Nuestros vagabundeos de la noche del viernes no trastocaron en lo más mínimo la programación de la mañana del sábado, que arrancó con unas gloriosas porras anegadas en chocolate. Fiel a su legendaria fama de corredor de fondo, Samuel atendió con meticulosidad tanto a don Íñigo López de Mendoza como al maestro Nebrija, apuntando con su pequeño lapicero en la libreta alguna observación que creyó de mérito, y nos sobró tiempo, antes de comer, para una incursión en la librería Aurea, aledaña a su portal.
No era extraño que ese negocio le hubiera pasado desapercibido a Samuel. Resultaba casi imposible reparar en la discreta placa que anunciaba la librería, ubicada en un semisótano. Allí sólo llegaba quien conocía el destino de antemano.
—¡Qué tiempos! —le comenté a Samuel— hemos acabado por reducir la sabiduría clásica a la clandestinidad.
El interior de la catacumba, a pesar de todo, era confortable. Disponía hasta de un sofá para ojear la mercancía sin apuro. La librería la atendía Esther, con quien departimos un rato, después de pagar un ejemplar bilingüe de las poesías de Catulo editadas con primor en Alma Mater. Libros poderosos, cargados de miles de horas de estudio en su interior para tratar de salvar el enorme abismo de los siglos y las innumerables vicisitudes que hubieron de sufrir desde que fueron escritos. No me apetecía mucho sumergirme otra vez en la decadencia de los estudios clásicos en España, y menos en el único lugar en el que parecían tener una cierta viabilidad comercial, por lo que me dio por preguntar a Esther su lugar de origen.
—Llevo muchos años en Madrid, pero tanto mi marido como yo procedemos de Asturias, de un concejo llamado Tineo.
Me resultó tan inesperada la alusión a Tineo en aquel contexto que me recorrió un escalofrío por todo el cuerpo, como si aquella palabra hubiera aparecido allí cargada con un mensaje o una advertencia cifrados, algo, en fin, que burlaba las leyes de la lógica. Samuel, que percibió mi pequeño aturdimiento, salió al quite de inmediato.
—¡Pues qué casualidad! Precisamente tenemos previsto cenar esta noche en un local regentado por personas que proceden de ese pueblo.
—La taberna Oliveros, tendrá que ser —aventuró ella de inmediato—. Es la embajada gastronómica de Tineo en Madrid.
Me costaba dar crédito a tanta suerte. Cómo era posible haber dado por el más puro azar, justo al lado del apartamento de Samuel, con alguien que nos pudiera preparar el asalto de la noche a la taberna Oliveros, que, en frío, se me antojaba como otra operación más sin pies ni cabeza. Estaba claro, en todo caso, que era una oportunidad que no se podía dejar pasar.
—Una embajada más que gastronómica, diría yo. He oído que era un lugar de reunión para la gente del concejo que venía a parar a Madrid.
—¿Es que vosotros sois de por allí? —preguntó Esther sorprendida por mi conocimiento del tema.
Me daba una enorme pereza desplegar toda la historia de los dos Eutiquios, así que opté por una rápida falsedad:
—Bueno, tengo algo de familia lejana por allí y me han hablado de esa taberna de Madrid.
—Pues sí —comenzó a explicarse Esther—, hubo un tiempo en que allí se reunían muchos emigrantes de Tineo. En aquella época no se podía viajar tanto y comer un día una fabada bien hecha y beberse unos culines de sidra con gente de por allí le trasladaba a uno, por un instante, a la «tierrina»… Además, es cierto que Obdulio y Augusto y los mismos Oliveros, el padre y el tío del actual propietario, acogían muy bien a los del pueblo. Después de la guerra hubo quien llegó con una mano delante y otra detrás, y ellos les buscaron trabajo y acomodo.
—¿Y todavía se mantiene esa costumbre? —inquirió Samuel.
—No, no. Ahora ya no queda nada de eso —replicó Esther—. A mediados de los sesenta murió Augusto Martín y, aunque Obdulio siguió frecuentando la taberna, fue dejando de lado la que podríamos llamar «actividad diplomática», y lo mismo los Oliveros, que tenían una clientela cada vez más cosmopolita, por así decirlo. Creo que los del pueblo mantuvieron muchos años una partida de cartas todos los sábados y cenaban juntos una vez al mes. Pero eso también se acabó.
—Y ustedes… ¿siguen yendo por allí? —traté de calibrar hasta dónde me podría informar Esther.
—Pues fíjate, creo que hace más de tres años que no veo a Julio, que es quien lleva el restaurante en estos tiempos. La verdad es que, ahora que lo pienso, debería ir algo más. Noto que se nos va perdiendo la asturianía.
Me dio la impresión de que mi interlocutora no tenía mucho más que ofrecerme, pero no pude evitar lanzar la caña, a ver si caía algo.
—Mis parientes han mencionado alguna vez un suceso sangriento que tuvo lugar en el monasterio de Obona, cerca de Tineo, al comienzo de la Guerra Civil. ¿Le suena a usted algo de eso? Los nombres de Dorotea, Fermín, Eutiquio Ramírez…
Esther, que hasta entonces se había mostrado muy comunicativa, pareció inquietarse y se puso a buscar algo afanosamente por los cajones de la mesa que sostenía la caja registradora.
—Uf, yo de eso ni idea. Llegué a Madrid muy joven y nunca me gustaron mucho esas historias de la Guerra Civil. De hecho, aquí vino gente que había estado en los dos bandos, a nadie se le preguntaba nada y se evitaba sacar esos temas. Y, además, y esto es lo más grave, me acabo de acordar de que tengo que conformar con urgencia unas facturas…
El tono de su respuesta fue más que elocuente, así que no me pareció oportuno insistir. Nos despedimos muy cortésmente y salimos a la superficie dispuestos a afrontar nuestro viacrucis tabernario.
—La taberna Almería no es un clásico, pero tiene unas tostas que te mueres y a buen precio —Samuel marcó la primera muesca de la tarde en su revólver. La verdad es que ya empezaba a empujar el hambre.
—Perdone la insolencia, Samuel, usted que tan bien conoce la ciudad, ¿pero esa no está por La Latina, cerca de Oliveros?
La taberna Almería no pertenece al circuito centenario, ahí vamos solo a llenar la panza —me contestó, como si respondiera a mi pregunta.
De camino a la bodega La Ardosa, donde cumplimos con el rito de humillar la cerviz para pasar por debajo de la tabla del mostrador, Samuel dejó caer un comentario con el que yo coincidía plenamente:
—Está claro que algo ha contrariado a la librera.
Me vino a la cabeza la actitud reticente y huidiza del anciano de Busdongo cuando Andrés lo acosó con el nombre de Eutiquio Ramírez. Tal vez sólo era una casualidad (don Marcelino no tuvo el menor reparo en contar el famoso episodio de Obona con todo lujo de detalles y sin el menor titubeo), pero no dejaba de resultarme inquietante.
—Por cierto, —Samuel interrumpió mis meditaciones a las puertas del templo de Antonio Sánchez— ¿cómo enfocamos el tour, a tumba abierta, con vermut de barril en vaso largo, como el que nos hemos tomado en La Ardosa, o con alguna prevención? Igual hemos arrancado muy pronto con el licor de Reus y no sé yo…
—Yo necesito mucho estímulo para cumplir con mis obligaciones detectivescas en Oliveros —le respondí—. Tal vez lo suyo es que yo me lance a tumba abierta y usted se mantenga al quite, un poco más templado, por si las moscas. Alguien tendrá que pilotar la nave de regreso.
Tras entrar y salir del Lardhy (aquí no vamos a beber nada —me había anticipado Samuel—, pero es un clásico ineludible), fuimos a parar a una mesa de Casa Labra.
—Para bien o para mal —me arengó Samuel blandiendo su marianito—, sobre esta mesa se fundó el Partido Socialista Obrero Español.
—¿Sobre ésta en concreto? —nuestras conversaciones ya empezaban a perder pie.
—Precisamente sobre ésta, y sin ningún papel —afirmó con total convicción Samuel—, sólo con un jarrón de vino rancio y unas raciones de bacalao rebozado.
—¿Y aquí qué paso? —le pregunté mientras me parecía ver una grifería infinita al otro lado del mostrador de Casa Alberto y un mareante dédalo de botellas.
—Aquí se dice que vivió Cervantes, nada menos. Y que escribió su Viaje al Parnaso.
—«Se dice» —le protesté yo—; no hay como la pasiva refleja para inventarse historias.
A pesar de que empezábamos a estar cerca del límite, Samuel insistió en que, por cercanía, debíamos echar un vistazo al interior del restaurante Botín, considerado por algunos el primero del mundo, y rendir nuestra penúltima parada en Malacatín, a tiro de piedra de la embajada gastronómica de Tineo.
—Creo que he dado con la esencia de las tabernas de Madrid, Samuel. Un horror vacui absoluto: de personas, de botellas, de carteles taurinos y de todo tipo de cachivaches que uno pueda imaginar. El efecto caleidoscópico sobre alguien ebrio es demoledor, le sitúa fuera de la realidad, en otro planeta.
Habíamos llegado, por fin, a la estación término de nuestro periplo. Frente a nosotros lucía el azulejo en que se ve a un aniñado tabernero con su gorro de cocina, su delantal, el cuchillo de estazar y un lacón en la otra mano y, dentro de la orla, la leyenda de una promesa irresistible: para comer bien y barato, san Millán 4.