Tal vez hasta fuera cosa de agradecer la tenacidad de Andrés. Yo soy por naturaleza una persona irresoluta y, sin su empuje, por muy descabellado que me pareciera, es muy probable que no hubiera vuelto a ver a Elvira.
El azar quiso que un par de días antes de la conversación del Lagar, Adolfo, que había dejado una empacadora para su arreglo en el taller, pasara por el Mesón de Castrojeriz a tomarse un par de cañas haciendo tiempo hasta que terminara la reparación. Como era inevitable, mientras charlaban en la barra, Andrés volvió sobre el asunto del muerto del páramo y, en concreto, comentó la circunstancia de que hubiera sido encontrado en una parcela propiedad de Adolfo. Éste, por decir algo para seguirle la corriente, le contó que me había visto desde el tractor («ahora le ha dado por ir a La Pedraja cada poco, no sé qué le habrá encontrado de nuevo al páramo que no tuviera antes») y que yo no reparé en las señas que me hacía porque me había entretenido con algo, una cuerda o cosa parecida, que había encontrado en el suelo; y que él tenía mucha prisa y se fue.
—¿Usted está seguro de que era una cuerda? —le cortó en seco Andrés nada más oírle mencionar esa palabra.
—Y eso qué más da —le respondió Adolfo un poco amoscado por la abrupta interrupción que Andrés había dado a su relato—. Eso me pareció, pero vete a saber. El caso es que no me vio hacerle señas y me piré. No sé qué encontró en el suelo, pero está claro que le interesaba mucho, porque pasó allí un buen rato antes de que yo me largara.
—No creo que fuera una cuerda, porque me lo hubiera dicho —insistía Andrés, casi hablando más consigo mismo que con Adolfo. No le cabía en la cabeza tamaña deslealtad por mi parte.
—Ya empezamos con tus bobadas —zanjó a modo de despedida Adolfo, después de apurar su segunda caña— ¿qué más dará si era una cuerda, una lata de sardinas o el sostén de la reina de Inglaterra? El caso es que no me vio, que era lo que yo te contaba. Bueno, me voy, que lo del taller debe estar ya terminado y yo no tengo tiempo de sobra para perderlo con tus historietas. Estoy del muerto del páramo ya hasta los mismísimos cojones.
Y así, por este azaroso camino, llegó a saber Andrés que yo tenía en mi poder aquel precioso instrumento que nos podría permitir seguir investigando, y también (y ese no era asunto menor) contactar de nuevo con Elvira amparados en un pretexto razonable.
De manera que no me extrañó que se mostrara un tanto huraño y receloso (mucho más de lo que suele permitir su natural afabilidad) cuando se sentó con nosotros en la mesa del Lagar. Jesús, ya bastante saboteado por el vino, apenas si lo advirtió, pero yo reparé de inmediato en aquel desusado «perillán», que Andrés solía cargar siempre con cierta animosidad.
—¡Asta de toro bravo! —exclamó al probar el vino que le había puesto Mila, no sé si por lo que le gustó o para resumir en pocas palabras el enfado que traía consigo.
Así que no tuve más remedio que confesar (sí, había encontrado «la cuerda») y ceder en todas sus demandas. Iríamos a Palencia otra vez para enseñar a Elvira mi hallazgo y acreditar que era la misma que ella había vendido al anciano. Le propondríamos viajar con nosotros a Tineo, donde nos informaríamos sobre el otro Eutiquio, el de los tiempos de la guerra, para ver si existía alguna conexión entre uno y otro. Yo tendría que soportar, además, que le compusiera un poema a Elvira y, sobre todo, ser cómplice en su recitado, para el que habríamos de encontrar una ocasión propicia.
Esta vez, para no dar lugar a otra crisis con la sección femenina del grupo, quedamos con Marcial en llevar las actuaciones con el mayor sigilo posible, al menos las relativas a nuestro cuarto viaje a Palencia. Pero pocas cosas esquivaban el agudo oído de la Flugen. A nosotros nos parecía un elemento más del decorado de su café, pero ella era sensible al menor bisbiseo y no dudaba en instrumentalizar cualquier información en favor de su negocio. Así que cuando estábamos casi todos en el local, dejó caer, entre canción y canción de su ruidosa sinfonola, una pesada manzana de la discordia:
—Mucho vais este verano a Palencia. No sé qué se os habrá perdido por allí…
Como era de esperar, Salva cazó la alusión al vuelo.
—Conque andan tramando otro viaje a Palencia... Lo que pasa, Flugen, es que les ha meneado un poco el rabo una perrita y allí van los tres oliscando detrás de ella, a ver si cae algo. ¡Vaya, vaya, cuánto secretito!
—¡Patético! —bramó Esther, que se tomaba el asunto como algo personal— ¡Tanto buscar la mercancía fuera se van a quedar aquí a dos velas! Chicas, he visto los coches de los de Hinestrosa aparcados frente al Teleclub. Igual tienen algún buen plan para este finde, porque estas amebas de por aquí parece que están muy entretenidas con un trozo de cuerda —y, arrastrando a las demás, desapareció por el angosto hueco de la escalera.
—¡Pues estamos bien! —rugió Salva—. Creo que os estáis pasando un poco de la raya con la ferretera. Ya veis cómo se está mosqueando el personal, con lo bien que lo pasamos juntos —y cogiendo por el pescuezo con una mano a Andrés, que no hacía muchos esfuerzos por zafarse, nos increpó a Marcial y a mí:
—A ver, que éste se ponga tan pesado, es normal. Pero lo vuestro no hay quien lo entienda.
—Quíteme la mano de ahí —le respondió Andrés, que hacía equilibrios para que no se vertiera el vaso de gaseosa que sostenía a duras penas—, el que no entiende nada es usted, nosotros sólo buscamos averiguar la verdad.
Andrés había incorporado aquella frase lapidaria a su escueto arsenal argumental y no dudaba en dispararla cuantas veces fuera necesario. Marcial me sonrió, le encantaba aquella hueca grandilocuencia aplicada a alguien tan poco retórico como Salva, así que se sumó a la causa.
—Por su inspirada boca de poeta se oye hablar al divino Platón —y posando su mano sobre el hombro de Salva, alzó su voz en tono solemne:
—La verdad, la belleza y el bien son las tres ideas por las que vale la pena consagrar la vida. Salva, ¡Evádase de la caverna!
Salva se dio por vencido y concertó una partida de futbolín con Adolfo, Emiliano y Gerardo, mientras nosotros tres nos dedicamos a precisar los detalles del viaje a Palencia para el día siguiente.
Al momento de marchar, yo me demoré un poco, para quedarme un rato a solas con la Flugen, a quien ponderé la discreción como la mayor virtud del tabernero y la codicia como su vicio más contraproducente. Fulgencia, que repasaba el mostrador con una rodea, no se sintió muy concernida por el comentario.
—¡Hala, hasta mañana, que hace ya un buen rato que tenía que haber cerrado!