lunes, 19 de febrero de 2024

Capítulo XXII: Día de los fieles difuntos


Después de la expedición a Tineo, y a pesar de su éxito indudable, se atemperó un tanto nuestro entusiasmo por las cosas de Eutiquio Ramírez, tanto las del viejo como las del joven. Se notaba que el curso escolar alcanzaba ya velocidad de crucero y que los cazadores abarrotaban el mesón en el que servía Andrés. Además, preciso es reconocerlo, un caballero andante vaga desnortado cuando desaparece de las aventuras el señuelo de su etérea doncella. Marcial estaba más abismado que nunca en sus especulaciones metafísicas y nos anunció que se iba a confinar una temporada para redactar los pilares de un nuevo sistema filosófico sobre el que andaba elucubrando hacía tiempo. Poco después de su anuncio, y como ya había sucedido en otras ocasiones, desapareció por completo de escena durante un largo período de tiempo. Marcial, creo yo, adolecía de algo que podría llamarse «síndrome de saturación social», consistente en un progresivo hartazgo de la vida en comunidad que sólo podía sobrellevarse con las oportunas temporadas de retiro. 

Así las cosas, discurrió un mes y medio en que vivimos instalados en las rutinas de siempre, y no fue hasta el día de los Fieles Difuntos, en el puente de noviembre, cuando volvió a hacerse notar de nuevo la espectral presencia de los Eutiquios. Fue precisamente en la visita ritual al cementerio de Pedrosa, donde encontré charlando a Samuel, que acababa de llegar de Madrid a pasar unos días en el pueblo, con Jesús Borro, que me invitó desde lejos a participar en la conversación que mantenían.

—¡Albricias, Juan! A fe que tenía ganas de verlo.

—¡Lo mismo digo, Jesús! ¡Usted tan Tenorio como siempre! —le extendí también la mano a Samuel, que la apretó con decisión— ¿Qué tal por la Babilonia de La Mancha, todo en orden? 

—Todo en orden —sonrió Samuel—. Ya ve, hemos venido al terruño a rendir tributo a los ausentes.

En aquel momento comenzó a arreciar la lluvia que había estado amagando toda la mañana. Jesús desplegó un paraguas que traía consigo y dio por acabada su visita al cementerio.

—Me parece que aquí poco útil nos queda por hacer. ¿Y qué tal si vamos a Castro y tomamos algo en El Lagar? —a Jesús se le notaba cierta impaciencia por contarme algo.

—Perfecto —aprobó Samuel—, todavía no he comprado los periódicos del día. Me viene genial.

En el trayecto a Castrojeriz nos anticipó Jesús que podía añadir alguna precisión a lo que ya nos había contado sobre Eutiquio Ramírez Sandoval el viejo. En su incesante peregrinar por los archivos, había descubierto que constaba como delegado en un congreso regional de la CNT que había tenido lugar en Gijón en los primeros días de junio de 1937. Sabía, además, que, una vez iniciada la contienda, permaneció en esa ciudad hasta su caída en manos de las tropas navarras en octubre de ese mismo año y que consiguió escapar a algún lugar del interior de la región. Pero no por mucho tiempo, porque fue detenido, juzgado en procedimiento sumarísimo y ajusticiado de inmediato. 

—Murió, y ojo a la casualidad, tal día como hoy, el 2 de noviembre de 1937.

—Alucino, Jesús. ¿Pero cómo se entera usted de todas esas cosas? 

—Olfato investigador —sentenció Samuel.

—Ratocinio investigador, diría yo —corrigió Jesús con un raro neologismo—. Son muchas horas entre papeles como ratón de biblioteca.

—Los datos confirman todo lo que averiguamos en Tineo —les anticipé, mientras nos dirigíamos a los soportales de la plaza Mayor—; luego, donde Mila, os lo cuento todo por lo menudo. 

Samuel compró en la tienda de Nieves El País, el As y El Diario de Burgos, tras ojear unos minutos el resto de la oferta periodística expuesta sobre una mesilla. Jesús le preguntó si tenía la intención de leer todo aquello.

—Y eso qué más da. ¿De qué ibais a vivir si no los periodistas?

—Déjalo en «colaboradores ocasionales», jajaja —respondió Jesús, cuya firma no era infrecuente encontrar entre las páginas del Diario de Burgos.

Ya sentados a la mesa en el gran Lagar de Mila, yo les describí con detalle la expedición a Tineo, salvedad hecha, claro está, del capítulo de nuestras tribulaciones personales con Elvira. A pesar del indudable interés novelesco del testimonio de don Marcelino, coincidieron conmigo en que, haciendo balance de todo lo acopiado hasta el momento, la única vía de investigación a nuestro alcance era la taberna Oliveros, en Madrid. 

—Brillante hallazgo el de la moza palentina —ironizó Jesús—. Así que la musa no sólo los inspiró, sino que también se puso a picar piedra.

—¿Y qué opináis de lo que contaba Andrés? —les consulté a los dos, para excluir a Elvira cuanto antes de la conversación.

—A mí me parece que el poeta —comentó Jesús— ha interpolado en la epopeya un verso de su cosecha. Una vieja a la que silencia su hija. ¡A esas viejas nos las calla ni Dios! Como poco, a mí me parece una paranoia conspirativa de Andrés, si es que no se trata, simplemente, de una invención pura y dura.

En todo caso —terció Samuel—, hay que reconocer que la coincidencia del nombre y los dos apellidos, un conjunto onomástico tan poco habitual, es muy llamativa.

—Sí, Samuel, pero con una generación de desfase. Además, —añadí—, no nos consta que Eutiquio el viejo haya estado casado o tuviera un hijo, que es la única vía de conexión razonable y operativa entre ambos.

—Como buen anarquista, sería un apóstol del amor libre. Los hijos de los anarquistas también tenían nombre, ¿no? —bromeó Jesús.

—Creo que todos se llamaban Eleuterio, es decir, «libre». Aunque Eutiquio, «afortunado», tampoco encajaba nada mal en sus planteamientos ideológicos —no pude evitar, como diría Marcial, desenfundar mi diccionario etimológico.

—Esa teoría te la revienta el «Ramírez Sandoval» —insistió Jesús en sus chanzas—, ¡los anarquistas no tienen padre ni madre!

Como siempre que el vino presidía nuestras conversaciones, el asunto comenzaba a degenerar un tanto, pero Samuel lo volvió a embridar, porque contaba con hacer algo en casa antes de comer y tenía prisa:

—En todo caso, yo estaría encantado de que pasarais un fin de semana en Madrid y nos diéramos una vuelta por esa taberna a tomar unos marianitos de barril. He estado por allí más de una vez y, aunque su regente no sea precisamente un alarde de simpatía, es una de las tabernas más auténticas de toda la ciudad. Yo la coloco, sin lugar a dudas, en el top ten y con opciones de entrar en el top five —Samuel tenía una tendencia irrefrenable a la categorización jerárquica.

—Además —acabó por decir—, a diferencia de otras tabernas centenarias de Madrid, no suele estar plagada de turistas. Merece un viaje per se, sin Eutiquios que la tengan que avalar.

—La oferta es irresistible, Samuel —replicó Jesús—, pero yo últimamente estoy liadísimo. Ya me gustaría, ya…

—Yo no lo descarto —dije a mi vez—, pero dudo que Andrés y Marcial puedan sumarse. Y no sé qué tal llevará Andrés no participar directamente en un momento tan relevante de la investigación.

Mila nos trajo el cuarto vino a la mesa, con lo que no sería tarea fácil salir de allí sin un compromiso en firme.

—Mire, Juan, el día 16, que es domingo, juega el Madrid en casa. Si le apetece, puede llegar la noche del viernes y, además del partido y de la taberna Oliveros, podemos organizar un interesante programa festivo-cultural.

Le aseguré que me lo pensaría, que tenía que hablar con Andrés (Marcial seguía de retiro), pero que a mí, desde luego, me apetecía un montón. Después la conversación derivó en un tema recurrente, siempre que Samuel, al que ya se le había olvidado su urgente tarea en casa antes de comer, participaba en una tertulia.

—La semana pasada estuve en Bruselas y me acordé de usted —le comentó Jesús a Samuel.

—¿Y cómo así? —se interesó éste.

—Fuimos a ver el Atomium, como es prescriptivo, y al lado está el estadio Heysel.

—Tristemente famoso por los trágicos sucesos en aquella final de la copa de Europa entre el Liverpool y la Juve —me permití aportar yo, exprimiendo mis limitados conocimientos de Historia del Fútbol.

—Como bien sabe Samuel —prosiguió Jesús—, no fue la primera vez que se había disputado en ese estadio una final europea.

—Por supuesto —asintió Samuel—, allí ganó el Madrid su tercera copa de Europa consecutiva. Fue en la temporada 57-58.

—En efecto, el mismo año que tuvo lugar la Exposición Universal en Bruselas y se construyó el Atomium —Jesús apuró con calma su cuarto Ribera del Duero—. El caso es que, mientras buscaba la entrada principal del estadio, se me acercó un italiano y me dijo: «Aquel Real era invencible. Teníamos en el Milan a Maldini padre y a Grillo. Empezamos ganando y nos empataron. Nos pusimos de nuevo por delante y nos volvieron a empatar. Y al final metieron el tercero en la segunda parte de la prórroga y se llevaron la copa. No lo podía creer. Yo era un niño de diez años y lo vi aquí, en este mismo lugar». ¿Qué me dices, Samuel?

—Desde luego, le honró al italiano no poner en duda la superioridad del Madrid. En efecto, las crónicas hablan de un partido muy disputado que al final ganó el Real por tres a dos, con goles de Di Stéfano, Rial, y Gento. ¿Hay alguna placa conmemorativa por allí?

—Ni siquiera pudimos acceder al recinto, que está rodeado por una valla. Me dio pena, el italiano había acudido allí con la misma devoción que a un santuario.

—No me extraña —corroboró Samuel—. Hay quien entra en el Bernabéu como un cristiano ferviente cuando pisa la iglesia del Santo Sepulcro. 

—Sea dicho sin ánimo hiperbólico —remató Jesús.


Capítulo XXIII: Don Dionisio Salas, inspector de policía

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