La primera quincena de septiembre el trabajo me permitía aparecer por el pueblo a la hora de comer. Luego, después de tomar un café en el Teleclub y aprovechando las apacibles tardes otoñales, me gustaba dar un largo paseo. Y, aunque últimamente le había cogido afición a la ruta de la fuente de La Pedraja, mi destino favorito siempre fue cualquier caminata que incluyera una ascensión al Aro.
El Aro es un otero pedregoso que resume la ancestral espiritualidad de Pedrosa: sobrio, grave, ascético. Parece una gota gigante de yeso y matorral que hubiera pingado del cielo, justo antes de aplastarse contra la tierra. Supone la última resistencia de los páramos a la infinita llanura de Tierra de Campos, como un soldado aturdido que se hubiera extraviado en campo enemigo tras el fragor de la derrota. Allí permanece siempre, asolado por todos los vientos, que pugnan, con la lluvia y la helada, por irlo raseando con el paso de los siglos. El eterno telón de fondo de nuestra efímera existencia.
Hacía allí me encaminaba, cuando percibí la voz de Marcial tras de mí:
—Espere, Juan, que voy con usted.
Hacía algunos años que habíamos plantado un poste de teléfono en la cima de aquel altozano. Fue una de esas raras declaraciones de descreimiento del Comité Anti Misas, cuyo guía espiritual había sido Marcial. En el primer intento, un fuerte viento racheado nos impidió erguir el palo, así que lo dejamos allí para otro día. En la segunda tentativa, nos lo encontramos convertido en cruz, porque alguien se había tomado la molestia de ajustar un travesaño con unos potentes tirafondos. Además, había rehundido en casi el doble la profundidad del agujero en el que iba a asentarse el madero, para que así aguantara mejor los embates de la ventisca. Nos pareció una paradoja tan hermosa aquella inopinada metamorfosis, de solemne pronunciamiento de ateísmo a ingenuo acto de fe, que no tuvimos la menor duda en alzar aquel poste convertido en cruz.
—Todavía me pregunto quién sería el activista católico que convirtió la cucaña en una cruz —bromeaba Marcial alzando la vista a la cumbre del Aro—. Y es que aquel tronco, en su vida anterior, se había degradado de árbol a poste telefónico y, en unas fiestas patronales, de poste telefónico a cucaña embadurnada de grasa.
Abandonamos la carretera de Itero para coger el camino conocido como de Trasdelaro, que, si se apura, va a afluir a la Senda Jacobea, por donde bajan hacia la fuente del Piojo los peregrinos que, poco antes, han ascendido con fatiga la cuesta de Mostelares. Resulta emocionante, andando sin rumbo por aquellos caminos anodinos, poner pie de repente en la milenaria ruta de las estrellas. La subida al Aro por la espalda, si la cara es la ladera que mira a Pedrosa, resulta más llevadera, pues asciende bastante más tendida. La idea era seguir luego por los otros dos cotorros y llegar, si el tiempo no se nos echaba encima, hasta Castrillo Matajudíos y de allí retornar a Pedrosa por el camino de Carrecastrillo. Tres horas o tres horas y media, a buen paso.
Al tiempo que subíamos, Marcial me obsequió con una de sus peregrinas reflexiones:
—He estado esta mañana en el mercado de abastos de Burgos. Resulta llamativo, Juan, que, aunque es evidente que cada vez que vas nunca coinciden por allí las mismas personas ni dicen lo mismo, el sonido general que produce todo aquel coro informe es idéntico. Mientras esperaba a ser atendido en un puesto, cerré los ojos y traté de memorizar esa compleja polifonía. Estoy seguro de que, cuando vuelva la semana que viene, la melodía de fondo será la misma, la que emite la plaza de abastos como colectivo, por mucho que cambien los instrumentistas.
—Ya, Marcial… ¿y qué me quiere decir usted con eso?
Marcial se detuvo en el curso de la subida, para dar más énfasis a su contestación:
—Pues que lo veo claro, Juan; lo poco o nada que pintamos las personas tomadas una a una. Lo contingentes, lo evanescentes, por no decir lo ridículas que somos.
—Lo que me sorprende es que tuviera usted otras expectativas —le repliqué—. Contingentes, evanescentes, ridículas y, lo que es peor, innecesarias. La melodía de fondo no se resiente por que falte un corista.
Cuando llegamos a la cima reparamos en la base del madero, muy maltratado por la intemperie, que lo iba talando con suma paciencia.
—No creo que este palo aguante mucho —pronostiqué—. Ya ve usted, otra contingencia más destinada a evanescerse por el sumidero de la eternidad.
Un poco más abajo, mirando hacia Peñalada, campea un gran pedrusco, como recostado en la declinación de la ladera. Pareciera el raigón de una muela caliza, si el Aro fuera el rostro de un coloso abatido. Ofrece una superficie rectangular y más o menos lisa, para lo que puede esperarse de este tipo tan informe de piedra que se da por aquí, horadada por doquier y de entornos caprichosos. Años atrás había subido yo con un bote de pintura negra, un grueso pincel y el atolondramiento propio de un enamorado juvenil para proclamar allí mi identificación plena con las desventuras de Catulo: Odi et amo, quare id faciam, fortasse requiris. Nescio, sed fieri sentio, et excrucior («Te odio y te amo. Cómo puedo hacer tal cosa, quizá te preguntes. No lo sé, pero siento que es así, y me desgarro»).
Marcial escrutó con detenimiento la piedra.
—¡Es increíble! No queda ni un pequeño rastro de la pintura. Absolutamente nada.
—Toda una metáfora, ¿no le parece?, de las pasiones humanas.
—Y, sin embargo —y aquí Marcial comenzó a hablar de un tema más delicado, tal vez el que le había hecho subir conmigo hasta el Aro—, parece que vuelven otra vez el pincel y el bote de pintura…
—No, Marcial, no. Creo que esta vez es más preocupante. Ya no se trata de endechas de amor bajo el balcón ni pasiones atormentadas que, en el fondo, eran el fin en sí mismas. Es otra cosa.
Nos habíamos sentado sobre aquella gran piedra, sintiendo al costado la lene caricia del sol de septiembre. Marcial mordisqueaba una hebra de tomillo que había desprendido de su tallo, hasta que la escupió lejos de sí, para decirme, no sé cuánto en broma y cuánto en serio, que no reconocía jurisdicción alguna sobre Elvira.
—Espero que no se tome a mal mi candidatura. Hay imperativos hipotéticos imposibles de eludir.
Aunque era de temer una actitud así por su parte, no pudo dejar de incomodarme. Alegando cualquier excusa, le propuse bajar directamente del Aro, posponiendo para otro día la versión completa de la ruta. Él estuvo muy de acuerdo, porque ya tenía hecho todo el trabajo que se había propuesto para el camino y seguir andando juntos otro par de horas no era una buena idea. El descenso lo hicimos casi en silencio, hasta que llegamos al pueblo, donde, antes de despedirnos, no pude evitar una incómoda referencia a lo dicho arriba:
—No habrá olvidado usted lo que ella nos obligó a juramentar el otro día, por no hablar de la exhibición del Alaska o de sus radicales cambios de humor. Igual nos estamos enamorando de Alejandra Vidal Olmos.
—Igual… —se limitó a responder Marcial, antes de desaparecer por la calleja del moral.