jueves, 1 de febrero de 2024

Capítulo XVII: Claudia Feathers Munny


—Si no les parece mal, para el trabajo de esta noche, Andrés y yo constituiremos una célula operativa y ustedes dos, otra —determinó Elvira justo antes de salir de la puerta de la pensión, bromeando con los ademanes propios de un espía de película. Supongo que también acusaba el abuso de la sidra y no debía de tener muchas ganas de mediar entre Marcial y yo como trofeo de caza. Seguro que Andrés le parecía un compañero de aventuras nocturnas menos gravoso, cuyos eventuales asaltos se podrían frenar con una apelación solemne a la memoria de Eutiquio Ramírez como única razón de aquel viaje. 

—A ustedes dos les sugiero que busquen información en esos bares ubicados junto al sacrosanto altar de don Rafael.

Andrés no tardó en asentir entusiasmado y Marcial encajó con deportividad la ironía, aunque le costaba renunciar a su particular plan de ataque:

—¿A qué hora quedamos para poner en común el resultado de nuestras pesquisas?

—A ninguna —respondió con celeridad Elvira—. Mañana tenemos todo el día por delante, no me apetece comprometer la noche.

Desde luego, hay cosas que parecen mucho más factibles en abstracto, porque cuando entramos en el bar Centro, además del camarero al otro lado de la barra, que respondió a nuestro saludo con un marcado acento caribeño, sólo poblaban el bar cinco parroquianos, bien entrados en edad y que jugaban una partida de cartas con sombría cara de aburrimiento.

—Nos tomaremos una cerveza, Marcial —le propuse a mi buen amigo—; nadie dijo que esto iba a resultar fácil. A ver cómo nos las arreglamos para cumplimentar un informe satisfactorio…

Nos sentamos sobre dos banquetas junto a una larga barra de formica que mostraba las heridas de mil batallas. Decoraban la pared unos cuadros con distintos mapas en relieve (de España, de Europa, de Asia…) claveteados con multitud de chinchetas de colores. Su regente no se apuraba lo más mínimo. Fue tirando las cañas con lenta parsimonia, sin separar su mirada de un concurso de televisión.

—¡Veinte en espadas! —entonó una voz ronca con soniquete de letanía.

—¡Danilo, pon otra ronda! —uno de los jugadores, que lucía un bigotito blanco de ribetes amarillos, volvió su cabeza hacia el camarero sin desatender a sus cartas—. Paréceme a mí que hoy no ganamos ni la de la honra.

Aquel panorama tan poco propicio a la investigación criminal nos indujo a Marcial y a mí a charlar de otras cosas para ir pasando el rato. 

 —Para mí, Sin perdón es el Quijote del cine y debería acabar para siempre con el wéstern, como Cervantes acabó con las novelas de caballería.

—Las obras maestras de un género —coincidió Marcial— siempre lo sobrepasan. El Quijote es mucho más, muchísimo más que un libro de caballerías. Sin perdón es también muchísimo más que una película del oeste. ¡Qué hermosa es la épica de la derrota! Ulises acaba sin ninguna piedad con el selecto grupo de aristócratas que ha diezmado su hacienda y su memoria, para luego, coger un remo y adentrarse tierra adentro, solo y triste, hasta llegar a un lugar donde no sepan dar razón de qué es lo que lleva sobre el hombro. Will Munny, después de blandir su arco infalible (el Winchester con el que nunca marra un tiro cuando está borracho), se postra vencido ante la tumba de su esposa, también solo y desamparado.

—Y los dos, igual que nosotros ahora, se tienen que estimular con brebajes tóxicos para conseguir sus objetivos, uno con alcohol y otro con el extraño antídoto que le brinda una hechicera. El veneno les da superpoderes. No sé cuál es nuestra meta, Marcial, pero creo que necesitamos más cerveza. ¡Danilo, otro par de cañas!

Marcial alzó su vaso y me invitó a chocarlo con el mío: 

—¡Por Penélope y la anónima mujer de Munny!

—¿Cómo que anónima, Marcial? Brindemos por Claudia Feathers Munny, mi modelo perfecto de mujer. Una proyección idealizada de todas las virtudes, que nada podrá ya contradecir, porque reposa bajo un modesto túmulo de tierra, a los sones de una melodía melancólica y entre las últimas luces del crepúsculo. Ya solo cabe adorar su memoria hasta el fin de los tiempos…

—¡Cuánto daño ha hecho Platón a este mundo, Danilo! —exclamó Marcial interpelando directamente a aquel abúlico camarero, mientras chocábamos nuestros vasos—. Danilo ensayó con desgana una sonrisa de compromiso, acomodado de nuevo en el rincón de la barra desde el que seguía muy atento el desarrollo del concurso.

—Juan, antes de cambiar de altar en el culto a don Rafael, debemos cumplir con nuestro deber —siempre me sorprendieron los rápidos efectos que obraba el alcohol sobre Marcial, que con la sidra de la tarde y las dos cañas en el bar Centro ya empezaba a desatarse:

—¡Danilo, dinos todo lo que sepas de Eutiquio Ramírez Sandoval!

—¿Sobre qué cosa? —respondió éste sin inmutarse.

—Eutiquio Ramírez Sandoval, Danilo. 

—La primera vez que oigo semejante nombre, señor. Ya ve usted que yo no soy de por aquí… Pregunte a alguno de esos de la partida, si acaso.

Marcial, sin embargo, dio por cumplido el expediente indagatorio y con esas nos encaminamos al siguiente bar, que no pudo ser el mesón Cervantes, que llevaba unos meses cerrado. En realidad, el altar de don Rafael no podía encontrarse en un estado más deplorable. El famoso balcón del discurso estaba cegado con un tablero de contrachapado. Debajo, un portón que cerraba lo que había sido en otro tiempo el despacho de billetes de ALSA lucía también de lo más cochambroso.

Marcial se quedó mirando el medallón y reprodujo con voz ceremoniosa la inscripción que aparecía a su pie: 

«El amor a la patria me decidió a ponerme a la cabeza de los dignos españoles que despreciando los cadalsos juraron libertad o muerte…»

—Lástima que le tocara muerte.

Atravesamos la carretera y en una de las calles que escalan hacia la iglesia vimos un pequeño bar abierto, La Griega, con dos barriles que hacían de mesa y un cartel que limitaba el aforo a doce personas. 

—Muchas me parecen para meterlas aquí —me susurró Marcial ya en el interior.

En todo caso, y contando a la camarera, una señora rubia de unos cincuenta años que estaba dando cuenta de una cerveza mientras ojeaba distraída La Nueva España sobre uno de los barriles, había sitio para otros nueve. 

—¿Un minuto para una caña? —suplicó Marcial con una sonrisa. 

—¡Cómo no! —contestó ella—. Ya veis cómo anda el negocio. 

Cumplimos con el protocolo de preguntar por Eutiquio Ramírez Sandoval, sin ningún éxito, como cabía esperar, y luego la conversación fue a dar al inevitable lugar común de la decadencia del pueblo. 

—Y ahora, por si fuera poco, cierran la térmica… Ya no nos quedan más que las vacas —salmodiaba quejumbrosa la propietaria del bar—, y cada vez menos. 

Es verdad que el pueblo tenía ese triste aspecto de los lugares rechazados por la prosperidad. Muchos establecimientos cerrados, edificios abandonados a su suerte, alguno de ellos con ínfulas de ciudad, como una espantosa torre cerca de la plaza del ayuntamiento adornada con unas placas anaranjadas a punto de desprenderse.

La conversación la interrumpió la silueta de Andrés, al que vimos atravesar solo, calle abajo, el espacio que enmarcaba la puerta.

—¡Se ha enrollado con un tío! —fue la sorprendente explicación que nos dio casi antes de preguntarle qué tal les había ido a los dos y por qué se retiraba tan pronto y sin la compañía de Elvira. 

Apesadumbrado, como si no hubiera cumplido bien con su responsabilidad de custodia, se trataba de justificar: 

—Entramos en una discoteca, «U4», creo que se llama. Mientras yo estaba preguntando a una pareja al otro extremo de la barra, debió conocer a ese tipo. El caso es que cuando volví con ella me dijo que no me preocupara, que ella ya había encontrado plan para la noche y que nos veríamos mañana. 

Marcial y yo nos quedamos tan atónitos que no supimos qué más decir. Estábamos completamente seguros de que Andrés no se hubiese separado de Elvira salvo razón de fuerza mayor, así que tal vez fuera mejor omitir los detalles. 

—¿Habíais bebido mucho? —le pregunté yo, tratando de encontrar una salida a la desesperada para todos mis temores.

A él se le notaba dolido y sin muchas ganas de hablar, así que en su respuesta quiso acabar con cualquier esperanza de malentendido: 

—Los dejé bailando muy juntos, besuqueándose en medio de la pista. 

—Ya ves Juan —Marcial siempre aguantaba mejor el tipo en estos trances—, Elvira nos ha salido aristotélica.


Capítulo XVIII: Purple Rain

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