Es sorprendente cómo el azar puede condicionar las relaciones humanas. Nuestra reunión en El Refugio para comer aquella mañana de sábado tenía todos los pronunciamientos para convertirse en la insoportable Guerra Fría que daría paso a un triste adiós: la fuga de Elvira la noche anterior con un figurín de discoteca fue un misil a la línea de flotación de nuestra precaria chalupa de cuatro marineros. Tampoco mi extravagante salida nocturna y, menos aún, mi excursión unilateral al monasterio contribuían nada a templar los ánimos.
Pero la diosa Tyche, tan caprichosa y mudable, nos brindó la milagrosa aparición de don Marcelino y de su comentario a vuelapluma sobre Eutiquio Ramírez Sandoval. Al verme tan interesado por aquel personaje y por el sangriento suceso al que había hecho alusión, me invitó a entrar en su casa y compartir un café. Y allí estuvimos charlando buena parte de la mañana, hasta que me pareció haber hecho el mayor acopio posible de todo lo relacionado con aquel episodio.
Luego, rendido a mi necesidad casi biológica de salir a un espacio abierto a pasear cuando mi mente recibe un caudal de información tan denso y confuso, di un pequeño garbeo por la zona. De vuelta en Tineo, dilaté un poco el tiempo de espera en un bar de la larga calle que conduce a la plaza del ayuntamiento, para no llegar al Refugio antes de la hora convenida. Entre otras solemnes resoluciones adoptadas a lo largo del paseo, había determinado dejar traslucir lo menos posible, en mis palabras y mis actos, el despecho y la enorme amargura que me había provocado el impensable comportamiento de Elvira.
Cuando llegué, los tres estaban sentados en las mismas sillas que la tarde del día anterior, pero con una disposición de ánimo muy diferente, ensimismados y taciturnos.
—¡Soy portador de grandes noticias! —exclamé con todo el entusiasmo que me fue posible, porque no tenía ninguna gana de abismarme aún más en aquel pozo de hiel.
—¡Qué bien, alguien que habla! —reprochó Elvira a mis dos amigos, que, contra su costumbre, llevaban un buen rato callados—. Yo también, si a ustedes les parece bien, tengo cosas que contar.
—Y yo —agregó Andrés en un tono muy misterioso.
—Vaya, vaya… —parecía que Marcial también se iba recuperando— ¡Pues desembuchen de una vez!
Me senté a la mesa y les traté de contar, de un tirón y antes de que nos trajeran la comida, lo esencial de mi larga conversación con don Marcelino. Tras la sublevación militar de julio de 1936, todas las tensiones sociales, difícilmente contenidas durante mucho tiempo, estallaron por fin en una insania de odio y violencia. Milicianos de los sindicatos de izquierda y falangistas, dos fuerzas que negaban el derecho a la existencia del rival político, asumieron el protagonismo social y, como ya dijo el clásico hace dos milenios, silent leges inter arma.
—Así que don Marcelino era ducho en latines… —me interrumpió Marcial, dolido aún por haberlo dejado al margen de mi excursión—. Hasta ahora parece que su testimonio no aporta muchas novedades. Cualquier manual escolar de historia se hubiese explayado con la misma propiedad.
Hice caso omiso de su reproche y mal humor y seguí con mi relato.
—Don Marcelino me confirmó que, en Tineo, como en muchos otros lugares, hubo varios actos de violencia. Pero uno de ellos dejó un recuerdo especialmente traumático. Una banda de milicianos, dirigida por un militante de la CNT, un tal Eutiquio Ramírez Sandoval, en una de sus exhibiciones intimidatorias por la localidad, se encontró por casualidad con una pareja de novios que volvían a casa. Aseguraba don Marcelino que este Eutiquio, que contaría a la sazón con unos diecinueve años, era un sujeto especialmente primitivo y violento, rasgos de carácter muy estimados en aquellos días y que lo habían convertido en el jefecillo de aquella milicia.
Mis tres compañeros de mesa, muy asombrados de lo que estaban oyendo, me instaron a seguir con su atenta mirada.
—Pero en aquel fatal encuentro —proseguí—, dio la mala suerte de que Eutiquio llevaba mucho tiempo encaprichado de la moza que volvía a casa con su novio —Dorotea se llamaba—, una joven muy hermosa y de familia acomodada, que se acababa de prometer con Fermín, el hijo del notario. En aquella infortunada encrucijada del destino, Eutiquio debió comprender que el azar le deparaba una oportunidad única: poseer algo que estaría siempre fuera de su alcance.
—¿Y ese es nuestro Eutiquio? —Elvira no pudo reprimir su sorpresa.
Decidido a contarlo todo de una vez, tampoco me dejé interrumpir por Elvira y continué desovillando la madeja.
—Según don Marcelino, Eutiquio y sus compinches obligaron a la pareja a montar en un coche que habían requisado y en el que habían pintado con unas enormes letras de color blanco las siglas de su sindicato. En él los llevaron hasta las ruinas del monasterio de Obona, el que yo he estado visitando por la mañana. Allí se puede uno imaginar las espantosas escenas que tendrían lugar, no hay por qué tentar a la imaginación en describirlas. Fermín acabó colgado de un árbol que crecía en el centro del viejo claustro y Dorotea sufrió una espantosa violación, aunque, al menos, la dejaron con vida; eso sí, muy maltrecha y bastante trastornada.
—¡Hostias! —Marcial no pudo evitar una exclamación de incredulidad—. Enhorabuena por el hallazgo, Juan, nunca me hubiera imaginado una cosa así… Pero —añadió de inmediato—, aquí faltan muchos datos esenciales. ¿Eutiquio y Dorotea siguieron viviendo en Tineo? ¿Se sabe qué fue de ellos? ¿Esto que cuenta don Marcelino, en la escala de leyenda a hecho acreditado, qué nivel alcanza?
—Si me deja usted continuar…
Marcial me hizo un gesto de avenencia y yo proseguí con lo que me había confiado don Marcelino. Pero antes de seguir con el relato, les aseguré que su veracidad me parecía absoluta, entre otras cosas, porque el anciano me contó que fueron sus padres quienes acudieron a socorrer a Dorotea. Nadie en el pueblo se atrevió a salir antes, a pesar de que fueron muchos quienes oyeron las voces y los gritos.
—Cuando sus padres sintieron que el coche se alejaba, acudieron al lugar y sólo encontraron a Dorotea tirada en el suelo. De hecho, según don Marcelino, el cuerpo de Fermín nunca fue encontrado. La muchacha se hallaba en un profundo estado de histeria y no hacía más que gritar compulsivamente, entre arrebatos de llanto furioso e inconsolable: «bajadlo del árbol en que lo han colgado, por el amor de Dios, bajadlo del árbol». Don Marcelino, por entonces un rapazuelo de seis o siete años, asegura haber visto él mismo a Dorotea, con la ropa rasgada y el rostro ensangrentado y sin parar de gritar como una loca.
Tras tomar un poco de aliento volví a mi historia, tratando de satisfacer todas las dudas que había planteado Marcial.
—Eutiquio desapareció esa misma noche. Se dice que estuvo en Gijón haciendo de las suyas hasta que esa ciudad cayó en manos franquistas y que, poco después, le echaron el guante y acabaron con él. Don Marcelino me ha contado cómo el veinticinco de agosto entró una columna gallega en Tineo, al mando del coronel Martín Alonso, y se interrumpió toda comunicación con la zona republicana. Dorotea y su familia (sus padres y las dos hermanas que tenía), vete a saber cómo, consiguieron entrar en Oviedo a pesar del cerco, donde tenían alguna parentela. Corrió el rumor, me confió también, de que Dorotea se había instalado sola en Madrid después de la guerra, pero que él no sabía nada a ciencia cierta sobre la suerte que habían corrido ni ella ni su familia. Y el padre de Fermín, el notario, que era andaluz, también desapareció de Tineo nada más entrar las tropas franquistas. Él se figura que volverían a Andalucía, de donde habían venido.
—¿Y el resto de la banda? —Marcial me seguía apremiando con sus preguntas, totalmente fascinado por aquella historia.
—Don Marcelino sugiere que, después de la tragedia, se estableció, de manera consciente o espontánea, una especie de pacto de silencio. El suceso impactó tanto, fue tan dramático que, una vez que desaparecieron de allí por completo sus protagonistas, Eutiquio, Fermín y Dorotea, y de que se tuvo constancia de la muerte del principal responsable, se dio por cerrado para siempre el asunto. Los que acompañaron a Eutiquio esa noche fueron otros chavales de dieciocho o diecinueve años que se juntaron aquel día un poco por casualidad. Sólo ellos y Dorotea, que no pudo o no quiso dar ningún nombre, saben exactamente quiénes estuvieron allí y qué hizo cada cual. Sus dos colaboradores más regulares se marcharon con él a Gijón. Uno, Santiago Muñiz, murió en el asalto al cuartel de Simancas, destrozado por un proyectil lanzado desde el Almirante Cervera. El otro, Artemio Morán, se sabe que huyó a Madrid y allí se perdió su pista para siempre. Los demás, ¿cuántos?, han sido el secreto mejor guardado de Tineo.
—Estoy impresionada, Juan, vaya historia —exclamó Elvira cuando di por finalizado el resumen de mi conversación con don Marcelino—. Diría que tu enfado ha sido de lo más productivo.
—¿No les decía yo que aquí había gato encerrado? —Andrés, que se había mantenido muy atento a mis palabras, sintió que todas sus sospechas, fueran cuales fueran, se habían confirmado, y que todos nuestros esfuerzos estaban por fin justificados.
—Bueno —resumió Marcial—, creo que estas revelaciones bien valen una buena comida entre camaradas bien avenidos. Nuestro viaje a Tineo está ya más que amortizado, y eso que aún faltan las revelaciones de Elvira y Andrés.
Justo en ese momento posó la camarera sobre la mesa una abundante ración de chosco, un cestillo con trozos de pan de centeno y dos botellas de sidra.
—¡Que aproveche! —nos deseó con una sonrisa oceánica.