lunes, 4 de marzo de 2024

Capítulo XXVI: Nuestra querida Elvira


Aquella tarde, después de la conversación telefónica con Elvira y la charla con Felisín, acudí con presteza a casa de Andrés para ponerlo también en antecedentes antes de que recibiera la visita del inspector de policía. Al llegar, el único que me recibió fue su gato Milú, celoso vigía siempre apostado tras el cristal de la ventana de la estufa, porque Andrés tardó muchísimo en bajar del primer piso.

—Estaba escribiendo la poesía para pasado mañana en Radio Evolución —fue el peregrino argumento que utilizó para justificar su tardanza, aunque más parecía, por lo enredado de su pelo y el pantalón y la camisa sin abrochar, que se había quedado dormido sobre la cama.

En todo caso, mis prevenciones sobre la llegada del comisario fueron inútiles, porque don Dionisio fue mucho más diligente de lo que yo había calculado y nada más dejarme a mí corrió a casa de Andrés. Nuestro poeta, que le había cogido ojeriza ya sin conocerlo, se enrocó en un principio en su ya litúrgico «nosotros sólo queremos saber la verdad» y la cosa no mejoró mucho cuando el comisario deslizó sutilmente la amenaza del cargo por ocultación de pruebas. 

—Se creía que me iba a asustar a mí con eso. Pero ¿no se da cuenta ese finolis de que si yo no encuentro la factura no la hubiera encontrado nadie? Al revés, yo lo que soy es un descubridor de pruebas.

Un poco después, sin embargo, el policía observó sobre la mesilla del salón en que conversaban un libro con el título de Poesía entre dos milenios, la antología de la obra poética de Andrés que hacía poco que se había publicado y, tras pedirle permiso para ojear el volumen, comenzó a sojuzgar al poeta por su flanco más débil, la vanidad. Encomió la calidad literaria de dos de los poemas recogidos en el volumen, El ruiseñor de las altas cumbres y Luces de cercanía; del segundo destacó su «insondable profundidad» y, más en concreto, una esperanza existencial magistralmente expresada en el verso «¡Sentir que la noche no está vacía!».

«Parece que hay algo más que postureo en nuestro comisario, qué pronto ha calado a Andrés» —se me ocurrió pensar mientras nuestro poeta me daba pormenorizada razón de la entrevista que habían mantenido.

Andrés, poco acostumbrado a unos elogios tan retóricos hacia su poesía, enseguida empezó a irse de la lengua sin ninguna contención. Le detalló a don Dionisio su teoría de «los dos Eutiquios», basada en lo que creyó oír a una vieja en una carnicería de Tineo y que él consideraba la piedra angular de todo aquel caso; la gran aportación de Elvira («no sólo es muy guapa, también es muy inteligente, aunque haga cosas muy raras»): la taberna Oliveros de Madrid como tradicional centro de reunión de los emigrantes del concejo de Tineo en la capital; la tarjeta que le entregaron en la discoteca U4; el testimonio de don Marcelino sobre los sucesos de Obona…

—¡Joder, Andrés! Podría haber sido usted un poco más discreto. 

—No es tan mal policía como yo creía —se justificó—. Quería, incluso, comprarme un ejemplar de la antología, la pena es que ya están todos vendidos. Ya le he dicho que tenemos pensado lanzar una segunda edición.

A expensas del resultado de la entrevista con Elvira, eran absolutamente imprevisibles las conclusiones que sacaría don Dionisio de su estancia en Pedrosa y las repercusiones que de ellas podrían derivarse para nosotros. En realidad, para mí la única motivación para seguir con el caso era el pretexto que me brindaba para mantener el contacto con Elvira; así que, tratando de dejar de lado todo lo demás, me encerré en mi habitación a escribir el informe que le habíamos prometido trasladar por correo cada cierto tiempo. 

Nuestra querida Elvira:

Espero que al recibo de la presente se mantenga usted tan saludable y hermosa como la última vez que nos vimos. Estas líneas, como acordamos en su día, responden al propósito de mantenerla cumplidamente informada de todos los avatares que se suceden en nuestra investigación sobre las extrañas circunstancias que rodean la muerte de don Eutiquio Ramírez Sandoval.

En primer lugar, suponemos que, al momento de leer esta misiva, usted ya habrá recibido la visita del inspector de policía don Dionisio Salas. Lamentamos profundamente verla involucrada por nuestra culpa en una investigación policial, un trance siempre desagradable y comprometedor; deploramos, así mismo, el haberle transmitido, a través de una llamada telefónica, unas orientaciones inadecuadas para abordar dicha entrevista. Suponemos que puede haber resultado violento que extremos que se le han pedido que mantuviera ocultos, obraran ya en conocimiento del policía, merced a la poca discreción que mantuvo Andrés en su interrogatorio. Se trata, fundamentalmente, de la referencia a la taberna Oliveros de Madrid, información que usted consiguió de manera tan brillante en nuestra estancia en Tineo, y a la tarjeta (llamémosla ABP) que le fue entregada a Andrés en la discoteca U4 de dicha localidad.

Con todo, y a pesar de la innegable inquietud que nos ha transmitido la irrupción de la policía en nuestras investigaciones, hemos determinado (Andrés y Juan, porque Marcial, como usted sabe, está aislado en uno de sus eremitorios especulativos) continuar con la mayor cautela el curso de nuestra investigación y, por supuesto, darle a usted traslado de la misma. 

A este respecto, supone para nosotros un placer informarle del viaje de Juan a Madrid el próximo sábado, día 15 de noviembre, con el propósito de explorar la vía de investigación abierta por sus buenos oficios alrededor de la taberna Oliveros. Nos beneficiamos de la venturosa circunstancia de tener instalado en Madrid a un buen amigo nuestro, Samuel Castro, que, además, está al tanto de nuestra investigación y comparte, a grandes rasgos, nuestras motivaciones. Es, además, un profundo conocedor de la ciudad, tanto de su pasado histórico como de su presente, pues lleva ya muchos años viviendo allí y es una persona extraordinariamente activa y muy curiosa por todo lo que le rodea. 

Desafortunadamente, ni Andrés, por motivos de trabajo, ni Marcial, por los ya descritos, podrán acompañar esta vez a Juan en su viaje, cosa sin mayor trascendencia, por cuanto lo que se pretende es una primera toma de contacto exploratoria para calibrar las posibilidades que puede ofrecer esa vía de investigación. En concreto, nuestra intención es determinar si el lugar sigue siendo un punto de encuentro operativo para las gentes del concejo de Tineo en Madrid y, también, el grado de colaboración y fiabilidad de las eventuales fuentes que allí podamos encontrar. 

No dude usted de que será informada con todo detalle del desarrollo de estas pesquisas, bien sea de manera epistolar, bien en persona, cosa que, por demás está decirlo, nos complacería en grado sumo.

Sin otras noticias de enjundia que aportar, reciba un saludo muy afectuoso de Andrés, Marcial y Juan.

No había terminado de redactar la carta y ya me estaba reprochando un estilo tan formal, que rayaba, si no incurría de manera flagrante, en el ridículo. 

«Ni don Dionisio y su fular se expresarían de manera tan rebuscada» me reprochaba mi escasa conciencia literaria.

Pero, por otra parte, convenía mantener una distancia emocional, cosa que facilita el exceso retórico. Tampoco debía apreciarse un abuso de mi posición de redactor ni llevar las cosas a un terreno demasiado personal, pues la carta tenía que aunar el testimonio de tres voluntades. 

Evité volverla a leer, porque estaba seguro de que me parecerían inexcusables unas cuantas enmiendas, y la metí en un sobre con las señas que ella nos había prescrito. Cerré el sobre, le pegué un sello con la efigie del rey de España y lo introduje por la boca del buzón postal inserto en la pared del antiguo ayuntamiento, en la plaza que, en tiempos de la República fue de La Constitución, luego pasó a llamarse de Santa Cristina y que todo el mundo conocía popularmente como la plaza del reloj.

Cuando volvía a casa, oí la lejana voz de Adolfo a mis espaldas:

—Ya va siendo hora de cenar, ¿eh? 

—¡Y tanto! —le respondí esperando que se aproximara—. Entre pitos y flautas nos han dado casi las diez de la noche…

Adolfo parecía un poco agitado y no tardó en entrar en materia. 

—Me he enterado de que ayer y hoy ha estado un policía por el pueblo a cuenta del asunto del muerto del páramo.

—Parece que se han enterado de que Andrés encontró la factura de la ferretería…

—¿Por qué no os dejáis ya de tonterías, Juan? —me cortó con cierta rudeza—. Igual a vosotros os divierte, pero a muchos no nos gusta que venga la policía al pueblo. 

No supe si interpretar aquellas palabras como una advertencia, una amenaza o un torpe consejo por parte de mi amigo. Pero había sido un día tan intenso y tenía ya tantas ganas de relajarme en casa que, por una vez, me lo quité de encima sin muchas contemplaciones.

—Gracias por el consejo, Adolfo. Pero ya hablaremos en otro momento.


Capítulo XXVII: El principio de aceptación

Presentación de la obra e índice general