lunes, 5 de febrero de 2024

Capítulo XVIII: Purple Rain


Hasta yo mismo me sorprendí de la dureza con la que acusé el golpe. En realidad, aparte de alguna torpe ensoñación, nada podía hacer pensar que Elvira me debiera la menor fidelidad. Yo creo que no eran celos ni nada semejante, era un agudo sentimiento de desamparo ante nuestra radical e insobornable soledad en este mundo. Algo me había hecho pensar que Elvira pudiera ser el otro metal fundido que completara esa aleación indestructible por la que todos suspiramos para pelear unidos contra el destino. Tal vez lo que no me dejaba conciliar el sueño era el escarnio que había sufrido otra vez mi candorosa ingenuidad.

A eso de las cuatro de la mañana, Andrés y Marcial dormían profundamente, el primero con estrépito. Fuera de ese sonido, en La Posada no se había sentido ningún otro desde que nosotros llegamos, con lo que Elvira andaría por vete a saber dónde. 

Me empecé a encontrar muy mal, insomne y asaltado por oleadas de oscuros pensamientos, cada cual más hosco y desesperanzado. Así que me vestí con cautela para no tener que dar explicaciones a mis compañeros de habitación y abandoné discretamente la pensión. A pocos metros de ese lugar teníamos aparcado el coche y hasta allí encaminé mis pasos, sin tener muy claro si hubiese preferido encontrarme o no a Elvira por el camino.

Una vez en el coche, arranqué y me dejé llevar. 

Bajé la ventanilla y subí el volumen de la música hasta casi el máximo. Siempre he confiado en las propiedades terapéuticas de algunas canciones, por lo que puse en bucle Purple Rain de aquel artista llamado Prince y me interné por la tupida red de carreteras rurales que atraviesan el concejo de Tineo. Cada vez que escuchaba el solo de guitarra con que se inicia ese himno para melancólicos me asaltaba la punzante nostalgia de lo no vivido; pero como sucede con las ondas que levanta una piedra arrojada sobre la lisa superficie de un lago, a la primera le sucede una secuencia cada vez más atenuada. La lluvia púrpura había conseguido sofocar un poco el incendio en mi interior y pensé que lo mejor, después de todo, sería entregarse sin restricciones a la búsqueda del rastro de Eutiquio Ramírez y dejar las cosas como estaban antes de conocer a Elvira. No hay nada más sólido en nuestras vidas que el absurdo que las señorea. 

Lo que no podía imaginar es que, tras casi dos horas vagando sin rumbo por la noche al albur de mis pensamientos, cuando fui a aparcar el coche, me encontrara con ella, que venía caminando sola, con paso quedo y vacilante, ya casi al lado del hostal. 

Detuve el coche a su altura y bajé el volumen. A esas horas no había nadie más en la calle, con lo que no fue necesario llamar su atención. Ella se acercó a la ventanilla y en un inglés que yo nunca le hubiera sospechado, entonó con mucha dulzura el arranque de la canción:

I never meant to cause you any sorrow 
I never meant to cause you any pain…

Sobre la marcha, cambié de planes. Ella, si me viera aparcar, me esperaría. Y haber entrado juntos a la pensión habría forzado una conversación incómoda o una ausencia total de conversación, más incómoda aún. Así que no mostré la menor intención de abandonar el coche.

—Dígales, por favor, a Andrés y a Marcial que voy a dedicar toda la mañana a mi dosis de monasterios. Ya son casi las seis y no me apetece acostarme otra vez. A unos diez quilómetros, siguiendo el Camino Primitivo, hay uno que me interesa mucho, el monasterio de Obona. Luego, sobre las dos de la tarde, podemos quedar a comer en El Refugio, si os parece bien. Bueno, sobre la marcha…

Aunque hice todo lo posible por evitar que aquello sonara a despecho, según lo iba diciendo ya sentía haber incurrido en el típico castigo que uno se infringe a sí mismo para lastimar a otro. 

—Vale —respondió ella con mucha más naturalidad—. Yo estoy agotada y tengo que dormir algo. Por cierto, he conseguido alguna información sobre Eutiquio, o algo parecido. Ya les contaré.

Y antes de seguir andando hacia La Posada, metió la cabeza por la ventanilla y me dio un suave beso en la mejilla. Desprendía un intenso olor a alcohol y tabaco, aunque yo nunca la había visto fumar. Casi al oído me susurró una explicación a todo lo sucedido aquella noche: 

—No dirá que no se lo advertí. 

Esperé a que ella entrara en La Posada y luego aparqué el coche casi en el mismo lugar en que lo había cogido. Alboreaba una mañana típica de septiembre, fresca, pero llevadera si se camina al sol. Di un largo paseo por el pueblo, hasta que me dejé arrastrar por el olor a pan recién horneado en una tahona en la que estaban cargando una furgoneta de reparto. No suelo prodigar estas osadías, pero estaba tan necesitado de un café con leche que me atreví a sugerírselo al chico que colocaba la mercancía en la furgoneta.

—Ya sé que es muy temprano, pero daría la vida por un desayuno como Dios manda. 

Me sonrió la fortuna. Al chico le debió parecer tan extraña semejante demanda a esas horas y de parte de un total desconocido que se empeñó en hacerla posible. 

—No abrimos hasta las ocho, pero ahí están desayunando mis padres. Igual tienes suerte —me respondió entre risas—. Yo me voy a hacer el reparto, pero entro y se lo digo.

Él dejó allanado el camino, porque sus padres no tuvieron el menor reparo en acogerme en el local una hora antes de su apertura y sentarme a la misma mesa en la que ellos estaban desayunando. La verdad es que el chosco de El Refugio no aventajó mucho a aquel café con leche servido en un gran vaso de cristal y acompañado de pan recién cocido, mermelada de frambuesa y mantequilla casera. 

Cuando les conté que venía de un pequeño pueblo de Burgos, me preguntaron, muy intrigados, qué me había traído por allí. En esta ocasión mantuve escondido a Eutiquio y les hablé del interés artístico e histórico que para mí tenía el monasterio de Santa María la Real de Obona.

—Está cogiendo mucho auge el Camino de Santiago Primitivo. Dicen que está menos masificado que el Francés —argumentó la panadera, que se vio obligada a aventurarse por los ignotos senderos de la cultura. 

—Sí, sí, eso tengo entendido, está usted muy bien informada —era mi manera de agradecer aquel espléndido desayuno que, además, se empeñaban en no cobrarme, porque les parecía que no entraba en los cánones regulares del servicio. 

Aún estuvimos un buen rato charlando, cómo no, de la decadencia del concejo, de los años de gloria, en los que la minería y la central térmica proveían de buenos sueldos que se notaban en un pueblo vivo, animado y pujante. Y mientras hablábamos de esas cosas, yo contemplaba a aquella pareja y especulaba en cómo habría sido su relación, cómo se habrían conocido, si eran dos esferas que rodaban separadas, o dos mitades de la misma esfera, como se diserta en el Banquete platónico. Si su relación navegó sin sobresaltos o tuvieron que sortear alguna que otra galerna en medio de la larga travesía. Si alguna vez ella volvió a altas horas a un hostal después de que la vieran bailar y besarse con otro hombre y él la sintió llegar y no le dijo nada.

—Por cierto —me informó el marido de repente—, en Obona servimos el pan nosotros. Creo que la iglesia la sigue enseñando Marcelino, un señor muy mayor que vive solo en su casa. Lo tendrá usted que llevar en el coche, porque la iglesia está un poco alejada y a él le cuesta mucho caminar. Pregunte usted por él, no tiene pérdida.

—Ah, pues muchas gracias. Aunque supongo que ahora será muy temprano…

—No se preocupe —me interrumpió la panadera—, yo creo que Marcelino nunca duerme. ¿Verdad, Antonio? 

Y los dos se echaron a reír con franqueza. Quién sabe. Tal vez eran de los que habían conseguido completar la esfera. 


Capítulo XIX: Santa María la Real de Obona

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