No les gustó nada a los demás que antepusiéramos nuestro viaje a Palencia a la merienda de final del verano, a pesar de que habíamos contribuido afanosamente en su logística y generosamente en su financiación. Lo habíamos dejado caer, con la mayor suavidad posible, cuando ya cada uno se iba a comer a casa, después de los partidos de frontenis. Maniobra cobarde que, en un principio, fue recibida con un gélido silencio. Estaba claro que no íbamos a salir de rositas del vino que teníamos instituido los domingos antes de comer, en el porche del Teleclub, a pesar de que llegamos cargados de periódicos, para tratar de distraer la atención, y con un argumentario bien planificado: habíamos puesto todo de nuestra parte en una merienda a la que no podíamos asistir y, sobre todo, nos comprometíamos a volver al pueblo antes de las doce, que es hasta cuando, como quien dice, no empieza la fiesta de verdad.
—La próxima vez —se limitó a contestar Esther con su afilado sarcasmo a todo nuestro esfuerzo suasorio— que organice la merienda vuestra querida musa palentina. ¡No te jode! Y que haga las tortillas, si sus manos de seda pueden sostener una sartén.
—Pero si trabaja en una ferretería; igual hasta tiene callos en las manos —apuntó, esta vez con algún tino, Salva, que venía cargado con los vinos desde la barra del bar hasta la mesa de la terraza.
—«Manos hechas a cebar lechones…», dejó escrito el divino Baltasar de Alcázar —la voz de Marcial se oyó desde el otro extremo del porche, porque se las había arreglado para compartir el vermut con unos familiares y evitar así la zona cero.
—No es eso, no es eso… —comenzó Andrés a explicarse con calma y con un tono conciliador, a pesar de mis indicaciones para que se mantuviera callado—. Le dejamos encargado a Elvira que devolviera el libro de registro de clientes y tenemos que saber si lo ha hecho.
—¡Aguántale a este bobo! —estalló Esther con una risa siniestra—, pues la llamas por teléfono y se lo preguntas. Sí, hombre sí.... Allí vais los tres babeando para ver si ha devuelto no sé qué libro que habéis robado. ¡Tiene narices, que encima la tomen a una por idiota! ¡Nos habéis dejado colgados a todos por una tipa que os trae loquitos, y punto!
—A ver, Esther, tranquilícese usted —volvió a la carga Andrés, infatigable en su constancia argumentativa—. No tenemos su teléfono y, además, hoy es domingo.
—A mí no me hables como a una vieja, joder, ¡qué manía con el puto «usted»! —le cortó con sequedad Esther—. Yo me voy a comer a casa, que tengo prisa. ¿Venís, chicas?
Todas se levantaron haciendo mohínes de fastidio, la mayoría más fingidos que reales, y apenas si se despidieron, dejando los vasos casi llenos. La verdad es que nuestro tercer viaje consecutivo a Palencia no había sentado nada bien.
Para aliviar un poco la tensión, y aunque no es mi estilo, me permití una hombrada al uso de Salva, a ver si al menos con los chicos la cosa tenía arreglo.
—Vosotros no os quejaréis, que os toca a más. Además, las chicas están furiosas y tratarán de demostrar lo que nos perdemos.
—¡Que os den por el culo a los tres! —resumió Salva sin la menor vía de escape—. Lo más triste es que seguro que ninguno de estos lelos se acercará a más de medio metro de ella. Mucha poesía, mucha filosofía, mucho melindre… ¡para nada!
—Eso digo yo —apuntaló Adolfo mientras apuraba su vaso.
Cuando vio que las chicas se habían ido, Marcial se dejó caer por nuestra mesa y, mucho menos paciente que Andrés y yo, no pudo reprimir un contrataque:
—Les tendré en mente a ustedes, caballeros, cuando trepe por sus esbeltas columnas de alabastro. Será una motivación difícil de superar. Entretanto, y si no les importa, no se olviden de dar de pastar a esa yeguada que acaba de marcharse y a la que se ve muy alborotada.
Todos sentimos que el tema se nos estaba yendo un poco de las manos, así que optamos por irnos también a comer a casa. Marcial, Andrés y yo habíamos quedado a las cuatro de la tarde, para llegar a tiempo a un recital poético que estaba convocado en el parque del Salón y del que nuestro vate había tenido alguna vaga noticia.
Se celebraban aquellos días las fiestas de San Antolín en Palencia, así que el parque estaba abarrotado y nos costó encontrar a los cuatro individuos que se apiñaban junto a una cartulina pintada a mano en diversos colores en la que figuraba la leyenda: «Elementos de poesía incierta».
—Aquí está —aseguró Andrés—. Eso es lo que yo había oído: «Elementos de poesía incierta». Así se titula.
Animado por nuestra llegada, porque hasta entonces todavía no había acudido nadie a su reclamo, uno de los componentes del grupo nos explicó el sentido del poema que iba a declamar, titulado «Atmósfera Cristal». Luego procedió a su recitado, del que no pudimos atrapar ni una sola expresión con sentido, ni tan siquiera una idea aproximada de cuál podía ser el tema sobre el que versaba. Tampoco fue fácil atisbar el final, pues el último verso explosionaba y sus sílabas, desordenadas, se emitían con una cadencia desigual y entre largos espacios de silencio.
Cuando ya no tuvimos ninguna duda de que el recitado había concluido, lo celebramos con un discreto aplauso y Andrés les habló de su antología, Poesía entre dos milenios, y se postuló para recitar también alguno de sus poemas. Los cuatro figurantes de «Elementos de poesía incierta» se negaron en redondo, asegurando que la nueva poesía debía avanzar por caminos muy diferentes y que era precisa una ruptura radical con el pasado.
—La rima es un elemento caduco, el emblema de la vieja retórica. En el futuro será abolida y su uso severamente penalizado —amenazó uno de ellos con gesto sombrío.
Andrés permaneció un instante perplejo ante un ataque tan imprevisto, directo e implacable a los fundamentos de su universo poético, que para él era casi lo mismo que su vida.
—La diferencia entre presente, pasado y futuro, como dijo Einstein, no es sino una ilusión persistente, —sentenció con gesto autoritario Marcial, que dio por concluso el recital, a pesar del empeño de Andrés, repuesto del primer impacto, en tratar de convencer a aquellos «neopoetas», como ellos mismos se titulaban, de las virtudes de sus rimas.
Aunque era un plan no mucho más seductor, acabamos dando un largo paseo por las barracas del ferial.
Mucho antes de la hora acordada ya estábamos en el bar Alaska, un local pequeño que se encontraba atestado de gente. Así que, cuando a las nueve en punto aparecieron Elvira y sus dos amigas, Andrés, amparado en la incomodidad que nos producía tanta concurrencia, propuso cambiar aquel desapacible lugar por La Mejillonera, cosa que a ellas les pareció una gran idea.
—Pero antes —le propuse a Elvira en una rara pulsión erótica que aún hoy no soy capaz de explicarme—, nos gustaría verla subir por la escalera de caracol.
Elvira no dijo nada, supongo que decidiendo qué hacer ante una propuesta como aquella. Por fin, se desabotonó la blusa con mucha calma y se desprendió de ella. El encaje del sujetador casi trasparentaba sus pechos, armoniosos y seductores, como toda su figura. Con un leve gesto de condescendencia, subió y bajó la escalera de caracol, elegante y demorada, produciendo en toda la feligresía del bar Alaska el efecto hipnótico que cabía esperar. Sin embargo, no se escuchó ninguna expresión obscena, ni a nadie se le ocurrió aplaudir o gesticular. Al bajar, recogió su blusa, que vistió con la misma suave parsimonia, y se acercó a mi lado.
—Algún día lamentarás haberme pedido una cosa así —me susurró al oído muy seria, en un tono que mezclaba amenaza y hastío—, pero hoy lo dejaré pasar; hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien y quiero disfrutar de una noche agradable con vosotros.
Me di cuenta de que era inútil intentar excusarse, argüir que se trataba de una broma que nunca pensé que ella podría llevar tan lejos y mucho menos confesarle lo increíblemente atractiva que me había parecido encaramada en aquel modesto trono, como una diosa que se presentara por error en el tendejón donde dormitan los porquerizos.
Andrés y Marcial, que ni siquiera habían oído mi propuesta, permanecían absolutamente fascinados por una exhibición que no conseguían interpretar de ninguna manera.
—¡Huyamos de aquí! —nos exhortó Elvira en voz alta, tirando de nosotros y de sus dos amigas.
De camino a La Mejillonera, siguió charlando como si nada hubiera pasado y, echándose sobre mi hombro, me preguntó:
—¿Qué es eso de «Artotrogo» que no para de llamar Marcial a Andrés?
Yo, muy confuso aún por lo que había sucedido hacía unos instantes, aproveché la ocasión para alejarme de ello lo más posible:
—Artotrogo es un personaje de una antigua comedia romana, un parásito que no piensa más que en comer. Su nombre junta en griego las palabras «pan» y «devorar», es decir «come pan», «glotón». Hace unos años representamos el Soldado fanfarrón de Plauto en el pueblo, y Marcial se quedó con todos los nombres. Sin duda a él le sorprende que Andrés pueda pensar sólo en comer cuando usted está presente. Ya ve, somos así de románticos…
Mientras dábamos cuenta de un par de copiosas raciones de bravas, le contamos a Elvira y a sus amigas los problemas que nos había causado en nuestra pandilla del pueblo el haber venido a Palencia a estar con ellas y que por eso teníamos que volver pronto, si no queríamos que la cosa pasara a mayores. Las dos amigas, que no habían llevado muy bien la actuación de Elvira en el Alaska, tampoco pudieron simular la contrariedad que les producía un plan truncado a las once de la noche del día grande de las fiestas. El ambiente se había enfriado, y la atención exclusiva que Marcial y Andrés dedicaban a Elvira enturbió más, si cabe, aquella desastrada cita. Les contamos también la noticia que había aparecido en El Diario de Burgos, la de la muerte por infarto de Eutiquio Ramírez Sandoval.
—Entonces, ¿se acabaron las investigaciones? —preguntó con desgana una de las amigas de Elvira, que ya nos daba por unos excéntricos y maleducados fantoches con los que no valía la pena perder más tiempo.
—¡De eso nada! —respondió Andrés de inmediato, ofendido por aquel comentario— ¡Aquí hay mucha tela que cortar! ¡Queremos saber la verdad!
Sólo Elvira nos acompañó hasta el coche. Ella fue la que más insistió en que cumpliéramos nuestra palabra y volviéramos a la hora, porque Marcial y Andrés no daban la batalla de Palencia por perdida y a mí tampoco me apetecía mucho volver a la fiesta del pueblo con aquella amarga sensación de derrota y desconcierto. La verdad es que nunca me había sucedido algo parecido, no era un enamoramiento fugaz al uso, ese lazo tan bien trabado por la naturaleza para perpetuar la especie; yo sentía que era algo más, o algo distinto.
Elvira nos despidió cariñosa, con los dos besos rituales. Pero antes de entrar en el coche sentí que me cogía de la mano y la apretaba suavemente. Y eso, tan solo y tan difícilmente interpretable, me hizo volver mucho más animado a Pedrosa.
—Ahora tengo que buscar a esas dos locas, seguro que no contaban con quedarse sin compañía a las once de la noche —nos dijo entre risas, y se fue.