Samuel me insistió mucho en anticipar al viernes la llegada a Madrid. Argumentaba que de esa manera podríamos exprimir el sábado desde primera hora de la mañana, desde las porras y el chocolate, hasta una noche que cabía presuponer muy larga. Entre medias, un atrayente cóctel de actividades culturales que incluían, por la mañana, una visita al remozado Museo Arqueológico y a dos exposiciones temporales en la Biblioteca Nacional (una dedicada al Marqués de Santillana y otra a Elio Antonio de Nebrija) y, por la tarde, un ambicioso peregrinaje por algunas de las tabernas centenarias de Madrid, hasta llegar a la que era el teórico objetivo del viaje, la taberna Oliveros. No renunciaba Samuel, si había sitio en donde encajarla, a una película en versión original en los cines Renoir o los Alphaville. La mañana siguiente, porque el Real Madrid jugaba ese domingo a las cuatro de la tarde, me quería enseñar un par de esas innumerables perlas de segunda división, como él las llamaba, que había ido descubriendo en el universo cultural capitalino: el Panteón de hombres ilustres, al lado de la estación de Atocha, y el museo Sorolla, que nos pillaba de camino hacia el Santiago Bernabéu.
No me pude resistir ante semejante oferta, así que, muy tentado también por la curiosidad, cogí el viernes, después de comer, el coche de línea Melgar-Madrid, que tantas veces había visto pasar por Pedrosa, pero en el que nunca había llegado a montar. Siempre me pareció una especie de broma o capricho surrealista el que una compañía llamada La Sepulvedana hubiera ideado semejante línea, que atravesaba durante más de cinco horas nuestros páramos y valles, el Cerrato palentino, los campos de Peñafiel y las tierras de Segovia, para, después de un sinuoso y desolado viaje por el desierto demográfico castellano, acabar en el centro de una de las mayores concentraciones urbanas de Europa.
A las diez y media ya me encontraba en el apartamento de la calle Almansa, sito en una vieja corrala, a la que se accedía, desde la puerta exterior, por una ruinosa escalera de madera. Una vez en aquel peculiar hábitat interior decimonónico de zarzuela y ropa tendida, se salvaba un patio por un paso elevado que conducía directamente a la puerta del salón, al que se abrían, como pequeños satélites, una diminuta cocina, un dormitorio y un baño. Sobre la mesa de ese salón tomamos sendas tazas de Sopinstant de Gallina Blanca, que suponían el mayor desafío culinario al que se aventuraba Samuel.
—Si le apetece otra taza, tengo un variadísimo surtido de distintos sabores —me ofreció muy obsequioso, como siempre.
—Creo que tengo suficiente con ésta. Me encanta la crema de champiñones y no quiero enturbiar mi paladar con ningún otro gusto.
Con Samuel no era negociable dejar de salir la noche de un viernes, a pesar de mi hora de llegada, de la dura prueba que suponía el tortuoso trayecto Melgar-Madrid en La Sepulvedana y de la expectativa de un día siguiente agotador.
—Vale, lo reducimos entonces a tres objetivos: tomamos un fino en La Venencia, comemos algo en Cuevas el Secreto y echamos unos bailes en La Fontana de Oro.
—Perfecto, pero con la condición de que el regreso a casa no se demore, en ningún caso, más allá de las dos de la mañana.
—Si no hay más remedio… —admitió Samuel resignado.
Nuestra primera parada fueron los desconchados de La Venencia. Un par de vinos jerezanos, con una tapa de aceitunas y otra de finas lonchas de aceitada mojama.
—Samuel, ¿ese de ahí no es Günter Grass?
—Yo diría que sí. Pero no te extrañes, aquí te puedes encontrar con cualquiera.
En Cuevas el Secreto tuve la prevención de defender al estómago para lo que pudiera venir con el parapeto de un copioso depósito de tostas de variopinta carga, bien flanqueadas por una ración de bravas y otra de croquetas.
La Fontana de Oro, que esconde una taberna irlandesa dentro de su envoltorio castizo, estaba atestada de gente, entre la que, a duras penas, se vislumbraba el busto de don Benito, que convive allí con una Harley colgada del techo, entre otros oropeles. Esa noche había una actuación en directo y no fue fácil conseguir las bebidas. Con ellas en la mano, nos apostamos en un extremo del local.
—Creo haber leído La Fontana de Oro hace un millón de años.
—Por aquel entonces no tenía camareros polacos —bromeó Samuel—. Por cierto, me parece recordar que se cita como usuario de la fonda a Rafael del Riego, al que homenajeasteis en Tineo.
—¡Nos asiste en nuestras investigaciones la tradición liberal española! —el alcohol comenzaba a producir sus efectos— ¡Muera el rey felón!
Contra lo pactado, y con la excusa de homenajear al Comité Anti Misas, no hubo más remedio que hacer escala en un tugurio llamado Komité, en el que, con otras dos cervezas a cuestas, hasta nos pusimos a bailar Heavy Metal.
Me costó encaminar a Samuel de vuelta a sus dominios de Cuatro Caminos. De hecho, eran más de las tres de la madrugada cuando un taxi nos dejó en la zona de Tetuán, a un buen trecho de la calle Almansa.
—¿Por qué nos hemos quedado tan lejos de su casa, Samuel?
—Ya sabe que me gusta dar un pequeño paseo antes de acostarme —me respondió sonriendo, como si la hora fuera un dato irrelevante—. Hemos parado aquí porque quiero enseñarle una cosa. Dígame si ve algo que le llame la atención.
Estábamos en un cruce de calles, a la macilenta luz de una triste farola, que no podía ser más anodino. Agucé la vista en todas las direcciones, porque me quería acostar cuanto antes, pero me di por vencido sin dar con nada extraordinario.
—Mire al suelo —insistió Samuel.
Tampoco aprecié nada digno de mención en el suelo. Así que, por fin, él apuntó a una tapa de registro de la red de saneamiento.
—¿Ve lo que pone? —concluyó con aires de victoria.
En la típica disposición circular de las tapas de alcantarilla pude leer «Alcantarillado de Chamartín de la Rosa – 1936».
—¿Qué le parece?, en 1936 aquí estaríamos pisando suelo que no pertenecía al ayuntamiento de Madrid.
De vuelta a casa hicimos alguna parada más, como ante la placa que recordaba la plaza de toros de Tetuán de las Victorias, hasta que llegamos a la calle Almansa. Apabullado por la erudición capitalina de mi anfitrión, me permití un pequeño desquite.
—Pero usted no sabe que tiene la única librería especializada en cultura y lenguas clásicas de toda España al lado de casa.
Y le mostré la placa, casi clandestina, que anuncia a la librería Aurea en el entresuelo del número tres de la calle Almansa.
—¡Touché! —concedió entre risas. ¡Qué grande es Madrid!