jueves, 22 de febrero de 2024

Capítulo XXIII: Don Dionisio Salas, inspector de policía


—¡Asta de toro bravo!

Nunca le había oído a Andrés festejar tan intensamente un trago de gaseosa donde la Flugen. Y, tal vez para justificar aquella exclamación que tenía reservada para las grandes experiencias sensoriales, agregó de inmediato:

—¡Cómo refresca!

Eran las ocho y media de la tarde y hasta ese momento sólo habíamos llegado al local Andrés, yo y una nube de niños que compraron golosinas y bajaron las escaleras cruzándose con Jesús, que las remontaba, como lagartijas reptando por una sinuosa angostura.

—Casi me llevan por delante… ¡Flugen!, o amplías la escalera o pones un semáforo. Aquí se corre un serio riesgo de accidente. 

—Por aquí han subido y han bajado mil rebaños de potros y nunca ha pasado nada —refunfuñó Fulgencia.

—Póngale a Jesús una gaseosa, si le apetece —Andrés no cejaba en su empeño de encontrar algún aliado en su particular cruzada.

—Gracias Andrés, pero ese licor no me satisface tanto como a usted. Prefiero una prosaica San Miguel. Por cierto —prosiguió, adoptando un tono más serio—, tengo que comentarles algo importante. 

Ante semejante advertencia, nos ubicamos en la mesa más alejada de la barra para escapar del radar de la Flugen, que se había mostrado muy activo últimamente. Tras intercambiar las consabidas bagatelas sobre chicas y fútbol, Jesús recaló en el asunto que le preocupaba.

—Recordará, Juan, que me pidió que dejara caer con discreción el nombre de Eutiquio Ramírez Sandoval entre mis contactos en la comisaría de policía —comenzó, haciéndome corresponsable de lo que había de venir a continuación—; pues bien, tal vez la filtración no fue tan discreta. Llegó a conocimiento de un comisario que tiró del hilo hasta dar conmigo y yo no he tenido más remedio que hablarle de ustedes, así que supongo que en breve tendrán noticias suyas.

—Ya le dije que era una mala idea, Juan —protestó Andrés—; nosotros no necesitábamos a nadie para resolver este enigma.

No dije nada, pero yo no era consciente haber participado a Andrés el menor detalle sobre aquella iniciativa que habíamos discurrido entre Jesús y yo.

—Me consta —prosiguió Jesús con su tradicional prosopopeya— que la policía estaba totalmente in albis en la investigación y que iban a incinerar los restos mortales de Eutiquio y cerrar el caso. Pero resulta que el cuerpo ha desaparecido del depósito de cadáveres y ahora ya se lo han tomado casi como algo personal. 

—¡¿Que el cuerpo ha desaparecido del depósito?! —exclamé levantándome de la silla como si se hubiera activado un resorte en mis piernas, sin poder dar crédito a lo que estaba escuchando— ¡Pero eso es increíble! 

—Ya sabía yo que aquí había mucha tela que cortar —proclamó Andrés eufórico, para quien aquella desaparición, prueba irrefutable de todas las intrigas y conspiraciones imaginables, compensaba cualquier mal trago con la policía. 

—De más está decir, —añadió Jesús con un semblante muy serio— que de esto no puede trascender nada, si no quieren que nos metamos en un lío aún mayor. Se lo digo para que sepan que en la policía están muy dolidos y preocupados, se están jugando su reputación; dolidos por no haber podido averiguar la identidad de Eutiquio y preocupados por la desaparición de su cuerpo. 

—Está claro que habrá que maniobrar con mucha prudencia. Espero, Andrés, —y miré a los ojos de mi amigo con toda la fijeza de que fui capaz— que usted sepa contener su entusiasmo y no se vaya de la lengua cuando lo interroguen. Tendremos que advertírselo también a Marcial y a Elvira.

—En todo caso —nos trató de tranquilizar Jesús—, a ellos tampoco les interesa que se difunda públicamente su incompetencia. Además, el comisario a cargo de la investigación es una persona que rehúye obsesivamente el escándalo, por lo que me imagino que no será difícil llegar a un acuerdo: ustedes le dan información y silencio y él se olvida de cualquier eventual delito.

—Yo no creo que hayamos cometido ningún delito —protestó Andrés con firmeza.

La Flugen, intrigada por el tono de nuestra conversación, mucho más circunspecto que de costumbre, se acercaba cada poco con cualquier excusa, momento que nosotros aprovechábamos para echar un trago o poner una canción en la sinfonola. 

—No sé qué estaréis tramando —no pudo evitar decir al fin—, pero este año os estáis pasando de la raya con los viajes a Palencia. Hay que hacer gasto en el pueblo, porque, si no, los negocios se van a pique y luego vienen los lamentos. 

—Tranquila, Flugen, —acertó a responder Jesús—, no tienes de qué preocuparte; tu café ejerce sobre nosotros una atracción telúrica irresistible.

—Ya, ya… ¡Que luego vienen los lamentos! —insistía ella renegando mientras se acomodaba de nuevo al otro lado de su minúscula barra.

Jesús hizo el amago de levantarse para pedir otra ronda de gaseosa y cervezas, pero algo le vino de súbito a la cabeza y volvió a su asiento.

—Por cierto, veréis que el inspector luce modales muy refinados y apariencia muy atildada. Es importante que mantengáis con él una exquisita corrección.

—¡Flugeeeeen! —el salvaje alarido de Salva desde la entrada del piso inferior cortó abruptamente la conversación.

—¿Qué mosca le habrá picado a ese húngaro? —gruñó la interpelada.

A pesar de que siempre me llamó mucho la atención, nunca me atreví a preguntar a la Flugen a qué se debía el mal concepto que tenía de los nativos de esa nación. No me parecía un país especialmente vinculado con España o con el que hubiéramos tenido algún contencioso histórico o una especial animosidad. 

—¡La puerta está abierta! —vociferó Fulgencia en dirección a la escalera.

Cuando irrumpió Salva en el local, Andrés y yo ya estábamos echando una partida en la máquina de petaco y Jesús se estaba despidiendo de la Flugen con mucha ceremonia.

—¿Cómo es que estaba la puerta cerrada con estos tres dentro? —fue el saludo de Salva nada más dejarse ver.

—Deja de dar esas voces —le contestó la Flugen— que pareces un zagalón. La puerta la habrán atrancado esos mocosos; cuando les ponga la mano encima se van a enterar. 

Jesús abandonó por fin el local y Salva se acercó a nosotros con tres cervezas en la mano.

—Yo no invito a mariconadas. Si quiere gaseosa, señor alambrista, se la paga usted.

Andrés había escrito, hacía ya unos cuantos años, una poesía relacionada con la anterior máquina de petaco, cuyo cristal estaba fracturado, de manera que era posible sumar puntos introduciendo un alambre por la rendija y accionando sin parar uno de los sensores. El encargado de aquella monótona labor recibió entre nosotros el nombre de «el alambrista» y a él había dedicado Andrés uno de sus primeros y más célebres poemas. No todo el mundo entendía la sensibilidad de nuestro poeta hacia lo cotidiano, de ahí que tuviera que cargar con algún que otro sambenito como ese.

—«¡Señores, escúchenme!» —recitaba con voz pomposa Salva, al que le gustaba parodiar las poesías de Andrés—, «Usted es el alambrista, que se sale de la pista por no romper la arista… Usted es el alambrista, el rey de la pista».

—Ya que se pone —le replicó Andrés, que toleraba mal las bromas sobre su obra poética—, podía aprendérsela entera. 

—Sí hombre, sí; no te jode… Como si no tuviera otra cosa que hacer. 

Nos turnamos en la máquina los tres un largo rato, hasta que uno de los niños que había venido otra vez a por chuches me cogió de la mano y me alejó de los demás, hasta una distancia desde la que nadie lo pudiera oír.

—Me ha encargado Marcial que te diga que vayas ahora mismo a su casa, que es muy urgente.

Apenas sin despedirme de Andrés y Salva, le di una moneda al pequeño y salí corriendo a casa de Marcial. Resultaba inédito, hasta la fecha, que mi buen amigo interrumpiera uno de sus retiros voluntarios, así que algo muy grave tenía que estar sucediendo.

Nos guardábamos la suficiente confianza como para entrar en su casa sin llamar, por lo que penetré directamente en la estufa. Allí me encontré a Marcial tranquilamente sentado ante una mesa camilla, compartiendo café con un individuo de mediana edad, impecablemente trajeado. No sé por qué me vino a la cabeza la quinta versión de los jugadores de cartas de Cézanne. 

Al verme aparecer, ambos se levantaron y Marcial me puso en situación antes de que yo abriera la boca:

—Juan, le presento a don Dionisio Salas, inspector de policía.


Capítulo XXIV: Novum organum

Presentación de la obra e índice general