En Tineo nos alojamos en la pensión La Posada, para cuya elección, además de su módico precio, fue decisiva su nomenclatura, pues Andrés sintió una irresistible simpatía por un negocio que compartía denominación con uno de los establecimientos de Castrojeriz en los que él trabajaba y que también estaba al pie de la ruta jacobea (en el caso de Tineo, el llamado «Camino Primitivo»). Tal cual se había acordado, Elvira ocupó ella sola una habitación con cama de matrimonio y Andrés, Marcial y yo otra, un poco más grande y con tres camas individuales apenas separadas entre sí. El local ofrecía un equipamiento básico, pero moderno y muy aseado.
No fue fácil contener las ganas de Andrés de asaltar ya con preguntas al primer transeúnte que topáramos por la calle, pero lo convencimos de que lo mejor era un paseo de reconocimiento para hacernos con el pueblo y cenar algo mientras organizábamos la búsqueda de información.
En unos minutos, sin abandonar la calle de La Posada, estábamos ya en el centro, frente al ayuntamiento, robusto edificio con un amplio atrio abalconado que señorea el espacio irregular de su plaza. Presenta ésta dos niveles, entre los que se inserta la oficina de turismo, y cierra uno de sus lados un antiguo palacete señorial convertido en hotel.
—Ya que estamos en Asturias —sugirió Elvira—, me encantaría tomar una sidra y comer alguna cosa típica de por aquí. ¿Qué os parece?
Yo sabía que, si la idea procedía de ella, tenía valor ejecutivo, así que propuse que diéramos cada uno una vuelta a nuestro aire por aquel entorno a ver si encontrábamos un sitio pintoresco para tomar una sidra. En cinco o diez minutos volveríamos a la escalinata del ayuntamiento con nuestros hallazgos.
Ni Andrés ni yo encontramos nada. Él no había podido resistir la tentación de abordar a una señora que tiraba del carro de la compra, a la que abrumó con preguntas sobre Eutiquio Ramírez, hasta que la buena mujer logró desembarazarse de él. Yo, por mi parte, no pude evitar detenerme a curiosear el escueto escaparate de uno de esos especímenes de librería rural que tanto me fascinan, en una de las calles colaterales al edificio del ayuntamiento. Marcial y Elvira, sin embargo, habían hecho sus deberes.
—Tienen que ver ese rincón de la plaza, es fantástico —Marcial parecía venir de exhumar la piedra Rosetta—. Un pequeño atrio triangular con un par de bares. Pero lo mejor es que el vértice del triángulo, achaflanado, lo cierra una balconada en la que luce un medallón con la efigie de Rafael del Riego. Parece ser que el preboste liberal era de por aquí y que, justo en ese lugar, pronunció un emocionante discurso. Todo un santuario laico.
—Y ese tal Rafael es el que nos va a servir la sidra, ¿verdad? —protestó Elvira, sacando a pasear su insobornable sentido práctico—. En la parte baja de la plaza, un poco más allá de la oficina de turismo, he visto una especie de pasadizo con un letrero arriba que pone «Sidrería El Refugio». Tiene unas mesas al aire libre y una vista preciosa de la parte baja del pueblo y de los típicos prados asturianos. Si Andrés y Juan no han encontrado nada mejor, admito felicitaciones.
—Rafael del Riego, Elvira —bromeó Marcial—, el padre del liberalismo español. ¡Cuántas veces tendremos ocasión de homenajearlo en su pueblo, en el mismo lugar en el que pronunció su discurso! No mucho después lo ahorcaron en la plaza de la Cebada como a un perro.
—Vale, vale… —tercié para poder cenar cuanto antes—; le dedicaremos a don Rafael el primer culín de sidra.
Y eso hicimos. Tras unos teatrales «¡Por don Rafael!», sentados en una mesa al aire libre, arrullados por el plácido sol de septiembre, nos aplicamos a un delicioso embutido que por allí llamaban chosco, al que empujamos sin parar con sidra y recia hogaza de centeno.
En la vida percibimos pequeños fragmentos de eternidad, esos que se desvinculan del tiempo y el espacio y nos sugieren un estado de plenitud estático, sin desarrollo, porque todo se ha conjurado para esconder las miserias que nos acechan al paso del tiempo: el bienestar de la temperatura exacta, la mortecina luz del atardecer que se filtraba entre las negras ondas de la melena de Elvira, la leve acidez y frescura de la sidra, que Andrés se había empeñado en escanciar protestando su condición profesional de camarero, el sentimiento de despreocupación y euforia, de intensa camaradería en aquella expedición sin propósito claro… Todo ello lo resumió Andrés a su manera, tras dar cuenta del primer culín de nuestra cuarta botella de sidra:
—¡Asta de toro bravo! —exclamó, con una especie de unción eucarística, tras saborear el dorado licor.
—Me quedaría sentado en esta silla para siempre —yo también me sentí obligado a homenajear a aquel momento, aunque recelo de los espejismos y me pareció prudente ir desactivando el sortilegio—. Pero caerá la noche, saciaremos nuestra hambre y nuestra sed, cerrará la sidrería y, lo que es peor, el lunes estaremos cada uno encadenados otra vez a nuestro trabajo.
—¿Y por qué es usted tan cenizo? —objetó Elvira—. Yo, si tengo veinte minutos de felicidad, los apuro hasta la última décima de segundo. Y en este preciso momento, como mínimo, queda media hora para que se oculte el sol, así que, Juan, no me fastidie… ¡Camarero! —y lanzó un guiño a Andrés más efectivo que el alarido de un centurión—, ¿me obsequiaría usted con otro culín de sidra?
Y así fue, alargamos nuestra estancia en el paraíso esa media hora más, y yo he tratado de atesorar para siempre aquella tarde en algún cofre indeleble, ajeno al curso de los años y a las salvajes acometidas de la vida, al que puse una etiqueta parecida a las que pretendían hacer inventario de todas las arenas del mar: «sidrería el Refugio de Tineo. Un atardecer de septiembre».
—¿Sabéis lo que significa «Eutiquio»?
—Tardaba usted en desenfundar el diccionario etimológico —bromeó Marcial.
—«El que tiene buena suerte», como nosotros ahora…
—Sí —asintió Andrés—, casi vencido por la sidra. Como nosotros ahora…
—¿Haría honor a su nombre nuestro Eutiquio Ramírez Sandoval? —dejó flotar en el aire Elvira, devolviéndonos poco a poco a la dimensión espacio temporal que habíamos abandonado hacía casi dos horas—. Les recuerdo que hemos venido a investigar su historia y que necesitamos un plan concreto para esta noche.
—¡Eso digo yo! —resucitó de súbito la conciencia hermenéutica de Andrés de entre el sopor del alcohol y la digestión del chosco— ¡A ver si no nos olvidamos de para qué hemos venido!
—Pero eso no es incompatible, mis queridos conmilitones, con un café en la terraza del bar Centro, en el triángulo consagrado a la memoria del general —Marcial sabía exasperar con elegancia a Andrés, que empezaba a lamentar como desaprovechadas las dos horas en El Refugio y a quien ya sobrevenía una gran impaciencia por encontrar más información sobre Eutiquio Ramírez Sandoval.