A las ocho y cuarto ya estábamos en Palencia, en la puerta de la ferretería Otero, que se encontraba protegida por una sólida reja metálica. En un folio impreso adherido con celo al cristal, tras la reja, constaba su horario de apertura: 9:00 am.
—¡Pues vaya! —exclamó Marcial con alguna socarronería—, parece que el destino nos priva de la presencia de la dulce Elvira. No pasa nada. En la abigarrada escala de los pecados, a la lujuria le sigue la gula, y yo no he desayunado todavía.
—Buena idea, Marcial —a Andrés se le iluminó el rostro—. Podemos desayunar en la cafetería del hotel y así exploramos el terreno. Con las prisas, yo tampoco he comido nada.
Entramos al hotel por la puerta de recepción, aunque la cafetería tenía su acceso propio desde el exterior. Tras el mostrador sólo había un joven de modales obsequiosos, que nos indicó dónde nos servirían el desayuno. En realidad, se podía ver desde allí, pero prefirió acompañarnos para advertir a la camarera de que tenía clientes. Marcial, siempre inquisitivo, se interesó por la capacidad del hotel, las categorías de habitación, los precios y por lo que él llamó el «cliente-tipo». Al joven le gustaba dar explicaciones, así que, mientras nos servían el desayuno, dedicó un buen rato a satisfacer nuestra curiosidad.
—Son dos desayunos, ¿verdad? —inquirió muy atenta la camarera, cuyo acento delataba su origen latinoamericano, tal vez de Ecuador.
—No, no. Somos tres. Hay otra persona que debe de estar en el aseo —hasta entonces no había echado en falta la presencia de Andrés, que apareció cuando ya estábamos sentados en la mesa y el recepcionista había retornado a su puesto.
—Cómanse eso lo más rápido que puedan —nos apremió con aire misterioso mientras engullía su cruasán como los pavos las peladuras del tomate—. ¡Nos largamos de aquí pitando!
Bebió el café con leche casi de un trago y se dirigió a la camarera con impaciencia:
—¿Cuánto es todo?
Más sorprendente que sus prisas, según era siempre de sosegado a la hora de comer, fue que pagara él toda la consumición sin mediar un debate previo. En la calle casi nos arrastró corriendo hasta doblar la esquina y, antes de que nos dejara decir nada, deslizó del interior de su cazadora, que traía hecha un ovillo en su brazo derecho, lo que resultó ser el libro de registro del hotel.
—Pero no me joda, Andrés…. —le reprochó Marcial— ¿y si el chaval se da cuenta de que falta el libro?
Andrés respondió con la media sonrisa con la que le gustaba subrayar sus golpes de astucia.
—No se preocupe, se lo vamos a devolver enseguida. Ahora nos metemos en el coche y miramos a ver qué pone.
En una letra de caligrafía muy esmerada aparecían registradas por hoja las identidades correspondientes a diez habitaciones y, al lado, cinco columnas: la primera, con el nombre, apellidos y DNI del cliente; las dos siguientes, con la fecha de entrada y de salida; la cuarta, con la cantidad total de ocupantes de la habitación y su edad; y la última, con una suma en euros. En ese registro sólo constaba una habitación, la 306, asignada a un único ocupante varón. Su nombre era Eutiquio Ramírez Sandoval y sus datos adicionales: 24/08 (fecha de entrada) – 26/08 (fecha de salida) – 1 (número de ocupantes) – 83 (edad) – 150 euros (precio).
La media sonrisa de Andrés se hizo franca.
—¡Ya tenemos el nombre! —exclamó alborozado. Es la única habitación ocupada por una sola persona, que, además, es un hombre de ochenta años. No cabe la menor duda, es él.
Marcial iba a hacer alguna apreciación sobre el particular, cuando Andrés abrió súbitamente la puerta del coche y sacó la cabeza.
—¡Elvira, Elvira! —gritó como un poseso— ya sabemos quién era el hombre.
Elvira tardó un instante en situarse, pero pronto, al reconocernos, se aproximó corriendo hacia el coche. Aquel día lucía especialmente atractiva, en eso fuimos unánimes. Vestía unos vaqueros rasgados por la rodilla y una camiseta blanca con el logo de la ferretería estampado en su parte superior izquierda. Un atuendo básico, como diría Marcial, para resaltar sin afeites su belleza. Lo demás lo ponían sus grandes ojos de azul opalino, su cabello negro suavemente ondulado y aquella sonrisa con poderes sobrenaturales.
—¡Hombre, mis dos detectives privados! Pensé que no los volvería a ver.
A los tres, que salimos del coche de inmediato, nos dio unos afectuosos besos de saludo.
—Veo que hoy traen ustedes refuerzos… —se dirigió a Marcial con suave ironía—. Y este caballero, ¿me puede decir quién es usted?
—Marcial Arenas, para servirla —respondió él como una centella—. Pongo en duda el orden aparente del universo, pero admiro la belleza de manera incondicional allá donde se manifiesta. Y puedo decir que mis dos amigos no han encarecido la suya en todo lo que merece.
—No le haga mucho caso —interrumpió con brusquedad Andrés las galanterías de Marcial, receloso del poder hipnótico de su verbo—, le gusta hablar así. La hemos buscado a usted en la ferretería, pero estaba cerrada.
—Sí claro, —asintió Elvira entre risas—, la tienda no abre hasta las nueve. Les puedo dedicar sólo diez minutos, y mira que lo siento.
—Le tenemos que pedir un favor, Elvira —pude terciar yo por fin—. Andrés ha conseguido, digamos que sin permiso, el libro de registro de clientes del hotel que hay en la calle de al lado. Ya creemos saber la identidad del señor que compró la cuerda en su tienda. El favor que le pedimos es a ver si se las pudiera arreglar para devolver este libro discretamente al mostrador de entrada del hotel. Nos da pena el pobre chico de la recepción, que ha sido muy amable con nosotros. Igual lo metemos en un lío si se echa en falta el libro.
—Eso está hecho, señores, no se preocupen ustedes —a Elvira le hacía gracia nuestro tratamiento deferente y lo enfatizaba—. Pero con una condición: el domingo vienen los tres por la noche a tomar algo a Palencia conmigo y con unas amigas. Por nada del mundo me perdería yo el progreso de su investigación.
Andrés y Marcial se tropezaron para aceptar la propuesta.
—Naturalmente, mi señora. De las pocas cosas seguras que se pueden afirmar de nuestro incierto futuro, una es que aquí estaremos los tres para darle razón —enfatizó Marcial, casi genuflexo.
Andrés, que no quería ser vencido en aquella justa caballeresca, echó mano de su amplio repertorio poético:
—¡Ningún desaire a la amapola! —exclamó, y su voz tronó tanto que atrajo la atención de las dos o tres personas que caminaban distraídas por la acera.
Yo, que ya me daba por vencido en aquella pelea de gallos, me encargué de lo más prosaico. Le entregué a Elvira el libro del hotel, que ella introdujo con recato en su bolso, mirando a cada lado, como si estuviéramos deambulando por una película detectivesca de los años cincuenta.
—No se preocupen ustedes, este libro llegará con discreción a su destino —nos aseguró con vehemencia—. Y, por cierto, ¿dónde les parece que quedemos el domingo?
—A mí me gusta un bar —me anticipé a las imprevisibles propuestas de mis dos amigos— que tiene una escalera de caracol de hierro para subir a los aseos; está en la calle Mayor.
—Ah, sí, sí —lo identificó ella de inmediato—, el bar Alaska. Me parece perfecto. Allí quedamos el domingo a las nueve. Esperemos no tener que hacer uso del aseo…, esa escalera parece la de un campanario —dejó caer, a modo de jocosa despedida, a la vez que agitaba con coquetería sus manos diciéndonos adiós y nos dedicaba un beso volador.
Nos quedamos un rato callados, observando cómo estremecía la calle su ligero contoneo. De aquel raro sortilegio nos sacó Andrés, que nunca desatendía, ni en los más altos lances de amor, los requerimientos de su estómago.
—Yo creo que hubiese sido mejor quedar en La Mejillonera y tomarse una buena ración de bravas.
—Señores —teatralizó Marcial como una figura de arlequín—, en este momento de exaltación erótica, como furioso anticlímax, aparece en escena Artotrogo.