lunes, 8 de enero de 2024

Capítulo X: Unos vinos en El Lagar de Castrojeriz


Castrojeriz, creo haberlo leído en alguna parte, figura como un lagarto tendido al sol, levemente curvado, al que protege del viento nordeste un cerro que coronan las desdentadas ruinas de su añejo castillo, asentadas sobre ciclópeos sillares romanos. Podría haber sido, como tantos otros pueblos monumentales, una metáfora más del hundimiento de la vieja Castilla, si no hubiera venido en su auxilio el resurgimiento de la ruta jacobea. Desde entonces, el pueblo despierta en primavera de su letargo invernal, cosquilleado por los pasos de los peregrinos, que surcan su interminable calle Real, traídos de todo el mundo camino de Compostela. Es en esta época del año cuando sus viejas rúas vuelven a la vida y se abren las puertas de albergues, posadas, hoteles, bares y restaurantes apostados a las riberas de la senda milenaria. 

Uno de ellos es El Lagar; para mí, el que destila un aroma más auténtico. Guarda entre sus paredes de adobe y tapial la gruesa viga que aún evoca su apostura cuando fue el tronco de un esbelto álamo. También descansa allí, posada sobre el piso, la piedra que antaño transmitía su peso a la pirámide de tablones que aplastaba la uva y le sacaba todo su jugo.

Detrás de la barra atiende Mila con gestos suaves y voz dulce y melancólica. Cuando nosotros llegábamos, ya hacía mucho que los peregrinos del albergue municipal, al otro lado de la calle, habían seguido su camino hacia poniente, salvando la ladera de Mostelares. Era frecuente, entonces, encontrar el local vacío y poder sentarse junto a la piedra o en el borde de la antigua pila, un escenario que para mí casi aventajaba al propio disfrute del licor.

No tardó en aparecer Jesús Borro, puntual a la cita, como siempre. Ceremonioso, me saludó con las consabidas preguntas retóricas de cortesía. Cruzamos algunas palabras con Mila sobre cómo había pintado el verano en afluencia de peregrinos y también, con ella es inevitable, sobre la decadencia de este mundo y el sinsentido de sus enloquecidos afanes. Le pedimos dos tintos y nos sentamos a la mesa que se ubica en el centro de lo que en otro tiempo fue el suelo de la pila. 

—Nunca pensé —comenzó Jesús con su socarronería habitual— que pudiera haber tantos Eutiquios Ramírez Sandoval en el mundo. 

Habían pasado ya cinco días desde nuestra deslucida expedición al bar Alaska de Palencia. Yo había corregido los exámenes de septiembre en el instituto y Andrés había estado más atareado de lo normal en El Mesón y La Posada, donde trabajaba, atendiendo a una avalancha de peregrinos que llegó de manera imprevista a principios de mes. Marcial también andaba fuera del pueblo, creo que en una ruta en bicicleta a las que tenía tanta afición. Por otra parte, el resultado de la autopsia del cadáver encontrado en el páramo, que excluía de manera radical cualquier indicio de muerte violenta, parecía haber enfriado un poco nuestra excitación inicial por el caso.

Jesús sabía paladear el vino, como convenía a su verbo pausado y a sus modales urbanos. Era digno representante de la tradición bodeguera de Pedrosa, no como yo, un converso de última hora al culto de Baco, sin ninguna ciencia para su disfrute ni suficiente desparpajo para simularla. 

—Aparte del que ya sabemos —parece que Jesús no iba a emboscarse demasiado en su enigma inicial—, del que no he encontrado nada, existe otro Eutiquio Ramírez Sandoval, natural de Tineo, en Asturias, pero nacido en 1918, así que las fechas no cuadran con el vuestro. 

—Ya veo —concedí—. Pero, ¿es tan difícil encontrar el rastro de una persona cualquiera, cuando se tiene su nombre, apellidos y DNI? 

—A ver, Juan— Jesús adoptó un tono didáctico un pelín irritante—, estoy en condiciones de asegurarle con absoluta rotundidad que el señor que apareció en el páramo ni se llamaba así ni tenía ese número de DNI. Tengo un conocido en el Instituto Nacional de Estadística y me lo ha dejado muy claro. No existe en España un Eutiquio Ramírez Sandoval que tenga entre sesenta y cien años, y el número, simplemente, no corresponde a ningún DNI emitido en nuestro país.

—Así las cosas, Jesús, me parece que lo que deberíamos hacer es informar a la policía de lo que hemos conseguido saber y dejar el asunto en sus manos. Usted seguro que tiene algún contacto en comisaría al que filtrar con discreción esa información sin que nos salpique demasiado. Por lo que a nosotros respecta, me temo que debemos ir archivando esta carpeta en el baúl de las grandes operaciones inconclusas, como la de Don Leandro Turzo o la de El Camino al Sitio

—No estoy tan seguro de que se agote aquí el asunto —Jesús esbozaba una sonrisa que me hizo barruntar por dónde podrían seguir sus palabras—. Antes de venir aquí he estado charlando un rato con Andrés. 

—¡Acabáramos! —exclamé resignado—. Cuente, cuente… Me temo lo peor.

Jesús apuró con delectación el fondo del vaso. Como buen narrador, le gustaba demorar el relato. 

—Otro vino, Mila, porfa, porque no está mal este caldo. «¿De qué taberna se truxo? Mas ya..., de la del Castillo; diez y seis vale el cuartillo, no tiene vino más bajo». 

—Anda Jesús, déjate de arrebatos líricos y dime qué te ha dicho Andrés, porque ya me imagino por dónde irán los tiros. 

Calculaba yo que en el Mesón habrían caído, por lo menos, otros dos vasos, y no podíamos descartar una visita previa a su bodega en el Cotorro Quitapenas. Le encantaba declamar (me lo imagino feliz de aedo homérico, cantando amores y batallas al son de la lira con un corro de miradas ansiosas a su alrededor) y, cuando soltaba el carrete, aquello no tenía fin. Por suerte, esta vez volvió de inmediato al tema.

—Tu querido amigo ya está planeando un viaje contigo a Tineo —y no pudo reprimir una sonora carcajada, justo cuando Mila posaba los vasos sobre la mesa—. Asegura que lo del mismo nombre no puede ser casualidad. Yo, por supuesto —siguió casi entre lágrimas—, he apoyado sin reservas la lógica infalible de su argumento. 

Me llevó un buen rato reconducir el tema hacia una exposición meramente factual sobre el tal Eutiquio Ramírez Sandoval, de Tineo. Jesús no podía evitar imaginarse a los tres (Andrés, Marcial y yo mismo) camino de Asturias. Y, para más inri, como decía él, sin poder sintonizar Radio Evolución de Burgos. 

—El Eutiquio antiguo, al que también podríamos denominar «el asturiano» —acabó por contar Jesús, ya más sosegado— aparece en unas fichas policiales franquistas a las que he tenido acceso como un miliciano de la CNT especialmente violento. Y también lo he encontrado en un expediente de responsabilidades políticas. Ya sabes lo escuetas que son esas referencias, pero no cabe duda de que le tenían muchas ganas y de que lo cazaron enseguida, me imagino que tras echarse al monte, poco tiempo después de caer Asturias en manos de Franco. La fecha de su muerte no es muy explícita, pues sólo aparece el año, 1937. En todo caso, seguiré revolviendo papeles, hasta que den ustedes el asunto por cerrado definitivamente.

—¿Y usted cree que este personaje tiene algo que ver con el muerto del páramo? —le lancé sin más rodeos a Jesús, esperando que su buen sentido desmintiera la pregunta de manera tajante. Pero no le dio tiempo a contestar, porque justo en ese momento atronó estridente la voz de Andrés. 

—¡Qué callado se lo tenía, perillán!

—¡Mila! —fue la ágil respuesta de Jesús—, pon otros tres vasos. El poeta viene con sed de venganza.


Capítulo XI: ¡Qué callado se lo tenía, perillán!

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