Marcial había bebido y, por poco que fuera, el alcohol lo proveía de una facundia incontenible.
—Bueno, si no están de acuerdo, pueden refutarme.
Amenazaba con reformular de nuevo su teoría, así que cada uno se dio por un instante a sus pensamientos, asintiendo ligeramente o bebiendo, o haciendo las dos cosas a la vez.
—Cuando voy en la bici no puedo evitar ese pensamiento; mejor dicho, esa visión —nos aseguraba Marcial con énfasis, blandiendo un sucio vaso de cristal, mientras seguía argumentando—. No advertimos la enorme conmoción que causa el roce de la rueda en el suelo. Pero hay que pensar a escala microscópica. La prueba es que la cubierta se va degradando, esa es una evidencia incontrovertible. Hay una fricción constante que causa un desgaste progresivo.
Me di cuenta de que el porrón estaba exhausto y le sugerí a Salva con un tenue ademán que bajara a la caverna a por más vino. Marcial dirigió su mirada hacia mí, como reprochando aquella interrupción gestual, y siguió con su discurso. Su rostro se deformaba a la oscilante luz de la única vela que aguantaba encendida.
—Yo me imagino el impacto brutal de la cubierta contra el piso; piensen en que las partículas de grava tuvieran un tamaño planetario, piensen en que la percepción del espacio es relativa, lo que para nosotros es una pequeña esquirla para una hormiga es un meteorito y, para una bacteria, un asteroide o todo un planeta.
Se llevó el vaso de vino a la boca, pero ya no contenía nada. Lo posó sobre la mesa y aprovechó para tomar asiento en un tablón destartalado que se sostenía precariamente sobre dos columnas de ladrillos. Desde allí siguió con su razonamiento:
—Yo no tengo una conciencia clara de mí mismo, de mis dimensiones. O mejor, no tengo una conciencia clara de mi alcance en el universo y eso me perturba enormemente. Yo provoco una convulsión, un cataclismo microscópico cada vez que me muevo, y cuando voy en la bici es de una violencia desatada. Si aumentáramos nuestra vista en un millón de veces sentiríamos pánico al contemplar el efecto de nuestros más nimios movimientos.
Entretanto, Salva ascendió de profundis con la misma botella que había bajado, pero colmada del vino de una cuba que llamábamos «la mimosa», la que atesoraba siempre el fruto de la mejor cosecha, y se la ofreció a Andrés.
—¡Anda! Echa vino a ese porrón, que está seco. Y con cuidado, que es de la mimosa. A ver si haces algo más que rimar a tontas y a locas.
Andrés recibió la botella con resignación y vertió buena parte de su contenido en el porrón. Luego lo alzó muy despacio con su mano derecha hasta estirar todo el brazo y dejó que el fino chorro se filtrara con deleite entre sus labios.
—¡Asta de toro bravo! —exclamó en una de sus enigmáticas expansiones lingüísticas, ésta muy usada para señalar ponderaciones altamente positivas. Poco más había que decir para encarecer el vino siempre excelente de la mimosa. Le pasó el porrón a Marcial, con la esperanza de que interrumpiera su discurso para echar un trago, y entonces aprovechó para lanzar uno de sus típicos cabos sueltos:
—Había un tique de una ferretería de Palencia; Otero, creo que se llama, que no habían visto. Se caería de un bolsillo al mover el cuerpo para meterlo en el coche fúnebre. Se ve que les faltó a los guardias un poco más de inspección ocular. Y no me extraña, con las prisas que les metió aquella tía borde —y, encontrándole gracia a la observación, o desquitándose del menosprecio con que había sido tratado la noche anterior, soltó su lenta carcajada paquidérmica.
—¿Habla usted de anoche? —a Andrés hay que contextualizarlo, porque a él le divierte presentar siempre los temas in medias res—. Pero… ¿cuándo encontró ese tique, si no se veía nada y casi no nos dejaron ni rebullir? —me costaba creer que una prueba tan notoria hubiese burlado la atención de toda aquella gente.
Andrés mantuvo una media sonrisa maliciosa, dando su astucia por sobrentendida, y siguió a lo suyo.
—¿Para qué compraría ese señor dos metros de cuerda?
Temiendo que Marcial retomara su argumentario sobre las perspectivas del universo (faltaba, como mínimo, una alusión ritual a los presocráticos) o, todavía peor, que Andrés volviera a la carga con el tema del muerto, la víbora y el tique, Salva cortó por lo sano:
—¡Oye, Juan!, ¿por qué no nos dices qué narices significa eso?
La pared del descansillo de la bodega estaba adornada con una oda en latín de Horacio escrita en alabanza de la ingestión moderada, epicúrea, del vino. En concreto, es la que hace el número dieciocho de las que contiene el primer libro de sus Carmina. Las letras ocupaban, en un frenético horror vacui, toda la superficie y en noches de abuso del alcohol aquella avalancha alfabética era el telón de fondo perfecto para cualquier delirio. Recuerdo haber pasado más de quince días recortando los moldes de cartón y pintando con paciencia letra tras letra sobre el fondo blanco. Menos mal que me aconsejó Porfirio trazar unas guías con lapicero antes de darle al pincel. Eso evitó una fatal colisión de versos y un batiburrillo aún mayor.
Andrés no atendió al cambio de tercio (como si fuera tan fácil distraer su atención) y arremetió de nuevo:
—Deberíamos ir a esa ferretería de Palencia y hablar con el encargado. Se tiene que acordar de quién compró la cuerda. No puede haber tantos viejos que vayan a comprar dos metros de cuerda el mismo día. El tique tiene fecha y hora.
—Eso, Salva, lo escribió un poeta romano, Quinto Horacio Flaco, hace veinte siglos —odio el soniquete magistral en cualquier circunstancia, pero más en la bodega y con mis amigos en trance etílico. Y lo peor es cuando, por querer evitarlo, queda a medio salir y resulta un cachivache insufrible entre espontáneo y doctoral—. Le aconseja a un tal Varo, un amigo suyo, que plante una viña para disfrutar del vino con mesura y le da algún ejemplo de lo que les pasó a quienes abusaron de él.
—¿Y para eso tantas letras? —terció la voz de Adolfo, salida del rincón oscuro de su profundo aburrimiento, porque la vela que habíamos colocado en la repisa de la chimenea sobre una botella se había extinguido ya hacía un buen rato, dejando escurrir el reguero de su cera fundida. —Además —prosiguió un poco desafiante—, aquí ni Dios sigue el consejo. Deberías de haber puesto en la pared una poesía de éste, que para algo tenemos aquí al gran poeta de la bragueta abierta —y festejó su ocurrencia con una estruendosa risotada.
—Por cierto, Andrés —no sé por qué me había venido a la memoria la despedida de los agentes de la Guardia Civil, la noche anterior—, ¿cumplieron su amenaza los guardias? ¿Han aparecido esta mañana por El Mesón a beber de gorra?
—¡Y encima tenían más que decir! —Andrés volvió a alzar el porrón con solemnidad y, tras apurar otro largo trago, siguió con su tema—, pero a cambio les conseguí sacar una información muy valiosa.
—¡Agarraos, que llega la exclusiva! —vociferó Salva.
Andrés se demoró un poco, porque consideraba lo que iba a decir como algo sensacional que hubiera precisado de un largo y cadencioso redoble de tambor:
—El aviso fue anónimo. Quien llamó no dijo quién era. ¿Quién lo encontró? ¿Por qué no dijo quién era? ¿Qué tendría que ocultar?
—No lo dijo porque no le salió de los cojones, ¡payaso! —exclamó súbitamente Adolfo desde las tinieblas, alzando la voz en un arrebato de ira, como si le molestara que se siguiera hablando de aquel asunto—. Un viejo las ha palmado. Pues bien, se le entierra y a otra cosa. No sé a qué vienen tantas películas. Si os levantarais a las cinco y media de la mañana, como yo, no perderíais el tiempo en esas chorradas.