La fiesta de fin de verano acabó por remansar las aguas. Con el inestimable auxilio del alcohol, Marcial, Andrés y yo soportamos estoicamente todos los comentarios mordaces que nos llegaban por doquier, pero que fueron perdiendo densidad e intensidad según avanzaba la noche; y al final, antes de irnos a casa, estuvimos cantando todos juntos en el porche del Teleclub, un símbolo tribal de que, como diría Tarantino, todo vuelve a la normalidad en la selva.
En la selva tal vez, pero no en mi interior.
Apenas pude conciliar el sueño las pocas horas que le quedaban a la noche tratando de procesar lo que me estaba sucediendo con Elvira. Había algo de lo que no tenía ninguna duda y era del efecto que obraba sobre mí y que nadie antes había causado. Y eso ponía en cuestión el plan de vida que, de manera un poco confusa e intuitiva, me había ido trazando con los años, y que excluía, por resumirlo de alguna manera, un lecho compartido.
Me levanté temprano, no serían aún las siete, una hora muy agradable en el verano de Pedrosa para acometer un largo paseo con el fresco de la mañana. Con mi vara de avellano, que había encontrado tirada hace años al borde del camino en una ruta por la Sierra de la Demanda, con mis zapatillas de pasear y con una visera que el ayuntamiento había repartido en las fiestas del pueblo, enfilé la carretera del páramo, con la intención de llegar hasta la fuente de La Pedraja, ya en el campo de Valbonilla.
En los días en que sentía especialmente ofuscada mi mente, la mejor terapia que se me ocurría era un largo paseo por la soledad de los campos de mi pueblo. Lo que más me gustaba era subir al Aro, pero hacía no mucho que se había formalizado, con indicadores y cartelería, una ruta a la fuente de La Pedraja. Es éste un paseo muy espiritual, pues arranca de la iglesia de San Esteban Protomártir y sigue una Vía Dolorosa señalada con severas cruces de piedra hasta el cementerio, en cuyo centro se alza un calvario.
Cuando paso por allí, donde reposan los restos de tantas personas conocidas, me viene a la cabeza la etimología griega de «cementerio», algo así como «el dormitorio» de las almas. Delata la esperanza irracional, a la que todos nos aferramos, de despertar una mañana y seguir con nuestras rutinas, como si nada hubiera pasado.
Ya sé que era un puro delirio construir desde el tenue apretón de una mano la proyección para la eternidad de una vida en pareja, pero siempre me ha costado embridar mi mente volandera y, ya según subía por el camino del Pinacho, me estaba autorizando a mí mismo a reconsiderar mis leyes fundamentales. Cuando las fui perfilando a golpe de cincel sobre la piedra —argumentaba para mí—, no había conocido aún a Elvira.
Me detuve un buen rato junto a la mojonera del Pinacho, levantada con esas piedras calizas que se desprenden de la epidermis del páramo y que ha ido taladrando el capricho de aguas milenarias. El sol ya empezaba a erguirse y disipar las suaves sombras de la ladera. Allá abajo se ve el caserío de Pedrosa, los edificios salientes de su iglesia, de las escuelas, del palacio y de la torre del reloj. Se aprecia modesta la mancha vegetal del Odra, que se encamina a otra corriente verde mucho más ancha, tras atravesar el regadío, la del Pisuerga. Junto a las casas del pueblo, el conjunto de sus bodegas, que la tradición popular ha motejado como «El Cotorro Quitapenas», el sacrosanto recinto en el que tantas noches habíamos pasado bajo tierra.
Distraída la vista por la inmensa llanura, no podía acallar los embates de un pensamiento obsesivo. La parte más integrista de mi ser se negaba en redondo: nadie se resistía a una historia de amor intensa con Elvira, escenas apasionadas de entrega y ruptura, si fuera el caso, pero nunca nada que comprometiera mi libertad. Eso era ya pisar en sagrado.
Según avanzaba por el camino rectilíneo que nos va acercando a la fuente, el debate interior arreciaba. Estaban los que, casi sin conocerla, ya habían rendido armas y bagajes. Otros muchos, más calculadores, buscaban un compromiso para no renunciar a aquella sonrisa seductora, ni mucho menos a los cervatillos gemelos, a las columnas de alabastro y a todo lo demás. Y se dejaba oír con fuerza, otra vez, el sector más intransigente: «La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos…»
Al final del camino fluye incesante el caño de la fuente de La Pedraja. El alcalde pedáneo de Valbonilla recogió las aguas del manantial, que vierten en un escueto pilón. En un raso aledaño se asentó una gruesa mesa de piedra con dos bancos, también de piedra bien escuadrada, a sus lados. Conforman un conjunto austero y casi místico, como el paisaje alrededor y el arrebatado cierzo que lo zarandea. Para que algún día puedan sentarse a su sombra en esa mesa los peregrinos a la fuente, se plantaron diez o doce árboles, que tenían muy difícil salir adelante, en aquel paraje al albur de todos los vientos, de la insolación y de la escarcha.
Sentado a la mesa, traté de armonizar un consenso entre toda aquella algarabía mental.
«Vale, me esforzaría por conseguir a Elvira, si encontraba alguna señal de interés por mí, sin saber muy bien cómo, pues tampoco a mí me han adornado nunca las mañas de un Bradomín. Pero sin capitular nunca el alcázar en que siempre nos hemos encastillado yo y mis rarezas».
Bebí de la fresca agua del caño y, con la poca que me cabía en las manos, alimenté en lo que pude a aquellos exhaustos proyectos de árbol que apenas sobresalían de la maleza. Era hora de dar la vuelta.
Con el trabajo reflexivo más o menos cumplido, en el camino de regreso le pude dar rienda suelta a los sentidos. El penetrante olor del tomillo y la manzanilla, el suave tacto de la brisa matutina, a punto de agotarse. El incipiente calor del sol, que sería insoportable al mediodía, y la contemplación de aquella vastísima llanura, por la que menudeaban los pajarillos inquietos, algún racimo de perdices y el cauto raposo, que apenas si se deja ver.
También reparé en que la senda pasaba muy cerca del lugar en el que se encontró el cadáver de Eutiquio Ramírez Sandoval. Sólo entonces caí en la cuenta de que la parcela pertenecía a Adolfo, al ver su tractor y a él maniobrar en su interior. No sé si era un detalle muy relevante, pero me extrañaba mucho que no lo hubiéramos comentado.
Al aproximarme a saludarlo pisé un trozo de cuerda, que lo primero que me trajo a la mente fue «la teoría de la víbora». Pero al observarla con más detenimiento, me pareció que, por la medida y la forma, se ajustaba perfectamente a la descripción que nos había ofrecido Elvira de la famosa cuerda de cáñamo natural vendida al anciano. Tal vez al sentirse mal se deshiciera de ella. Me pareció casi una señal del destino, porque tenía en mis manos una excusa verosímil para volver a la ferretería, es decir, para volver a verla. Busqué en la cuerda algún rastro que pudiera delatar su intención de uso, sin encontrar nada. En realidad, la única cuestión pendiente ahora era si participaría de este hallazgo a Andrés y a Marcial, mis queridos amigos y temidos estorbos en mi proceso de aproximación a Elvira.
Cuando alcé la vista, el tractor de Adolfo ya estaba lejos, en el camino que lleva directamente a la carretera. Entretenido en sus cosas, supongo, no habría advertido mi presencia.