En verano, el partido de frontenis del mediodía se había convertido en un ritual. Jugábamos en parejas, al mejor de once tantos. La pareja que ganaba seguía en el juego y la que perdía se ponía a la cola en la ronda. Los equipos se organizaban sobre la marcha, según íbamos llegando. Aquel día me había tocado Ángel como compañero, un jugador estimable, así que veía peligrar la tertulia en la escalinata de entrada al frontón, bajo las acacias, que era lo que, en realidad, más me gustaba de aquel deporte.
—Creo que nos toca la siguiente, Ángel. Prepárate que son duros de roer.
Ángel siempre se mostraba demasiado optimista.
—Nada. Marcial es puro espectáculo, pero no tiene sentido práctico. Yo creo que hasta le gusta perder.
—¿Cómo va la lista de espera? —preguntó Santi, que se acercaba a la fresca sombra de los árboles. Apuntadnos a Jesús y a mí.
—¡Anda!, no sabía que estaba Jesús por aquí —le respondió Lorenzo—, ¿cómo es que ahora le da a la intelectualidad por el deporte?
¡Ahí tienes a Marcial! —se explicó Santi entre risas—, el secreto consiste en una práctica metafísica del deporte, como dice él, que se pasa todo el partido tirándose al suelo sin venir a cuento y que siempre busca la opción menos racional para darle a la pelota.
—Es puro espectáculo, chavales —intervino Gerardo—, no me discutáis al gran animador del torneo. Es un crack en todo. ¿Visteis cómo ganó este año la clásica ciclista Federico Engels? Y eso que era en formato contrarreloj, que no le favorece nada… ¡El quinto año consecutivo que se la lleva!
En estas llegó Jesús Borro que, tras apoyar su bicicleta junto a la tapia de la tenada de Gildos, repartió saludos por doquier con su proverbial cordialidad. Hacía tiempo que no nos veíamos, por lo que nos fuimos poniendo rápidamente al día. Jesús, entre otros múltiples quehaceres y aficiones, escribe novelas, así que me interesé por lo que se traía últimamente entre manos.
—Ahora estoy más metido en la investigación histórica. La novela es muy difícil, tiene que estar tocada por la gracia, cosa de elegidos. Si te digo la verdad, casi prefiero picar piedra en las canteras del oscuro pasado, así que últimamente me paso los ratos libres que me deja mi ingrato trabajo de archivo en archivo. Voy a apolillarme o a convertirme en un roedor.
Lo dijo Espinoza —gritó desde el frontón Marcial antes de golpear una bola de saque—: un entendimiento finito no puede comprender lo infinito.
—Oye, Jesús, por cierto —de repente me vino a la cabeza el nombre de nuestro cadáver—, tal vez usted, que se mueve con tanta soltura en el mundo de la investigación, pudiera seguir la pista de una persona de la que tenemos solo su nombre, apellidos y número de DNI. Ya sabrá que el martes pasado apareció un cadáver en el páramo…
—Sí, sí, ya lo he oído. Pero yo creía que se ignoraba su identidad. ¿Es que no habéis visto la noticia en El Diario de Burgos de hoy? Comentan los resultados de la autopsia; el buen hombre murió de un infarto.
—¡Vaya! Caso cerrado, jajaja —irrumpió Salva con su acostumbrada intemperancia—. Llevan dos días éste y Andrés enredando por ahí con el muerto, no sé qué piensan que van a encontrar. Pues nada, chicos. No hay asesinato. Muerte natural.
—De todas las maneras —concedió Jesús—, me llama mucho la atención que no aparezca el dato del nombre, ni tan siquiera sus iniciales, en El Diario y ustedes lo hayan descubierto.
Le puse a Jesús en antecedentes (el tique, la cuerda, Elvira, el libro de entradas del hotel…). Mientras yo le escribía el nombre en la hoja de una libretita que siempre llevaba encima Samuel junto con un diminuto lapicero, nos reclamaron para el partido.
—Juan y Ángel. Os toca. Aunque vais a volver pronto a chupar banquillo, hoy Marcial está desatado. No hay quien pueda con él.
Era cierto que Marcial tenía su día. Nos hizo un par de puntos o tres con esa jugada que tanto le gustaba, una doble pared que consigue esquinar al máximo, de manera que la pelota se proyecta desde la pared izquierda al extremo derecho del fondo, apenas sobre la placa metálica que indica el límite de altura, y cae muerta al suelo sobre la línea divisoria del campo de juego. Bolas imposibles de devolver, pura geometría al límite, tan del gusto de Marcial, que además suele adornar la jugada lanzándose al piso, en una aparatosa voltereta sobre sí mismo.
Nos ganaron once a tres. Con la camiseta totalmente manchada del color rojo de la superficie, Marcial exclamó, tras incorporarse de una aparatosa estirada que lo llevó al suelo en el último tanto:
—¡La estética de lo imposible!
Me acerqué a él con un empujón cariñoso que nos apartó un poco de la pista.
—¡Vaya paliza, Marcial! Debería usted ser más considerado. Por cierto, ¿sabe que El Diario de Burgos habla hoy de nuestro buen Eutiquio? Resulta que, según la autopsia, murió de un infarto. Lo increíble es que la policía aún no ha descubierto su identidad.
—No pasa nada. Para mí el caso Eutiquio, después de la expedición de ayer a Palencia, se ha convertido en el caso Elvira —y alzó la voz, para que todos le oyeran—. ¡Sus pechos son como dos cabritillos gemelos que están paciendo entre azucenas, sus piernas, columnas de alabastro asentadas sobre basas de oro puro!
Vuelto a la sombra de las acacias, vi que Andrés se había unido al grupo, pero sin mucha intención de jugar, sin ropa deportiva y con sus inefables zapatos con la suela gastada. Estaba anotando algo con un viejo bolígrafo bic en una hoja de cuaderno que había extendido sobre el banco de cemento.
—¿Y qué importa que se haya muerto de un infarto? —como siempre, Andrés se saltaba los saludos protocolarios—. Lo importante es saber qué hacía allí.
—Pero a ti qué te importará, merluzo. ¿Por qué no te ocuparás de tus asuntos? Mira que eres metomentodo —se oyó exclamar a Adolfo, que acababa de sumarse al grupo, tras dejar aparcado el tractor junto a la lechería. Nunca jugaba al frontenis, pero le gustaba pasar un rato por allí, antes de ir a casa a comer.
Salva se acercó a Andrés por detrás y, cogiéndolo de los hombros, lo agitó con rudeza.
—No lo picó una víbora, eso desde luego. ¿Qué andas escribiendo por ahí, otra poesía? —le arrebató la hoja de las manos y, subido a la última grada de ladrillo, parodiando grotescamente una declamación lírica, se puso a leer entre muecas:
teniendo más cerca tu aliento,
entregando mi eco más viril.
Y después poder quemarme
en el fuego de tu sexo
para así poder decir:
¡Soy un hombre nuevo!
—¡Ahí estamos, poeta! —gritó Marcial mientras devolvía una pelota imposible desde el fondo de la pista—. «Poder quemarme en el fuego de tu sexo». Nuestro poeta se anega voluntariamente en el incendio erótico.
—¡Joder, cómo andamios! —exclamó Salva, tras devolver la hoja a Andrés, que se la requería con la mayor insistencia e irritación que permitía su bonhomía—. Tengo que conocer a esa Elvirita…
—¡Ni en broma! —se le oyó decir a Adolfo, al que no era muy frecuente ver intervenir en ese tipo de debates—, tú seguro que la espantas.