lunes, 26 de febrero de 2024

Capítulo XXIV: Novum organum


Como cabía esperar de la pericia observadora de tan acreditado novelista, Jesús había clavado la descripción de don Dionisio. Era lo más parecido a un lord mesetario que uno se pudiera imaginar. Alto, envarado, atusaba cada poco hacia un lado su abundante cabello entrecano, consonante con una barba en calculado descuido. Vestía con mucha pulcritud un conjunto combinado de tonos gris y verde oliva, del que destacaba, por lo poco visto, el chaleco ribeteado en negro y el sedoso pañuelo que sobresalía del bolsillo superior de su americana, a juego con una suerte de ligero fular que le protegía el cuello. En suma, todo un figurín.

Nada más sentarnos los tres a la mesa, don Dionisio se dirigió a mí, mientras manipulaba, en una estudiada pose escénica, sus exclusivas gafas de sol.

—Usted debe de ser Juan; encantado de conocerle.

—Lo mismo digo —acerté a contestar, un poco intimidado por la apostura estatuaria del personaje.

—Como he tenido ocasión de comentar a su amigo con anterioridad —comenzó a explicarse el comisario vocalizando con puntillosidad cada una de sus palabras—, les ruego que entiendan que no acudo a ustedes con afán incriminatorio, a pesar de la evidencia de que han incurrido en un delito de ocultación de pruebas y de intromisión en una investigación policial.

Aquella mezcla de palo y zanahoria en el mismo envío me desorientó por completo. Me mantuve en silencio, a pesar de que don Dionisio parecía haber dejado espacio para un comentario por nuestra parte. Fue Marcial quien aprovechó la pausa, porque quería dejar clara la única inquietud que le perturbaba en ese momento.

—Mire, don Dionisio. No hay nada sobre la cuestión que le ha traído aquí que yo pueda aportar y Juan no sepa. Por descontado, acepto solidariamente cualquier responsabilidad en que hayamos podido incurrir.

—Eso le honra —le interrumpió el comisario, nada más que para hacer notar su liderazgo en aquella entrevista.

—Lo que le quiero decir, inspector —continuó Marcial cada vez más enfático—, es que me encuentro en plena redacción de un nuevo instrumento filosófico. Es un proceso que, como muy bien sabe Juan, precisa de una extrema concentración y de un absoluto aislamiento. 

—Así es, —apuntalé yo, que notaba algo desconcertado a don Dionisio ante aquel inesperado giro en la conversación—. Que yo recuerde, esta es la tercera vez que Marcial ha iniciado un proceso semejante.

—La cuarta —me corrigió Marcial—, si contamos la primera edición del Novum organum ad universalem rerum rationem cognoscendam. Aunque quedara tan solo esbozado, me exigió idéntico proceso de concentración y aislamiento. Precisamente, ahora he vuelto sobre el planteamiento inicial, con alguna aportación radicalmente novedosa.

El comisario nos miraba desde su gesto hierático, sin dejar de accionar las patillas de sus gafas de sol.

—Por lo tanto —concluyó Marcial—, le ruego que, salvo que mi presencia sea absolutamente imprescindible, no se perturbe en absoluto mi total reclusión. Todo ello, insisto, sin perjuicio de la asunción por mi parte de las responsabilidades a que haya lugar. 

Y tras expresarse en estos términos, se levantó de la mesa y extendió su mano al comisario.

—Ha sido un placer —añadió, por último, antes de abandonar la estufa—. No se preocupen por recoger nada. Y pueden permanecer cuanto quieran aquí. Mi estudio está en la segunda planta. Si emplean un tono bajo de voz, no me molestarán en absoluto.

—Por lo que se ve, su amigo es todo un intelectual —rompió el silencio don Dionisio, tras quedarnos solos.

—Sí, algo así. Cada cierto tiempo le asalta una necesidad imperiosa de tratar de dar sentido a una realidad que —y seguro que usted coincidirá conmigo— a primera vista se presenta totalmente caótica y sin un fundamento sólido.

—Eso si no se contempla con una perspectiva religiosa, claro está —don Dionisio, contra lo que yo hubiera imaginado, había sucumbido a los devaneos metafísicos de Marcial.

Por lo demás, el inspector estuvo de acuerdo con el planteamiento de nuestro amigo (ciertamente, y por lo que habían hablado antes de mi llegada, nada podía aportar Marcial a mayores de lo que yo sabía). Bien distinto era el caso de Andrés y Elvira, a quienes tenía que entrevistar indefectiblemente, pues el primero había encontrado y ocultado una prueba decisiva, y la segunda era la única persona identificada que había visto a Eutiquio Ramírez con vida poco antes de morir.

Propuse a don Dionisio seguir nuestra conversación en mi casa, para evitar cualquier perturbación en las meditaciones de Marcial. Y tras llevar con el mayor sigilo los pocillos del café a la cocina, abandonamos aquella domus philosophica. De camino mantuvimos una distendida conversación sobre lo compacto que era y lo bien arreglado que lucía el caserío de Pedrosa. A él le llamaron poderosamente la atención el pavimiento de las calles y el alumbrado público. 

—Sí, la verdad es que el pueblo está ahora muy curioso.

Pero antes de llegar a casa, me comentó que se le había hecho un poco tarde y que prefería venir al día siguiente. Tenía pendiente aún el interrogatorio con Andrés Rastrilla y deseaba tratar el tema conmigo sin apuros de tiempo. 

—Pues tendrá que ser por la tarde —le advertí—, mañana es día de trabajo.

—No hay ningún problema, aquí estaré sobre las cinco, si Dios quiere.

El día siguiente amaneció sin lluvia y con una temperatura muy agradable para la época del año. Le propuse al comisario sentarnos al aire libre, bajo el plátano que sombrea nuestro corral. Aceptó encantado la idea, así como la de tomar el café que le ofreció mi madre nada más llegar. Para evitar que ella se alarmara al descubrir su condición de policía, entré yo a por la bandeja, en la que ya estaban colocados el juego de café y unas galletitas danesas para acompañar. 

 —¡Madre mía qué planta! —exclamó mi madre cuando nos vimos solos en la cocina—, parece un aristócrata. 

—Es un compañero de trabajo —le mentí— con el que tengo varios asuntos que tratar. A ver si podemos evitar que nadie nos interrumpa…

—Cuénteme entonces, por favor, todo el asunto desde el principio —me indicó don Dionisio una vez que estuvimos cómodamente instalados bajo el plátano. 

Yo le referí lo que sabía del caso con todos los pormenores, desde el día en que fui con Andrés a curiosear sobre el muerto que había aparecido en el páramo: la factura que encontró Andrés en el rastrojo, en el lugar en que había estado tendido el cadáver, la conexión con Elvira a través de esa factura, la información que ella nos dio sobre el anciano y que nosotros completamos al revisar el libro de registro del hotel en que había estado hospedado, la noticia que nos facilitó Jesús de una persona con el mismo nombre y apellidos y que había tenido una intensa actividad sindical en la Asturias de los años treinta…

—Ahí se nota que no sois profesionales —me interrumpió en ese punto de mi exposición don Dionisio—. Habéis derivado unas conclusiones descabelladas de una pura casualidad, de una conexión absolutamente accidental. 

—Usted no conoce a mi amigo Andrés —me permití puntualizar—. Todo lo que tiene de bueno lo tiene de terco, y él dio por hecho que esa casualidad, como usted la llama, no era tal, sino que la identidad entre ambos nombres exige algún tipo de relación. Además, como descubrió que yo le había ocultado el hallazgo de la cuerda, no tuve más remedio que ceder a su petición de ir a Tineo. 

No hay tal identidad —enfatizó el comisario con autoridad—, no consta en toda España un varón de la edad del fallecido con ese nombre y apellidos. Quien fuera el que lo escribió en el registro del hotel consignó una identidad falsa. 

Luego le relaté con detalle mi larga conversación con don Marcelino y los dramáticos sucesos acaecidos en el claustro del monasterio de Obona al inicio de la Guerra Civil, así como todo lo que habíamos llegado a saber de Eutiquio Ramírez Sandoval el viejo

—Muy interesante para un trabajo escolar de la clase de Historia, pero absolutamente irrelevante para el caso que nos ocupa —resumió él con cierta condescendencia—. En resumen, me llevo la cuerda, la factura y las direcciones y teléfonos de don Andrés Rastrilla y de doña Elvira Sancebrián. 

Un poco contrariado por tanta suficiencia, no pude evitar meter un poco el dedo en la llaga. 

—Lo que no me encaja es que desaparezca del depósito de cadáveres el cuerpo de un anciano fallecido de muerte natural y, menos aún, que nadie lo haya reclamado hasta la fecha.

—Precisamente por eso estoy aquí. Ciertamente, lo que usted acaba de decir es difícil de explicar. En todo caso —aprovechó para añadir con severidad—, ustedes deben mantenerse al margen de este asunto si quieren ahorrarse muchos problemas. Porque, de lo que no hay ninguna duda, es que todo esto ni les va ni les viene. 

Me asaltó a la cabeza, como una rauda saeta, el «nosotros sólo queremos saber la verdad» que Andrés habría esgrimido, sin ninguna duda, en una tesitura semejante; pero lo guardé para mí. Por supuesto, tampoco le comenté nada sobre la taberna Oliveros de Madrid ni de la tarjeta que le dieron a Andrés en Tineo, que insistían en lo que, según él, era la pista falsa de Eutiquio el viejo. Lo que no pude evitar, tal vez para irle situándolo en la entrevista con Andrés, es mencionarle el comentario de la vieja en la carnicería de Tineo. 

—Dice usted que Andrés escribe poesías… —me contestó—. Pues huelga cualquier otra consideración.


Capítulo XXV: Los ancestros de Adolfo Vega

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