jueves, 15 de febrero de 2024

Capítulo XXI: Eutiquio el joven y Eutiquio el viejo


Elvira no nos dio muchas explicaciones. Se limitó, sin citar sus fuentes, a hacernos saber que, durante muchos años, el punto de encuentro de la gente de Tineo en Madrid había sido la taberna Oliveros. Allí se reunían con asiduidad aquellos que ya llevaban tiempo en la ciudad y también buscaban amparo los que acababan de llegar y precisaban encontrar un empleo o cualquier otro tipo de asistencia. El dueño del negocio, que había reunido algunos posibles, tiraba mucho para su pueblo de origen, en el que pasaba casi la mitad del año. El local sigue abierto y, al parecer, se trata de una de las tabernas más antiguas de la capital. Se ha mantenido en manos de la familia Oliveros desde los años veinte, sin que apenas haya hecho estragos sobre el establecimiento el paso de todo ese tiempo. 

—Sigue en el mismo lugar en el que echó a andar: en calle San Millán, número cuatro, muy cerca de la estación de metro de La Latina. Ayer no me pareció gran cosa esta información —terminó por decir Elvira—, pero, después de lo que ha contado Juan, igual este dato tiene algún valor.

—¡Y tanto! Me parece un dato clave —comenté sin la menor intención adulatoria, porque en ese momento no se me ocurría ningún otro camino para seguir el rastro de Dorotea y Artemio Morán.

—¿Y usted, Andrés? —interpelé a nuestro poeta, que llevaba un buen rato en silencio, accidente inusual en él, muy pendiente de nuestras aportaciones— ¿qué es eso que nos tenía que decir?

—Yo he hablado con más de cien personas esta mañana —esa introducción de aroma exculpatorio ya me hacía pensar que no iba a poder jactarse de una gran cosecha—. He investigado en bares, tiendas de todo tipo, panaderías y carnicerías.

—Con magro resultado, al parecer —lo mortificó Marcial.

Ignorando, como solía, las provocaciones de su amigo, prosiguió con su informe de investigación:

—Precisamente en una carnicería me he enterado de algo que puede ser decisivo. 

—¡El precio del salchichón!, no me diga más —a Marcial le agotaba la ampulosa vanagloria del poeta.

—La gente disimulaba —Andrés seguía deshilvanando imperturbable su relato—, aseguraban que no les sonaba a nada ese nombre, pero a mí no me la iban a dar con queso. Yo seguí preguntando hasta que en una carnicería una señora muy mayor, cuando me oyó hablar de Eutiquio Ramírez, me preguntó: «¿el viejo o el joven?».

—¡Coño, a ver si ahora vamos a tener toda una saga de Eutiquios, como los Escipiones, los Plinios o los Sénecas! —volvió a la carga Marcial, profundamente escéptico.

—¿En serio, Andrés? —Elvira, sin embargo, se mostraba realmente interesada por el alcance de aquella información—. Eso permite relacionar, aunque sea remotamente, todo lo que nos ha contado Juan con el cadáver de Pedrosa.

—¿Eso lo ha oído, lo ha creído oír o lo ha querido oír, Andrés? —le espetó Marcial antes de dejarle responder, porque sabía bien que, cuando se estaba dilucidando el desenlace de una buena historia, la realidad no le merecía a Andrés mucho más respeto que la fantasía.

—Lo escuché perfectamente —Andrés enfatizó todas las sílabas del adverbio, una por una, mirando fijamente a Marcial—, pero enseguida su hija le dijo que se callara, que no sabía de lo que estaba hablando y se llevó a la vieja de allí. 

No pude evitar imaginarme aquella escena y me vinieron otra vez a la cabeza las palabras de aquel señor de Tineo en Casa Maragato: «La vejez es una puta mierda».

Aunque Marcial y yo recibimos con extrema cautela la extraña historia de Andrés, el balance de las veinticuatro horas que llevábamos en Tineo había sido excelente. Atesorábamos una información muy valiosa sobre quien, a partir de ahora, llamaríamos «Eutiquio el viejo» y una posible línea de investigación abierta al respecto en una taberna de Madrid. A pesar del duro correctivo que Elvira había infringido a nuestros delirios donjuanescos, y sin anunciarlo de manera explícita, celebramos nuestro éxito con una ingestión, otra vez inmoderada, de chosco, pan y sidra.

—También tienen aquí huevos duros, como en La Pesa —anunció con alborozo Andrés tras una excursión al aseo—. He encargado una cestita.

—Nos vendrán bien para empapar tanta sidra y para que no se desborde la imaginación —se resignó Marcial, que conocía la devoción de Andrés por ese dudoso manjar.

La sidra, el chosco, el pan de centeno, los huevos duros y el avance en nuestras investigaciones devolvieron cierta armonía al grupo, y la comida en El Refugio resultó amena y relajante, como la del día anterior.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Elvira cuando dimos el festín por terminado.

—Yo —traté de anticiparme a cualquier disparatado plan de mis socios— no he dormido nada esta noche, así que me voy corriendo a La Posada a meterme en la cama y aspiro a no salir de ella hasta el desayuno de mañana. No recibo ni a musas ni a sátiros.

—Me has leído el pensamiento, Juan. Estoy muerta y necesito dormir —coincidió Elvira, que acusaba en sus ojos entreabiertos los efectos de la agitada noche anterior.

Andrés, como cabía esperar, no concebía semejante derroche de oportunidades de investigación y, dándonos por perdidos a Elvira y a mí, trató de enredar a Marcial:

—Seguro que Marcial quiere conocer la discoteca U4 y aportar algo a la investigación.

—Seguro, poeta, seguro, ardo en deseos. Por cierto —ironizó Marcial—, no sabía que en el Parnaso se aplicara la bonificación por resultados. Vamos, que ni el empresario más implacable me hubiese metido semejante rejonazo. 

Nada digno de mención aportaron la tarde del sábado ni la mañana del día siguiente, a pesar de que Andrés nos hizo asistir a la misa mayor del domingo y departir un rato con el párroco. Ya se debía de ir corriendo la voz en el pueblo de nuestra presencia por allí y de sus motivos, por lo que el paisanaje nos evitaba cuando nos aproximábamos. Sólo el cura se avino a hablar con nosotros, pero nada más que como portavoz del hartazgo de sus parroquianas.

—A los muertos hay que dejarlos descansar en paz —pontificó, sin que se le pudiera sacar otra cosa, a pesar de las insistentes preguntas que le planteó nuestro poeta.

Fue el propio Andrés quien, contraviniendo su propio plan, sugirió marchar antes de lo previsto, para poder volver por Pajares y atacar de nuevo la excelente cecina asturiana de Casa Maragato. En su famoso «salón de las arenas» hicimos de nuevo los honores a aquel regio manjar servido en papel de estraza y con idéntica displicencia a la de la primera vez.

—La noche no fue del todo infructuosa —sonrió Marcial, cuando ya estábamos entregados a la cecina—. Entre las muchas personas a las que abordó Andrés en la U4, una le dio esta tarjeta, que, por cierto, se dejó olvidada el gran detective en la habitación de La Posada —y Marcial puso sobre la mesa un cartón blanco, sin el menor ornato, en el que aparecía escrito en letras mayúsculas resaltadas en gruesa negrita: «Arre Burro Producciones», acompañado de un número de teléfono. Tras echarla un vistazo, la metí en el bolso de la camisa. 

—Es verdad, se nos había olvidado contarlo —Andrés celebró sinceramente que Marcial hubiera conservado la tarjeta—. Hay que guardarla, porque nunca se sabe por dónde va a saltar la liebre.

—Bueno, por fin he conseguido aportar algo de provecho. ¿Me sacará usted de la lista negra de morosos, Andrés? —le preguntó Marcial, mientras nos hacía un gesto de complicidad a Elvira y a mí.

—Cada uno aporta lo que puede —sentenció implacable el poeta.

—Pero, ¿quién os dio la tarjeta? —a Elvira no le había quedado nada claro aquel episodio.

—Un tipo alto y calvo que se acercó a mí, sin que yo le hubiese preguntado nada —explicó Andrés—. «Igual te hace falta algún día», me dijo. Y como vino se fue. Yo pensé que era algo de publicidad.

—Ya ves, Elvira —concluyó Marcial—. Este es capaz de abordar inquisitorialmente a cientos de personas, pero, cuando alguien acude voluntariamente a él, no le pregunta nada.

Luego hicimos las cuentas de los gastos del viaje, repartimos el dinero y pusimos rumbo a Palencia, donde dejamos a Elvira, que se mostró muy cariñosa en la despedida, rogándonos que la mantuviéramos al tanto de nuestras investigaciones. 

—Me encantaría que lo hicierais por carta —nos suplicó, abandonando, no sé si deliberadamente, la severa disciplina del trato deferente—. Basta con que pongáis Elvira y la dirección de la ferretería Otero. Y como remitente —concluyó guiñando un ojo con mucha gracia—, «Arre Burro Producciones».

Durante el camino de Palencia a Pedrosa, Andrés se quedó profundamente dormido en los asientos de atrás, mientras Marcial contemplaba ensimismado el paisaje de bosque bajo y secano que íbamos atravesando. 

—Esta mujer lo mismo te sana que te mata —reflexionó en voz alta de repente—; anteanoche se fuga con un fulano y hoy se despide más dulce que el almíbar. Idónea para espíritus atormentados. 

—¡Y tanto…! —coincidí con él.


Capítulo XXII: Día de los fieles difuntos

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