—¿Don Marcelino? ¿Está usted por ahí? —la puerta de la casa estaba abierta, así que me colé en el pequeño portal de entrada para reclamar su atención—. ¿Don Marcelino?
Pasó un largo rato hasta que me pareció oír el rumor de unos pies arrastrándose por el piso.
—¿Don Marcelino?
—Ya va, ya va… —resonó un eco que se iba acercando desde el interior de la casa. Al poco apareció la figura de un anciano encorvado que se desplazaba sosteniéndose sobre un grueso cayado, con tantas dificultades que parecía que podría derrumbarse al tropezar con cualquier irregularidad del suelo.
—¡La vejez es una puta mierda!
«En eso parece haber consenso general», se me ocurrió pensar, recordando el mismo desahogo en boca de aquel señor de Tineo con el que coincidimos en Busdongo.
—Le ruego que disculpe mi atrevimiento, no sé si será una hora apropiada —desde que la descubrí en la preceptiva retórica latina, siempre he sido un devoto de la captatio benevolentiae—. Es que me han comentado en Tineo que es usted madrugador y me he tomado la libertad de presentarme a estas horas.
—No es que madrugue… ¡Es que no duermo! —resumió don Marcelino con un gesto de fastidio, mientras se aproximaba lentamente a la puerta de salida—. Eso sí, deberá usted llevarme hasta la iglesia en su coche, porque yo ya no puedo llegar caminando hasta allí.
—Por descontado, don Marcelino. Faltaría más.
—Y tendrá usted que aportar una ayuda para el sostenimiento de la iglesia, claro está —también me advirtió, aclarándome con mucho énfasis que él no se quedaba con nada de las donaciones que se recibían.
—Ningún problema, don Marcelino, descuide.
No fue fácil introducir al anciano en el coche, dada su torpeza de movimientos, cada uno de los cuales iba acompañado de un tenue quejido. El camino hasta el antiguo monasterio fue muy breve, pero la operación de salida del coche no fue más sencilla que la de entrada. Una vez que se recompuso al aire libre, extrajo del bolso de un sucio chaquetón que le colgaba de los hombros una enorme llave de hierro, que utilizó al principio como una suerte de puntero con el que ubicar sus indicaciones.
—Estos despojos que ve usted por aquí entre los matorrales fueron en su día un gran monasterio en el que se estudiaba latín, filosofía y teología.
—Ya, como en tantos otros… —le seguí en sus argumentos, y también le iba siguiendo en su andar oscilante y trabado, hasta que llegamos a las sencillas arquivoltas románicas que protegen la entrada principal de la iglesia. Allí se detuvo para abrir la puerta, volteando con dificultad su vetusta llave.
—¡Fíjese usted en ese Cristo crucificado! —me advirtió nada más entrar, y dirigió la llave hacia una hermosa talla románica de madera que colgaba del arco del triunfo, con su apacible rostro abatido a la derecha— ¿a que usted nunca ha visto algo igual?
Yo no tenía ninguna gana de contradecirle, pero no pude evitar el recuerdo del crucificado que pende de unas cadenas en el presbiterio de la iglesia de Hospital, en las tierras lucenses del Incio, que tanto me impresionó en su día y que reaparecía casi duplicado en esta iglesia.
—¡No creo que sea tan prestoso como éste! —resolvió don Marcelino, sin dar mucha ocasión a la controversia.
La basílica era recia, pero un pelín tosca, como anuncia desde la fachada la aparatosa espadaña que se levantó sobre la portada románica; nada que ver, mal que le pesara a mi guía, con la refinada elegancia marmórea de la iglesia de Hospital.
—¿Sabe usted que aquí venía a tomar las aguas el padre Feijoo?
Parecía cosa de encantamiento esa conexión, pero de nuevo me vino a la cabeza aquel rincón de Lugo, esta vez un poco más al norte, en la gran abadía de Samos, en uno de cuyos claustros se yergue la impresionante estatua del erudito benedictino asentado en su cátedra de sabiduría.
—Pues no lo sabía, no —le respondí con docilidad—. ¿Y por qué venía tanto por aquí?
—¡Pues porque no hay aguas mejores! —me respondió casi indignado don Marcelino— y, además, porque él vivía en Oviedo y le traía cuenta venir.
Don Marcelino era un cicerone un poco atípico. No alardeaba de la plúmbea erudición libresca limitada a un monumento que exhibe algún enamorado de su iglesia rural, de esos que se encuentran por ahí, y que reproduce de corrido párrafos enteros llenos de tecnicismos artísticos e insólitas anécdotas; ni tampoco se enredaba en disparatadas conexiones entre siglos, reyes y milagros. Se limitaba a cumplir una especie de mandato ancestral, que era facilitar las visitas para sostener la iglesia de su parroquia, en la que fue monaguillo de niño y junto a la que estaba enterrada su familia y descansaría él mismo no tardando. Y la información que transmitía era menos que la justa, presumiendo que alguna ciencia traería consigo quién hasta allí se había allegado con tanto interés en busca del monumento.
—Poco más aguantaré yo en esto. Y a ver quién viene luego —meditaba don Marcelino en voz alta, mientras recuperaba el resuello tras dar algunos fatigosos pasos.
Algo me contó del coro y de los pequeños retablos que se cobijaban en las naves laterales y en la cabecera de la iglesia. Antes de abandonar el templo, salmodió una oración en voz baja ante el crucificado que tanto me había ponderado al entrar.
—No creo que haya otro Cristo como éste en toda España —me aseguró antes de darle la espalda y avanzar arrastrando los pies de nuevo hasta la puerta de salida—, ni en todo el mundo.
Ya fuera de la iglesia, reparamos por un instante en el gran escudo del edificio anexo y luego nos internamos en lo que fue el claustro monacal, del que solo quedan en pie dos brazos que conservan su impecable arcada y los restos arrumbados de las celdas y otras dependencias.
Don Marcelino se detuvo de nuevo, otra vez exhausto tras caminar un breve trecho importunado por la maleza.
—Descanse usted un poco aquí, don Marcelino —le propuse con la mayor delicadeza posible—. No hace falta que me acompañe a ver el ábside, que hay que dar mucha vuelta. Además, quiero sacar unas cuantas fotos, si no hay inconveniente.
A don Marcelino la propuesta le pareció perfecta y tuve tiempo para hacer con tranquilidad todas las fotografías que me apeteció, dentro y fuera de la iglesia. Cuando volví, él ya estaba abandonando el claustro en dirección al coche, que había quedado aparcado frente a la fachada del templo.
—Un sitio maldito —dijo el anciano, como hablando para sí.
—¿Maldito? —me sorprendió mucho aquel apelativo— ¿Lo dice usted por su estado de abandono?
—Sí, maldito —insistió don Marcelino—. Manchado para siempre con la sangre inocente de un crimen.
Temiéndome una abigarrada leyenda medieval, a punto estuve de despreciar lo que acabó siendo el punto de inflexión en nuestras investigaciones. Pero en vez de callar y proceder sin más al complejo embarque de don Marcelino en el coche, no pude reprimir, por suerte, un necio comentario de relleno:
—Algún anónimo monje siniestro que envenenaba a sus compañeros de abadía…
—Ni monje ni anónimo, aunque sí siniestro; un malnacido con nombre y apellidos: Eutiquio Ramírez Sandoval, sacerdote de la CNT, que espero que ahora mismo se esté abrasando en lo más profundo del infierno.