jueves, 7 de marzo de 2024

Capítulo XXVII: El principio de aceptación


Después del sobresalto que supuso la aparición de la policía en Pedrosa, no sólo para nosotros, sino para todo el pueblo, la semana discurrió sin mayor novedad. Marcial mantenía riguroso su férreo confinamiento; Andrés, bien fuera por el temor que le había inspirado el comisario, bien por la carga de trabajo que aquellos días soportaba el Mesón, o por las dos cosas a la vez, había atemperado mucho su incesante afán por descubrir la verdad; de Elvira, que ya habría recibido la visita de don Dionisio y la carta que le habíamos remitido, no teníamos ninguna noticia, ni presencial, ni postal ni telefónica. Tampoco recibimos ninguna nueva citación de la policía ni mantuvimos contacto alguno, si excluimos la airada visita al Mesón de los dos números de la Guardia Civil que habían intervenido en el levantamiento del cadáver, que, con la excusa de su profunda contrariedad ante la ocultación de pruebas practicada por Andrés al esconder la factura, bebieron a su costa unas cuantas rondas de vinos.

Por lo que a mí respecta, esos días de desintoxicación de lo que podríamos llamar «el universo Eutiquio» me permitieron centrarme un poco más en mi trabajo y en tratar de ordenar mi mundo interior, que sentía muy alterado últimamente. 

Con esa disposición de ánimo salí a andar un rato por un nuevo paseo que había habilitado el ayuntamiento, aprovechando, en un tramo, el terraplén del río Odra, para torcer luego en dirección al rollo conocido como «La Cruz de Castro», al lado de la carretera de Castrojeriz. Este monumento, protegido en parte por un murete perimetral de piedra en forma de banco corrido, conserva una base antigua de cinco círculos concéntricos, sobre la que el escultor Rodrigo Alonso levantó la talla de una nueva cruz. Cuando el paseo todavía avanza paralelo al río, puede uno sentarse en unos bancos de forja que se han instalado sobre una superficie de hormigón, a modo de miradores, y desde allí ver cómo se va oscureciendo la suave silueta del Aro cuando el sol se oculta tras lo que fueron los antiguos majuelos. 

Adiviné la figura de Braulio, sentado en uno de los bancos, que seguía con el extremo de su cachava una diminuta grieta abierta en el hormigón al que se aferra el banco. Me gustaba charlar de vez en cuando con este anciano, que me parecía atesorar, en dosis muy comprimidas y nada pretenciosas, el beneficio de una larga experiencia vital. 

—¿Qué te parece, Braulio? Estamos casi a mediados de noviembre y podemos disfrutar de este atardecer de julio. Y sin el incordio de los mosquitos.

—Será verdad eso de que el tiempo está cambiando…

Braulio me invitó con la mirada a sentarme con él en el banco. Los últimos y mortecinos rayos de sol rielaban sobre la mansa superficie del río, retenido en ese tramo por el dique de la vadera, y los juncos se mecían apenas al empuje de una brisa ligerísima. Aquel ocaso transmitía una profunda sensación de serenidad.

—¡Qué razón tenía tu abuela! —exclamó con aire resignado, tras un buen rato en que ambos atendíamos en silencio a aquel hermoso atardecer sobre las aguas del Odra. 

—¿Y eso?

—Sí, lo que decía de que la vida es un engaño.

—Ah, ya. Lo decía muchas veces… Sobre todo cuando tenía un mal día. 

—La vida es un engaño porque promete y no cumple —se explicó Braulio enigmáticamente. 

—Yo no estoy tan seguro —me atreví a contradecirle—. Cuando un joven contempla a un anciano achacoso, sabe muy bien que ese es su destino. 

—¡Esa es la cuestión! —Braulio dio un golpecito con su cachava sobre el suelo para reforzar su aserto—. Lo sabe, pero no lo cree. O lo que es lo mismo, no lo sabe. No sabe que se fatigará al caminar, que le dolerán todos los huesos, que perderá visión y oído, que la vida le habrá de dar tres o cuatro puñaladas despiadadas…y para qué seguir. No lo sabe. 

—En cualquier caso, ¿qué le aportaría saberlo?

—Nada —concluyó Braulio—. Eso es lo más triste; precisamente es el engaño el que nos permite vivir.

—Es decir, que el engaño al final es algo positivo. 

—¡De ninguna manera! —negó él con vehemencia—; el engaño nunca es bueno, porque a todos los tormentos de la vejez se añade la sensación de haber sido burlado.

No le veía mucha salida a aquel certamen dialéctico, así que el diálogo se fue convirtiendo en un monólogo.

—Y el arma del engaño es la esperanza —prosiguió él—. Contra toda evidencia, contra el testimonio ausente de nuestros antepasados, mantenemos siempre viva una esperanza. Sabemos que nos han engañado con escarnio, pero perseveramos en la ilusión. «Dios aprieta, pero no ahoga», se dice. Pues bien, coge el camino de las cruces y entra en el cementerio. Allí tienes a un montón de ahogados que hemos conocido bien, con su nombre y apellidos, sus fechas y todo lo demás escrito sobre sus lápidas. Pues nada, da igual, la esperanza es lo último que se pierde. 

—Pero se pierde —me permití agregar. 

—Sí, con la vida —respondió él.

Poco antes de oscurecer se iluminó una farola que se levantaba junto al banco. 

—¡Cómo se va a poner esto de mosquitos en verano! —observo Braulio, dirigiendo la vista a la luminaria que se acababa de prender.

Se estaba bien allí, aunque ya se empezaba a presentir un cierto relente.

—Pero Braulio —no me podía resistir a ahondar un poco en sus contradicciones—, usted asiste a misa con regularidad. 

—Sí, todos los domingos. ¿Y eso qué tiene que ver con lo que estamos hablando?

—Mucho, Braulio. Dios es la gran esperanza.

—La esperanza y la fe son dos cosas muy diferentes —Braulio carraspeó—. Y no digamos la costumbre. 

—Entonces, ¿qué nos queda? —lo acucié.

—Nos queda la aceptación.

—¿La aceptación?

—Sí. La vida es un proceso de aceptación. La aceptación de lo que nunca estarías dispuesto a aceptar. Pero, si lo prefieres —añadió, entornando la mirada y rascándose la nuca—, ahí tienes la solución de los antepasados de tu amigo Adolfo.

«El principio de aceptación» —pensé para mí—. «Tengo que incorporarlo de alguna manera al articulado de mi constitución».

—¿Y el amor, Braulio, qué me dice del amor? —antes de irme a cenar me apetecía azuzarlo un poco más.

—¿Ese cachivache que ha discurrido la naturaleza para que dos conejos traigan al mundo un tercero? —se río el anciano—. Una ratonera, la palabra «engaño» ahí se queda pequeña.

«¿Sería Elvira sólo eso, un rutilante cebo de queso?»

La oscuridad se había apoderado del entorno, salvo del reducido cerco que defendía la débil luz de la farola. Me levanté y contemplé a mi contertulio, sentado en el banco, ligeramente encorvado sobre su cachava. 

«Aquí tenemos a Marco Aurelio sin su imperio»

—Tengo que marchar, Braulio. Ha sido un placer, como siempre, charlar con usted.

Nos dimos la mano con afecto. 

—Yo aguantaré un ratillo más. Quedarán pocas noches como ésta y hay que aprovecharlas. 

—¡Con Dios!

—¡Con Dios! 


Capítulo XXVIII: Madrid

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