mi vista y mi mente a su sabor hasta que alguien se dignara a reparar en nuestra presencia.
La taberna presentaba un horror vacui mucho menos aparatoso que las que habíamos recorrido por la tarde, pero no faltaba, por ejemplo, una foto dedicada de Uli Stielike, con su recio bigote, o un añejo paquete de Celtas («20 cigarrillos hebra»). Lo que más me sorprendió fue la sobreabundancia de anuncios prohibitorios: «Por favor, no pongan los pies en las paredes», rezaba uno con mucha solera, protegido por un marco tallado; clavada al umbral del vano que daba acceso al interior, cabe un viejo reloj con incrustaciones de nácar, una placa advertía: «se prohíbe cantar y bailar». En una esquina del reducido espacio dedicado al bar, a la izquierda de la puerta de entrada, se encajonaba una escueta plataforma de madera con un cartel que advertía que se trataba de una mesa, no un lugar para depositar ropa...
—Joder, Samuel, me parece que estamos descendiendo al Hades. ¡Abandonad toda esperanza los que aquí entráis!
—Chisss, cuidado, que ahí llega Caronte con su remo.
Don Julio Oliveros posó una bandeja sobre la pila de cinc y nos despidió sin muchas contemplaciones:
—Está todo ocupado para la cena.
Parvo estorbo para mi convicción investigadora, tan potenciada por los marianitos de la tarde.
—Pero supongo que no habrá problema para tomar un vermut en la barra…
Don Julio volvió a esfumarse al otro lado del arco sin otra explicación, cargando con tres cañas de cerveza en la bandeja. Después de un buen rato, reapareció tras el surtidor de vermut de Reus.
—Lo tendréis que tomar donde estáis, porque ese espacio al otro lado del biombo está en reforma.
El recinto del bar, ya de por sí reducido, se había estrechado aún más con aquella barrera que, ¡cómo no!, presentaba un cartel admonitorio que prohibía tender sobre ella los abrigos.
—Ningún problema —le respondimos sonrientes, esperando una oportunidad para entablar conversación. Sentados sobre dos altas banquetas y acodados a la barra no teníamos ninguna prisa.
Sin mediar ninguna otra palabra, Julio nos colocó dos vermuts de tamaño descomunal y volvió a introducirse en los intestinos de la taberna con otra entrega de bebidas.
—No sé yo qué tal nos irá con este hombre —le confié a Samuel—. No parece precisamente un dechado de simpatía y elocuencia. ¿Y quién se va a beber estos orinales? Esta expedición nos va a costar la vida.
Al cabo volvió don Julio resoplando y se acomodó en una silla alta que tenía junto a la pila. Posó la bandeja y se limpió con un pañuelo el sudor de la frente.
—¡Estoy hasta los cojones! —exclamó—, como venga un chino con la pasta al contado le vendo el local.
—¡Eso sería una herejía, don Julio, una hecatombe! —prorrumpió todo el vermut que tenía yo dentro de mí—. Éste es un recinto sagrado, ahí pone que la taberna fue fundada en 1857. Debería ser declarada patrimonio de la humanidad.
—Ya, todo lo que tú quieras, pero al que le duele la ciática es a mí —replicó con aspereza, aunque un tanto intrigado por mi apelación a su nombre propio.
—Nos hemos pasado la tarde visitando las tabernas centenarias de Madrid y esta no desmerece de ninguna, ni tan siquiera de la casa Botín, el restaurante más antiguo del mundo, según el libro Guinness de los récords —insistí yo, no dispuesto a abandonar aquella pequeña espita de comunicación que se abría entre nosotros.
—Que sepas —me replicó con chulesca cadencia madrileña— que Botín fue una pastelería hasta finales del siglo XIX. Esta taberna, sin embargo, la compró mi abuelo José Manuel en 1921 cuando ya llevaba siete décadas funcionando —me señaló con el dedo al encorbatado señor de untuoso bigote que aparecía, junto con su mujer, en una vieja fotografía colgada en la viga maestra de la estantería— y, desde entonces hasta hoy, no ha salido de mi familia… Por cierto, ¿cómo sabes tú mi nombre?
—Yo tengo unos parientes muy lejanos en Tineo, de donde me consta que eran naturales sus abuelos paternos —casi estaba empezando a creerme aquel embuste que había improvisado en la librería—; ellos me han hablado mucho de esta taberna. Y veo que usted no ha perdido sus raíces —le dije, mientras lanzaba una mirada a un gran mapa del concejo, que estaba situado sobre el arco de entrada al comedor.
—Mi abuelo, que ya había nacido en Madrid, se pasaba medio año en Asturias. Tardaba un par de días en llegar con un coche que había sido capaz de comprar trabajando duro de joven. Yo sigo yendo a Asturias con frecuencia, aunque no me puedo permitir las alegrías de mi abuelo…
—Decían mis parientes que esto se convirtió en una especie de embajada de Tineo en Madrid.
—Mi abuelo José Manuel fue siempre muy acogedor con la gente que venía de allí, muchos sin nada que llevarse a la boca después de la guerra. Y cuando cogieron la taberna mi padre y su hermano, a principios de los cincuenta, se siguió esa tradición —se notaba que a Julio le gustaba glosar el recuerdo de sus antepasados en el negocio—. Pero cuando ellos ya faltaron, la taberna cerró; yo la reabrí años después y ya eran otros tiempos…
—¿Igual usted se acuerda de Obdulio o de Augusto? —propuso con mucho tino Samuel, al que estaba costando batir a pequeños sorbos aquel enorme vaso de vermut.
—¡Mucho sabéis vosotros! —se sorprendió Julio al oír aquellos nombres—. Yo a esos casi ni los conocí, aunque he oído hablar de ellos. Era gente de los tiempos de mi abuelo y de mi padre, los que cortaban el bacalao. Cuando llegaba alguien del pueblo, enseguida le apañaban una casa y un trabajo. Tenían muchos contactos y eran buena gente. Según he oído, Augusto fue uno de esos que llegó sin nada a Madrid antes de acabar la guerra. Lo recogió Obdulio Sanmartín, muy amigo de mi abuelo, y se hicieron íntimos. Llegó a ser un falangista de cierto renombre, hasta que murió o lo mataron. A partir de entonces la cosa se enfrió. La muerte del amigo debió afectar mucho a Obdulio, que en tiempos de mi padre ya apenas venía por aquí.
—¿Hasta que murió o lo mataron? —me había dejado perplejo aquella rara disyuntiva— ¿Qué quiere decir con eso?
—Este hombre vivía en una casa de la calle Toledo, aquí al lado —explicó don Julio, indicando la puerta de salida—. Estaba casado y tenía dos hijos y una hija. No padecía ningún apuro económico; como os he dicho, ocupaba un buen puesto en la Falange y trabajaba en un ministerio. Según mi padre y mi tío era una buena persona, le gustaba ayudar a la gente y se le veía siempre contento... Pues bien, un buen día apareció colgado de una viga del desván de su casa. A nadie le cabía en la cabeza que se hubiera suicidado, pero no había otra explicación. A su mujer se le metió en la cabeza que lo habían matado, aunque no sabía explicar ni quién ni por qué.
—¡Vaya historia! —resumió Samuel, que ya tenía promediado su vermut y atendía muy concentrado al desarrollo de aquel relato.
—Yo me malicio que tendría algún problema de cabeza —prosiguió Julio, para tratar de explicar aquel suceso—. Sus dos hijos también se suicidaron después, y mucho más jóvenes. Eso es que algo en la cabeza ya no viene bien de nacimiento.
Contra lo que podría augurar el primer contacto, según avanzaba la conversación, Julio se fue mostrando más elocuente y hasta afable, aunque se ausentaba cada poco para llevar bebidas a las mesas del interior. Después de hablar un buen rato sobre su familia, sobre sus vínculos con Asturias, a donde viajaba cada vez con mayor frecuencia y de donde nos dijo traer buena parte de la materia prima de su restaurante, y sobre otras muchas nimiedades, cuando yo estaba a punto de sacar el delicado tema de los Eutiquios, desde el fondo de la cueva atronó una voz inconfundible:
—¡Asta de toro bravo!
Samuel y yo nos miramos atónitos, mientras don Julio nos ofrecía una explicación:
—Mucho le han gustado los callos a ese orangután. Dice eso cada vez que le llevo un plato. Hacía tiempo que no veía comer así, qué barbaridad. Un tipo raro, nadie me había pedido antes una gaseosa sola para comer.
—¡No puede ser! —dije para mí, y crucé de inmediato el arco que conduce al comedor para verificar aquel imposible.
—¡No he comido unos callos mejores en mi vida! —fue la explicación que nos ofreció Andrés, que repasaba el plato concienzudamente con un trozo de pan. Estaba sentado a la mesa, con una servilleta de papel colgada del cuello y acompañado de un anciano que asentía risueño a sus muestras de entusiasmo:
—Se ve que le prestan los callos.