Cuando aparqué el coche al lado de la carretera, frente al Teleclub, ni Andrés ni Marcial habían llegado, como era de esperar. Reconozco que mi exacerbado sentido de la puntualidad se ha ido convirtiendo en un problema, esa necesidad casi patológica de disponer de tiempo de sobra para cualquier imponderable que nunca suele suceder. Pero no siempre me depara tediosas esperas. Me gusta inspeccionar el entorno, fijarme con demora en detalles a los que sería imposible atender si me empujaran la urgencia o el arrebato.
En uno de los bancos adosados a la pared del Teleclub disfrutaban de la ligera brisa de la tarde dos hombres entrados ya en años, Braulio y Pablo, que me hicieron sitio al verme llegar.
—Tenemos buen tiempo, ¿eh? —comenté como saludo al tomar asiento.
—Eso parece —murmuró Braulio, que empujaba unos cantillos por el suelo con la punta de su cachava. Luego la levantó y la dirigió hacia mi coche—. ¿De viaje?
—Sí, vamos a Palencia. La verdad es que ahora se llega enseguida.
Las conversaciones con «los hombres» (así llamábamos de niños a aquellos labradores que pasaban de largo de la cincuentena, su gesto adusto, sus vidas graves, su imperturbable ritmo sobre la bicicleta) solían desarrollarse de esa manera, con largas pausas silenciosas e inesperados cambios de tema. Después de un buen rato, fue Pablo el que tomó la palabra en una suerte de diminuta, pero sentida elegía.
—¡Pobre Teófilo!
—Pues sí —me sumé al treno—. Con solo cincuenta años recién cumplidos.
—Dicen que fue repentino —añadió Braulio—, un infarto o algo así. Parece ser que no se levantó a desayunar y lo encontraron muerto en la cama.
—Eso parece —asentí.
La verdad es que yo no tenía mucho más que aportar a aquel suceso que no fuera el recuerdo de Teófilo tocando el acordeón en la bodega, hacía tan sólo unos pocos días.
Mantuvimos un par de minutos o tres de silencio reflexivo.
—Como ese que apareció muerto en el páramo; dicen que también fue un infarto —Pablo volvió hacia mí su mirada—. ¿Tú estuviste por allí, no?
—Sí, subí con Andrés, a ver qué había pasado. Vimos cómo se llevaban el cadáver…
—Ya lo ves. Hoy estás aquí y mañana… ¡Vete a saber! —sentenció Braulio con resignación estoica.
—Mi abuela siempre decía que la vida es un engaño —se me ocurrió decir en apoyo de las palabras de Braulio y en demérito de la brevedad e imprevisibilidad de nuestra miserable existencia.
—¡Y tanto! —asintió él. Y tras un largo suspiro, glosó su exclamación:
—De jóvenes nos vamos a comer el mundo, nada se nos pone por delante. Soñamos con subir a la montaña más alta y, cuando nos queremos dar cuenta, tenemos que valernos de una cachava —y blandió por un momento la que tenía en su mano— para llegar de casa al bar. Eso es, un engaño, un enorme engaño. Ni me he enterado y ya estoy con un pie y medio en el otro barrio. ¡Cuánta razón tenía tu abuela!
A Pablo no le apetecía insistir en aquel desahogo existencial, así que volvió al tema del muerto del páramo, que tanto interés había despertado en el pueblo.
—¿Y ya se sabe quién era?
—Pues no. Sólo sabemos que se llamaba Eutiquio Ramírez Sandoval, que se alojaba en un hotel de Palencia y que murió de un infarto. Pero nada más.
—Ahí está tu amigo Andrés —interrumpió Braulio mis explicaciones. Todavía quedaba sitio para él en el banco, si nos apretábamos un poco.
—Marcial tardará —fue el inconsiderado saludo de Andrés, al que preocupaba mucho aquel eventual retraso—. Eran más de las tres cuando lo he visto llegar con la bici por la carretera de Astudillo. No hay manera con él. El caso es que hemos quedado con Elvira a las cinco y no vamos a llegar a tiempo. Como para convencerla de venir con nosotros a Asturias, si ya nos vamos a presentar tarde en Palencia.
—¿Así que vais a Asturias? —recogió Braulio a vuelapluma.
—Hoy no —le respondió Andrés—. Pero el viernes nos vamos a un pueblo que se llama Tineo.
Braulio permaneció un instante pensativo, hasta que dio con lo que le rondaba por la cabeza.
—¡Hombre! ¿y no era de por allí el abuelo de Adolfo?
Adolfo no hablaba nunca de su padre y menos aún de su abuelo. En aquellos tiempos el suicidio era un estigma para la familia y, al parecer, tanto el padre como el abuelo habían muerto de esa manera. Braulio nos explicó que el abuelo llegó a Pedrosa solo, sin que se le conociera familia. Se asentó de jornalero y demostró ser hombre austero y trabajador, como lo serían su hijo y su nieto. Pronto empezó a salir con Valeria, una chica de aquí, de quien procedía buena parte de las parcelas que Adolfo tenía en propiedad.
—Sabemos que el abuelo era de Tineo —explicó Pablo—, porque un día en la bodega se le escapó ese nombre y Pepón lo confundió con «tintero»; a la gente eso le hizo mucha gracia y quedó como una anécdota que se contaba mucho. Se dice que vino muy escamado de la guerra, que por allí debió ser de aúpa.
—¿Y quién lo sabe? —protestó Braulio—. Aquí nadie puede decir nada malo de él ni de su hijo. Siempre fue muy buen trabajador y muy serio. Y no se puede explicar por qué acabaron así. ¡Qué tendrá que ver la guerra!
—Ya, ya… —reculó Pablo, al que no gustaban las disputas—, si yo no digo nada.
—¡Ave, patres conscripti! El senado de Pedrosa delibera una grave decisión. ¿Qué estarán cociendo el gran Braulio, egregia mitra cesaraugustana, y Pablo, el apóstol de los gentiles? —La voz de Marcial llegó antes que su cuerpo, al que todavía no veíamos, pues venía andando por el lado opuesto al que estaba orientado el banco.
Braulio carraspeó antes de exclamar:
—¡El que faltaba! ¡Menudas tres patas para un banco! Venga, id marchando para Palencia, que aquí estamos ya muy apretados y no hay sitio para nadie más.
Las embestidas dialécticas de Marcial no causaban menos pavor en Pedrosa que la mayéutica del Tábano en el ágora de Atenas.
—¿No se habrá olvidado usted de la cuerda? —me recordó de súbito Andrés al abandonar el banco, muy aliviado con la llegada de Marcial, lo que aseguraba acudir puntuales a nuestra cita.
Yo también me levanté, lo que permitió a Pablo y Braulio reconquistar con comodidad sus confines y volver a reconcentrar su mirada en el suelo.
—Tranquilo, poeta, la cuerda está en el maletero; todo bajo control. ¡Venga, que nos vamos! —instigué a Marcial, que se había detenido junto a los dos ancianos.
—¡Y lo que me pesa no saciar mi sed de conocimiento en estos dos caños de sabiduría! —exclamó Marcial extendiendo los brazos hacia ellos con la solemne gestualidad de un profeta.
Braulio alzó un instante su mirada hacia nosotros con los ojos semicerrados por el efecto del sol, que ya incomodaba a la vista, mientras nos dirigíamos al coche. Luego se quedó contemplando el cielo, por el que un avión iba dejando una larguísima estela. Creo que era su manera de responder a aquellas extrañas provocaciones de Marcial.
—¡Que tengáis buen viaje! —les oímos decir casi al unísono, cuando ya estábamos los tres dentro del coche.