jueves, 29 de febrero de 2024

Capítulo XXV: Los ancestros de Adolfo Vega


—¿Hablo con la ferretería Otero?

Me contestó la voz ronca de alguien no muy educado, pues seguía charlando con un tercero a sabiendas de que me tenía esperando al otro lado del teléfono. Mi interlocutor porfiaba sobre la idoneidad del diámetro de una tuerca entre un confuso coro de voces que me trajo a la mente aquella teoría de Marcial sobre «el ruido de fondo inmutable», hasta que, por fin, se dignó a atender a mi llamada.

—¿Qué desea?

—¿Podría ponerme con Elvira Sancebrián, por favor?

—¡Elviraaaaaa! —el rugido del dependiente se sobrepuso por un instante al murmullo de fondo, que no tardó en recuperar su soberanía con el tema estelar de los diámetros de la tuerca. 

Yo mantenía muy vivo el recuerdo del día de finales de agosto en que había estado con Andrés en la ferretería Otero y guardaba en mi mente una imagen precisa del local. Detrás del mostrador, incrustada en una enorme cuadrícula de pequeños cajones etiquetados, había una puerta que se abría a un angosto almacén. Allí dentro me imaginaba a Elvira recostada contra la pared con el teléfono en su mano izquierda, estirando todo lo que daba de sí el cable y con la puerta entornada, porque, de súbito, cesó el runrún de alrededor y pude escuchar su voz con apreciable nitidez: 

—¡Buenas tardes! Soy Elvira, ¿en qué puedo servirle?

—Hola Elvira. Soy Juan, de Pedrosa…

—Creo haberles dicho —me interrumpió Elvira con un festivo retintín de reproche— que me informaran de los avances de la investigación por carta. ¿Qué ha sucedido que sea tan importante como para saltarse las normas?

Me gustaba oír la voz de Elvira a través del teléfono, me imaginaba el sencillo atractivo de su suéter blanco con el logo de la ferretería. En otra circunstancia me hubiera encantado alargar todo lo posible estos preliminares demorando el motivo de la llamada, pero entonces me apremiaba la urgencia de ponerla sobre aviso de la manera más directa posible:

—Lamento mucho comunicarle que nuestras investigaciones han llegado a conocimiento de la policía. 

—¿De verdad? —reaccionó ella, sin el menor tono de alarma.

—Un comisario de Burgos interrogó ayer a Marcial y acaba de hacerlo conmigo. Supongo que en breve hablará con Andrés y después irá a Palencia a entrevistarse contigo. Te he llamado por eso, para que estés advertida. Se llama Dionisio Salas.

—«¿A entrevistarse contigo?», «¿para que estés advertida?». Oiga usted —bromeó Elvira—, ¿con quién se cree que está hablando? Ese tuteo me ha resultado profundamente ofensivo, Juan. 

—Elvira, esto es muy serio. El inspector ha dejado caer que podríamos haber incurrido en un delito de ocultación de pruebas y de no sé qué más cosas. 

—¡Vaya bobada! ¡Ni caso! Lo único que me preocupa es saber lo que quieren ustedes que yo diga o, mejor, lo que quieren que yo no diga. 

—Yo le he contado todo lo que sabemos, salvo lo de la taberna de Madrid y la tarjeta de Andrés.

—«Arre burro producciones», jajaja, me parto —Elvira no pudo contener la risa—. Información extraordinariamente sensible. 

—A ver, Elvira. Marcial poco menos que le ha echado al inspector de casa porque está en uno de sus retiros filosóficos; te recuerdo que nosotros nos fuimos a Tineo porque el presunto nombre del fallecido coincidía con el de un miliciano asturiano muerto en 1937. Si encima saco a relucir lo de la tarjeta con el «Arre burro producciones» nos mandan a los tres a un manicomio. Y tengo miedo de lo que pueda decirle Andrés que, además, no sé por qué, le ha cogido una enorme manía antes de conocerlo. 

—Los poetas tienen un sexto sentido, alguna mala intención habrá detectado Andrés en el señor comisario. ¡Bah!, en serio, no se preocupen tanto por mí, sé arreglármelas sola. 

—Por cierto, no te dejes intimidar. ¡Menuda facha tiene el tío!, Sherlock Holmes a su lado parecería un gañán. 

—Jajaja ¡No me diga! —aquella tarde se notaba a Elvira de muy buen humor—. Pues bien, nada de la taberna Oliveros, nada de ABP y darle carrete con todo lo demás. ¡A sus órdenes, comandante!

De pronto volvieron a colarse por el auricular todos los sonidos de la ferretería, supongo que al abrirse la puerta del almacén. Entre ellos, la voz ronca que reclamaba ruidosamente la presencia de Elvira en el mostrador.

—¡Elviraaaaa, que hay gente que atender!

—Le tengo que dejar, Juan, —se disculpó Elvira—, hay mucho lío hoy por aquí. No se olviden del informe por escrito, por favor. Y usted cuídese mucho, Juan, se lo suplico. Millones de besos para los tres a repartir; y uno más, muy, muy grande, para usted.

—¡Adiós, Elvira! —no acerté a improvisar la respuesta que merecía una despedida tan cariñosa—. Un beso enorme también para usted y un curso de urbanidad para ese húngaro que tenéis de dependiente —no me podía creer que la Flugen me hubiera contagiado aquel extravagante prejuicio xenófobo.

—¡Ah, el amigo Raúl! Sí, es un poco bruto… No le vendría mal ese curso de urbanidad, jajaja. ¡Chao! 

Mantuve el teléfono pegado al oído después de que ella colgara, cuando ya solo se escuchaba una sucesión interminable de agudos pitidos sincopados. A ellos me atreví a decirles lo que tal vez nunca sería capaz de decirle a ella directamente:

—Te quiero mucho.

De aquel arrobamiento me rescató un timbrazo en el portal, seguido de la acuciante voz de Felisín:

—Necesito para mañana un cartel. El coro actúa en la iglesia de la Asunción, en Villaveta, el sábado a las siete de la tarde. Hazlo chulo, que tú sabes.

Quid pro quo, Félix. Yo también necesito algo que sólo tú me podrás conseguir: información sobre los ancestros de Adolfo Vega.

—¿Y por qué no se lo preguntas a él? —me cuestionó con una lógica irrebatible. 

—Jamás le he oído hablar de su padre y, si alguna vez nos hemos acercado al tema, saca las uñas. Está claro que el asunto no le gusta un pelo. Así que me pongo en manos del mayor especialista del mundo en censos, padrones y demás literatura emanada del Registro Civil.

Felisín, emboscado tras su diminutivo, constituía en Pedrosa algo así como el remedio universal. Era el alma de la asociación que sostenía el Teleclub y su trabajo en el ayuntamiento de Castrojeriz le mantenía siempre bien informado. Navegaba como nadie entre las olas de la documentación municipal. Además, su optimismo irracional favorecía que cualquier petición que yo le hiciera fuese acogida siempre con expectativa de éxito. Si alguien podía aportar aquella información, era él.

—No te olvides de que tenemos una partida pendiente —Félix y yo jugábamos con cierta regularidad a las damas, casi siempre con el resultado de tablas, aunque últimamente me había derrotado dos veces seguidas y yo buscaba ansioso el desquite.

—Si, sí. Pondremos las cosas en su sitio —le amenacé cortésmente.

—Por cierto, se cuenta por ahí que ayer anduvo un policía de paisano por el pueblo preguntando por vosotros…

—Así es. Ayer y hoy. Si hubieras venido un poco antes te lo habrías encontrado aquí conmigo, debajo del plátano. Un tal Dionisio Salas, comisario de Burgos. Es sobre el tema del anciano que apareció muerto en el páramo el pasado mes de agosto. Ya sabes que Andrés me lio para subir a ver el cadáver y luego las cosas se han ido enredando un poco. 

—Bueno. En realidad, sé bastantes cosas más… Si me permites un consejo, yo no me metería donde no me llaman.

—Tienes toda la razón, Félix, pero una vez que te has metido, pues ya sabes, no es tan fácil salir.

—Claro, que si hay una moza de buen ver por el medio…

—Joder, Félix. El KGB a tu lado eran una pandilla de aprendices.

—Y lo de Adolfo, ¿tiene algo que ver con eso? —Félix a veces se aventuraba sin mucho fundamento, pero otras parecía que hablaba por su boca el mismísimo Oráculo de Delfos.

—Mañana en el café echamos la partida pendiente y te cuento…


Capítulo XXVI: Nuestra querida Elvira

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