A Andrés, cuando hizo cuenta de los gastos que nos iba a suponer el viaje a Tineo, le dio un arrebato ahorrador y nos obligó a esquivar la autopista del Huerna, así que nos encaminamos por la vieja nacional de Pajares. Antes de acometer el puerto, hicimos la primera parada del viaje en Busdongo, para convertir la hucha del peaje en una sabrosa ración de cecina en el comedor de Casa Maragato, que atesora una muestra de las arenas de todos los mares en pequeños tarros de cristal.
—Me cuesta creer que cada uno de esos tarros contenga arena del lugar que figura en la etiqueta —comentó Elvira, como para hablar de cualquier cosa, mientras dábamos cuenta de unas sabrosas lonchas de cecina servidas en papel de estraza.
—Es la típica afección por completar lo universal, cuando todo el mundo sabe que eso no es posible —Marcial no podía dejar de procesar cualquier comentario en su máquina de troquelar ideas—. Pongamos que el regente de este establecimiento (por cierto, y dicho sea de paso, de modales bastante asilvestrados) dedicara toda su vida y hacienda a recorrer el mundo en busca de una muestra de arena de todas sus playas. ¿Y si un volcán submarino hace emerger una isla en medio del Pacífico y las olas van modelando una pequeña playa? ¿Esa nueva playa cuenta en el catálogo? ¿Y si fuera al revés, es decir, si la lava de un volcán hace desaparecer una playa hasta entonces existente? ¿Debería su arena ser mantenida o eliminada del catálogo? Me sorprende esa obsesión por querer congelar el dinamismo incesante del universo.
—¡Jobar, Marcial! —Elvira nos guiñó un ojo para desactivar el menor atisbo de acritud que pudiera conllevar el comentario—, si lo sé no digo nada.
Andrés, a quien aburría toda cultura no rimada, emocionado por estar ya un poco más cerca de su objetivo tras llegar a Asturias (no había quien se lo sacara de la cabeza, a pesar de nuestra insistencia en asegurarle que hasta Pajares aquello era todavía León), dio por terminada la comida y se dirigió a compadrear un poco con su colega de profesión, el gobernante de aquel pintoresco híbrido entre bar restaurante y tienda, mientras nosotros aguardábamos por el café. Como era de esperar —él nunca perdía de vista su diana, por muy descontextualizada que estuviera—, tras algún lugar común sobre la dureza del trabajo de camarero, no tardó en sacar el tema.
—Por aquí pasarán muchos de Tineo —le dejó caer al regente, que, atareado en ordenar la mercancía de la tienda, no le prestaba mucha atención.
—De Tineo y de todos los sitios —masculló aquel hombre sin ni siquiera mirarlo a la cara.
—Ya, pero particularmente los de Tineo, si quieren ir a Madrid, Burgos o Valladolid —insistía Andrés—, tendrán que pasar por aquí.
El tendero ahora sí que volvió su rostro, una cara ancha surcada por multitud de hilillos amoratados, porque empezaba a pensar si no se estarían burlando de él.
—Ahora les pongo los cafés —cortó con sequedad, dejando claro que no tenía el menor interés en seguir aquella conversación.
Andrés volvió al comedor a curiosear los tarros de arena, mientras Marcial seguía argumentando lo insensato del empeño en culminar cualquier objetivo sometido a la variabilidad. Y ponía de ejemplo el afán por leer toda la obra de un autor.
—¿Y si dejó escrito algo en un cajón que nadie conoce? ¿O si dio alguno de sus escritos al fuego? ¡Esa ansia de totalidad es fatal, otra de las múltiples entregas de la funesta herencia de Platón!
En el comedor estaban ocupadas cuatro mesas. La nuestra, otras dos que acaparaba una sola familia, con tres niños pequeños que no paraban de revolotear por todo el comedor, y una más a la que estaba sentado un señor mayor, que había dado cuenta de su comida hacía un buen rato y saboreaba a pequeños sorbos un vaso de licor café. Cuando Andrés se acercó a su mesa, en la inspección que iba haciendo de los tarros de arena, éste le hizo una señal para que se aproximara.
—Espero que no le incomode, pero antes le he oído hablar de Tineo. ¿Es usted de por allí?
Andrés perdió de inmediato todo interés por las arenas y tomó asiento frente al anciano.
—No, no somos de allí. Vamos de viaje a Tineo porque estamos buscando a una persona.
—Ah —comentó el señor—, pues resulta que yo soy de allí. Mire qué casualidad. Y, si no es indiscreción —añadió—, ¿se puede saber quién es esa persona a la que están buscando?
Andrés, que aún no daba crédito a la oportunidad que le brindaba el azar, acercó su rostro un poco más al del anciano.
—¿Ha oído usted hablar de Eutiquio Ramírez Sandoval?
La alusión provocó en el interlocutor de Andrés un levísimo gesto de contrariedad. Estaba claro que no le era ajena esa referencia, pero también que no era un tema de su agrado.
—Sí, sí he oído ese nombre, pero de un paisano de los tiempos de la guerra.
Andrés levantó los párpados cuanto pudo y agarró instintivamente con su mano izquierda el borde de la mesa. No estaba dispuesto a soltar ese hilo hasta atravesar con su espada al Minotauro.
—Ese, ese. Ese es el que nos interesa. Bueno, queremos saber si tuvo algún hijo y dónde vive.
—No sé, no sé —al viejo, definitivamente, no le hacía gracia hablar del asunto—. Son cosas de la guerra, se hicieron muchas barbaridades… Los unos y los otros. Bueno, eso se dice, que luego habría que mirar si es verdad.
—Yo lo que quiero saber —a Andrés no se lo quitaba uno de encima así como así— es si Eutiquio tuvo algún hijo y dónde vive. Porque el hijo, que tal vez se llame también Eutiquio, ahora sería un señor de ochenta años más o menos.
—La verdad es que yo no sé gran cosa. Ya le he dicho que he oído que estuvo metido en aquellos jaleos de la guerra, pero lo debieron coger y no se supo más de él. No tengo ni idea de si tuvo algún hijo o no. Yo era muy niño entonces —el anciano, cada vez más esquivo, comenzó a hacer ademán de retirase de la mesa, así que Andrés pidió refuerzos.
—¡Elvira! Este señor es de Tineo y sabe algo de Eutiquio… Vengan a ver qué dice.
El pobre hombre, que se vio de repente acorralado en su mesa por cuatro personas y atosigado por el afán inquisitivo de Andrés, se levantó con toda la intención de marchar.
—Me gustaría hablar con vosotros —nos dijo a los cuatro—, pero tengo un viaje largo hasta Madrid. Ya soy mayor y me gusta hacer los viajes con la luz del día, porque cada vez me cuesta más conducir. Esto de hacerse viejo es una puta mierda —y enfatizó el «puta mierda» como un ariete para romper nuestra barrera física.
Fue Elvira quien le abrió paso, mientras hacía un último intento por sonsacarle algo más de información, envolviendo la pregunta en su hipnótica sonrisa:
—¿Y a quién nos aconseja usted preguntar en Tineo por Eutiquio Ramírez? ¿Quién nos podría informar?
—Mira guapa, yo os aconsejo que no remováis mucho esos asuntos. Son cosas que pasaron hace muchos años y que no tiene sentido darle muchas vueltas. Casi todos los que vivían entonces están muertos —y salió con toda la presteza de la que era capaz por la puerta de Casa Maragato, para ponerse al volante de un Audi negro.
Andrés lo siguió hasta el coche, pero no sacó de él ni una palabra más. Aquel buen señor, ya francamente malhumorado, arrancó y salió con una precipitación impropia de su edad.
—¡Estoy deseando llegar a Tineo! —exclamó Andrés en voz alta cuando volvió a nuestro lado, muy excitado por haber sentido tan cercano el aliento de Eutiquio Ramírez Sandoval.