A pesar de la deliberada suavidad de su voz para evitarme un despertar sobresaltado, incluso sus palabras puntearon en mis sienes como finas agujas.
—Ahí tienes en la puerta a Andrés, que lleva más de un cuarto de hora esperando. Le he dicho que estabas dormido, pero le da igual, ya lo conoces. Y tampoco quiere pasar adentro.
—Sí, mamá, sí. Dile por favor que ahora bajo —apenas acerté a balbucear, entre el sopor de un mal sueño y mi cabeza a punto de reventar.
Y es que la noche se nos había ido de las manos. Contra pronóstico, fue Adolfo, arrumbado en una esquina del merendero durante toda la cena sin apenas articular palabra, quien propuso ir a Grijalba, porque aseguraba haber visto un cartel en algún sitio que anunciaba fiestas en ese pueblo. Como era de esperar, Samuel y Andrés asintieron de inmediato a la propuesta, activados con solo oír la palabra «fiesta». Yo objeté algunos peros que, como de costumbre, no fueron atendidos.
El caso es que nos encontramos las calles de aquel pueblo desiertas, sin el menor atisbo de actividad festiva. Adolfo concedió que tal vez el cartel que él había visto se refería a otro pueblo o a otro día («¡Joder, ahora no hay más que fiestas en todos los sitios!», fue su argumento exculpatorio). Así que acabamos donde siempre, en el bar de La Pesa, en Melgar.
De entre el vórtice de imágenes y sonidos que todavía alborotaban mi cabeza, percibía con nitidez los alaridos de Salva entre carcajadas, nada más entrar, dirigidos a los dos hermanos que regían el local:
—¡Vaya!, tenemos otra vez plato único, huevos duros. ¡A ver si cambiáis algún día el menú, que ya os vale!
—Mejor que cambiaran los camareros —apuntilló Adolfo con su habitual laconismo desdeñoso.
—Pues a Samuel le gustan bastante los huevos cocidos —terció Andrés, para sorpresa del aludido, que no recordaba haberse posicionado nunca al respecto, pero que asintió levemente para no tener que abundar en el tema.
No sé quién había inventado aquel juego infernal de cartas en que las apuestas se hacían en vasos de vino rancio, el que se servía en aquel antro como «de la casa». A partir de ahí, ya todo era una amalgama de imágenes y ruido, lo de siempre: vino tinto y huevos duros, bailes frenéticos, otros bares y otros licores, algún fugaz intercambio de palabras con las chicas de costumbre, mucha camaradería bullanguera, canciones más ladradas que entonadas y los consabidos gritos de guerra: «Andrés – Rastrilla – poeta de Castilla», «Andrés – poeta – miembro del Comité».
Todo eso, volteando sin parar, se había convertido a las diez de la mañana en un agudo acúfeno que me taladraba la cabeza, como si estuviera conectada a una red de alta tensión. Y lo peor de todo: abajo me esperaba Andrés, al que nada en el mundo apartaría de su propósito.
Mientras descendía con dificultad las escaleras, me llegaban ecos de la conversación que mantenía Andrés con mi madre en el patio. Estaban hablando sobre su libro, Poesía entre dos milenios, que acababa de publicar hace unos días y que fue presentado en un gran acto público en la plaza de la iglesia.
—Sí, sí, ya se han vendido los doscientos ejemplares que encargamos… Muy buenos recitadores… Impresionante la actuación de Daría Ras, aunque un poco larga, casi no me deja firmar los ejemplares… Y luego el vino español del ayuntamiento, muy de agradecer, sí… un gran evento, sin duda…
Nada más salir por la puerta, sin dejarme ni abrir la boca, me quedaron claras sus intenciones:
—Hay una ferretería que se llama Otero, justo al lado de la plaza Mayor —con eso resumía Andrés su saludo de buenos días, el «muchas gracias, pero no me apetece nada»; el «cómo lo pasamos ayer, tío, qué desfase»; el «vístase rápido y saque el coche del garaje, que nos vamos a Palencia»; el «en esa ferretería compró el viejo la cuerda»; y, por último, el «tenemos que saber para qué quería esa cuerda».
No sabría decir por qué le sigo siempre la corriente y, menos aún, en una mañana en que a duras penas mantenía el equilibrio. Tal vez, y ya sé que es una manera muy extraña de explicarlo, porque aquel día conocí a Elvira. Es decir, sin los apremios y raras intuiciones de Andrés, nunca la hubiera encontrado. Y azarosas conexiones de ese tipo ya me habían sucedido antes con él, y me volverían a suceder.
—Ustedes dirán —sonrió por primera vez Elvira en nuestras vidas, una hora más tarde.
Andrés, muy sensible al atractivo femenino, no se había esperado aquella versión de dependiente de ferretería y la sorpresa lo dejó alelado. Así que, sobreponiéndome a mi triste estado de bacante matutina (y a la intimidación que siempre produciría en mí la poderosa mirada de Elvira), me puse manos a aquella difícil obra:
—Igual le parece un poco raro…
Me costaba horrores arrancar y Andrés había enmudecido, así que ella nos echó una mano:
—Uf, no os preocupéis. A mí ya casi nada me parece raro.
—El caso —me expliqué como pude— es que encontramos ayer una factura emitida por esta ferretería y pensamos que igual ustedes se acuerdan de alguien que vino a comprar dos metros de cuerda de cáñamo natural hace dos días a las cinco de la tarde.
No había terminado de explicarme y ya me daba cuenta de lo absurdo que sonaba todo aquello en boca de dos desconocidos como nosotros. Afortunadamente, en el local no había más clientela que Andrés y yo.
Elvira seguía sonriendo, aunque advertí un cierto tono de chanza en sus palabras:
—¡Qué pregunta! ¿Es que sois de la policía secreta o algo así?
—Ah, no, no, ¡qué va, nada de eso! —me apresuré a decir, hasta que se solaparon a mis nerviosas negaciones las palabras de Andrés:
—Seguro que usted ha leído en el periódico que apareció ayer un hombre muerto en Pedrosa del Príncipe...
—¿Un hombre muerto? Pues no, la verdad es que no. ¿Y dónde decís que pasó? —se interesó Elvira, a la que parecía intrigar la difícil relación de aquel suceso con su ferretería.
—En el páramo de Pedrosa, ya sabe usted, un poco más allá de Astudillo. En la provincia de Burgos —continuó Andrés, que había recuperado el don de la palabra y a quien, cuando se lanzaba, yo nunca era capaz de contener.
—Ya, ya… Me hago una idea. Pero, por favor, no me tratéis de usted, no soy tan mayor.
—No, no es usted nada mayor, no se ofenda —se disculpó de inmediato Andrés—, pero es que nosotros tratamos de usted a todo el mundo. Incluso entre nosotros mismos, que nos conocemos desde niños. Es una costumbre.
—Vale, vale. Entonces me dicen ustedes que apareció un hombre muerto en el páramo de Pedrosa —Elvira, como buena dependienta de ferretería, demostraba un espíritu práctico y muy adaptativo—. Lo que me pregunto es qué tenemos que ver nosotros con eso…
—Pues resulta que el muerto tenía una factura de esta ferretería —soltó abruptamente Andrés, al tiempo que le puso a Elvira el recibo sobre el mostrador—. Ese señor había comprado dos metros de cuerda de cáñamo natural aquí, el día antes, el veintiséis de agosto, el martes pasado.
—¡Ah vale!, ya entiendo. ¿Pero eso no sería más cosa de la policía?, digo yo.
Era tan razonable su objeción que tuve que apelar a una especie de imperativo ético, toda una melonada solemne y vacua, para cerrar el tema:
—Nosotros sólo queremos descubrir la verdad.
Andrés asintió fascinado a esa improvisada declaración de principios y reiteró con convicción mis palabras:
—Eso, eso: nosotros sólo queremos saber la verdad.