—Les advierto una cosa —Elvira abandonó de repente el tono festivo que había mantenido hasta ese momento y sus ojos azules se enfriaron para templar aquel acero—. No interpreten nada de lo que yo pueda decir o hacer como un indicio de atracción amorosa; yo no me enamoro de nadie. Lo digo para evitar malentendidos.
Hasta ese momento habíamos dedicado la conversación a ponernos al día. Ella aseguró, sin el menor atisbo de duda, que aquel era el trozo de cuerda que había vendido al anciano. Tanta seguridad en su respuesta emocionó a Andrés, al que parecía que ya le encajaban todas las piezas. Por nuestra parte, informamos a Elvira de lo que había averiguado Jesús Borro sobre el otro Eutiquio Ramírez Sandoval, un anarquista asturiano que —dejamos caer con prudencia Marcial y yo para no contrariar demasiado a Andrés— nada tenía que ver con la persona que ella había conocido. Supo entender entre líneas que el viaje a Asturias, cediendo a las disparatadas intuiciones de nuestro amigo, era una especie de acto de desagravio por haberle ocultado el hallazgo de la cuerda. Ella seguía divertida nuestros razonamientos, tratando de no perder el hilo de un relato tan disperso, hasta que yo le propuse venir con nosotros a Tineo. Es entonces cuando nos lanzó aquella gélida advertencia.
Su semblante serio y el brusco cambio de su tono de voz confundieron a Andrés, que aplazó para otra ocasión el recitado de la poesía que, en alabanza de su belleza, traía escrita en un papel. A mí también me hizo mella aquella inopinada trasformación, después de habernos entregado hasta entonces su franca sonrisa a borbotones. Un brusco cambio de humor, como el que había tenido en el bar Alaska, que le mudaba el semblante. Sólo Marcial supo encajar sin mayor turbación aquella dura brida a nuestras ensoñaciones y no dejó que un espeso silencio empeorase las cosas.
—Querida Elvira. Nadie le va a pedir más de lo que ya nos da. No tenga cuidado, su belleza, su sonrisa, su simpatía y amabilidad serán interpretadas como un don inmerecido y gracioso del que nosotros disfrutamos. Yo, y creo hablar en nombre de los tres, no albergo otra ambición que la de recibir con ánimo agradecido y sin ninguna exigencia lo que usted nos brinde. Permita que nos enamoremos, tal vez no haya otro remedio, pero le aseguro que nunca reclamaremos correspondencia, al menos en cuanto a mí se refiere.
Antes de que nos diera tiempo a Andrés y a mí a mentir con la misma sutileza, Elvira levantó su jarra de cerveza y nos invitó a brindar.
—¡Queda dicho, amigos míos!
—¡Queda dicho! —repetimos los tres al unísono, y el tintineo del cristal se extendió por toda La Mejillonera, que estaba casi vacía en ese momento.
—Entonces… —me atreví a preguntar— ¿viene usted con nosotros?
—Por supuesto —y Elvira volvió a su tradicional sonrisa— ¿quién les podría asesorar sobre cuerdas de cáñamo natural mejor que yo? Eso sí, ahora me tienen que contar cuándo y cómo iremos y, sobre todo, para qué.
Juan lleva el coche —se apresuró a asegurar Andrés, tomando las decisiones por su cuenta y sobre la marcha—. Salimos el viernes, día doce. Sobre las ocho de la mañana la recogemos a usted en Palencia y de allí tiramos para Asturias, unas tres horas y pico o cuatro, si paramos a tomar algo por el camino. Nos alojaremos en la pensión más barata que haya en el pueblo. El domingo, después de comer, nos venimos para casa, pasando por Palencia, para dejarla en casa. Por supuesto —siguió Andrés dedicando a Elvira una mirada delicuescente— usted gozará en la pensión de habitación individual, porque nosotros podemos dormir los tres juntos.
—¡Muchas gracias! ¡Qué considerado! —Elvira, a la que divertían los intentos de Andrés por sobreponerse a la empalizada que había levantado hacía unos minutos, casi no podía contener la risa—. O sea, que tengo que pedir el viernes libre… Espero que no haya problema. Bueno, y una vez allí, ¿cuál es el plan?
—Creo que lo mejor —siguió improvisando Andrés— será ir por los bares del pueblo y entablar conversación con los vecinos, sacando con mucha discreción el tema de Eutiquio Ramírez Sandoval, a ver qué podemos poner en claro. Sobre todo, si tuvo hijos y dónde están.
Marcial, al que había pillado por sorpresa semejante capacidad de planificación por parte de Andrés, añadió que él se encargaría del contenido cultural de la visita, porque no íbamos a pasarnos todo el tiempo investigando.
—Perdone usted —a Andrés no le hizo ninguna gracia aquel apunte, que tanto olía a iglesias románicas, monasterios y ruinas de castillos—. Allí vamos a obtener información, no a hacer turismo.
—A ver, Andrés —insistió Marcial—, lo uno no quita lo otro. Y ya que nos vamos a gastar un dinero, creo que deberíamos sacarle todo el jugo posible.
Andrés se negó en redondo a contemplar ninguna visita cultural en aquel viaje; si acaso, admitió, habría que informarse de si había alguna fiesta por los alrededores, porque eran también una ocasión muy propicia para recabar información.
—¡Otra ronda y una más de bravas! —le gritó Marcial al camarero—. Aquí hay mucha piedra que picar todavía y necesitamos combustible.
Elvira atendía fascinada a aquella dura negociación entre Marcial y Andrés, y yo no me cansaba de contemplar su negra melena, levemente ondulada, que se dejaba caer por debajo de los hombros. En el dedo corazón de su mano derecha tenía un discreto anillo dorado con el que golpeaba cada tanto la jarra de cerveza. Su mirada era clara, pero insondable, y sus labios mantenían una tenue sonrisa que invitaba a contemplarla sin cesar.
Supongo que Marcial percibiría mi arrobo y me despertó con un manguerazo de agua fría:
—¿Qué pasa, Juan? ¿Usted no tiene nada que decir?
—El plan me parece genial —acerté a responder, en un aterrizaje forzoso sobre aquella mesa de La Mejillonera—. Yo daría prioridad a la investigación, pero supongo que tendremos tiempo para alguna visita cultural.
—No estoy tan seguro —insistió Andrés—, así que propongo que yo sólo participe de la investigación y ustedes, si les sobra tiempo, lo malgasten en alguna ermita arruinada. Usted, Elvira, ¿qué opina?
—Si me lo permiten, creo que, hagamos lo que hagamos, no podemos dejar de investigar. Por ejemplo, si vamos a ver alguna iglesia románica, mencionaremos a Eutiquio Ramírez Sandoval a la persona que nos la enseñe, porque no sólo en los bares puede sacarse información. En todo caso, no tenemos por qué ir juntos siempre, podemos dividirnos ocasionalmente y abarcar así mucho más terreno.
Aquel planteamiento de Elvira (aún no estábamos en condiciones de contradecir nada que ella propusiera) nos pareció a los tres un excelente punto de partida, que iríamos perfilando en los seis días que quedaban hasta realizar nuestro viaje. A mí, particularmente, me empezó a seducir la idea de aquella expedición a un sitio tan concreto con un propósito tan vago y llevar la compañía de aquellos dos grandes amigos, uno totalmente convencido, sin la menor apoyatura racional, de la utilidad del viaje y el otro disfrutando, precisamente, de lo absurdo e ilógico de aquella ocurrencia. Y si a todo ello sumamos la presencia de Elvira, pocos peregrinajes, en nuestra breve historia, podrían rivalizar en atractivo con aquél.
—Por cierto —concluyó Elvira—, todos los gastos los afrontamos a escote, incluida la gasolina.
—En eso no habrá problema; somos caballeros enamoradizos, pero en asuntos crematísticos tenemos clara la igualdad —dejó sentenciado Marcial, entre bromas y veras.
—Eso sí, hoy pago yo —y planté un billete sobre la mesa—; es ocho de septiembre, el día de mi cumpleaños.