Ya se había hundido el sol tras la gran llanura mesetaria cuando nos allegamos al grupo que rodeaba el cadáver, tendido sobre la hirsuta piel de un rastrojo. A la claridad solar le empezaba a sustituir un mareante enjambre de luces rojas intermitentes, al ritmo desacompasado de las aspas de cada molino del parque eólico. Entre eso y la circunstancia de que llegaba un coche fúnebre, seguido de otros dos turismos, todos con los faros encendidos y levantando mucho polvo alrededor, nuestra presencia no fue apenas advertida. Varias personas salieron de los vehículos y saludaron a la pareja de la Guardia Civil y a otros tres o cuatro hombres trajeados que los recibieron con alivio; se notaba que tenían ganas de marcharse de allí. Del último coche bajó una señora de unos sesenta años, vestida con un atuendo demasiado ligero como para afrontar las acometidas del cierzo que ya empezaban a sentirse. Acostumbrada a ser oída, alzó la voz para que se guardara silencio:
—Buenas tardes a todos. Me llamo Sofía Bermúdez y soy la jueza a cargo de este caso. ¿Ha llegado ya el médico forense?
Uno de los que estaban departiendo con los guardias, un joven muy alto y algo encorvado, se presentó a la jueza, que le dedicó un rápido saludo de trámite y ambos se aproximaron de inmediato al cadáver, que se encontraba acostado boca arriba, mal cubierto con una de esas mantas de emergencia que se utilizan en los accidentes. El médico le explicó con brevedad sus conclusiones, lo que le exigió manipular de manera muy superficial el cuerpo yacente, y luego los dos se apartaron unos metros del resto durante un par de minutos, en los que se les veía departir con rápidos gestos de conformidad. Terminada la conversación, la jueza volvió al grupo y, sin muchas contemplaciones, comenzó a apremiar a todo el mundo con autoridad:
—Bueno, ya va siendo hora de despejar esto, ¿eh? A ver, Severo, vamos a levantar el cadáver, venga, que aquí empieza a refrescar de lo lindo. ¡Hala!, metedlo ya en el furgón y que se lo lleven a Burgos a hacerle la autopsia.
—Pero señora —pareció objetar el agente uniformado al que sibilinamente se había ido adosando Andrés—, aún no conocemos la identidad del difunto. No tenía nada encima, ni cartera, ni llaves, ni ninguna documentación… Nada. No se ha podido informar a la familia. Yo creo que procedería una inspección más extensa del lugar, a ver si encontramos algún indicio.
—Inspeccione usted todo lo que le venga en gana, agente —le cortó desabrida la jueza, que luego supimos que cubría la baja inesperada de un compañero—, pero nos llevamos ya a este fiambre de aquí. La muerte está certificada y yo levanto el cadáver. No hay más que hablar. Si no hemos sabido quién es hasta ahora, no creo que su familia lo eche mucho de menos. Eso ya se verá. Y nos vamos para casa, que aquí empieza a hacer un biruje que para qué y el ruido de estos cacharros —y alzó desafiante la mirada hacia el aerogenerador que tenía más cercano— me está levantando dolor de cabeza. Además, supongo que se habrán recogido todas sus pertenencias y se habrá fotografiado todo… Y tú, Severo, te encargas de redactar el informe y no te olvides de adjuntar las fotos.
—Señora —le contradijo con cautela el otro guardia civil, que parecía bastante más joven—, ya le hemos dicho que no tenía pertenencias consigo. La ropa puesta y nada más.
Estaba anocheciendo casi sin sentir y cada vez se apreciaba más poderoso el chorro de luz de las linternas que los guardias sostenían en sus manos.
—Vale, vale. Ya os he oído. ¿Has tomado nota de todo esto, eh, Severo?
—Sí, señoría, queda registrado que no consta ninguna pertenencia —corroboró el tal Severo, con un seco aire funcionarial—. ¿Cargamos entonces?
—Pues claro, Severo, aquí ya no hay tecla que tocar. Y ustedes —añadió dirigiéndose a los guardias— ya recibirán si acaso instrucciones. De momento, dejen establecido el perímetro por si hay que verificar alguna cosa. Y luego, lo mejor es que se vayan también a casa.
Los dos hombres que habían llegado en el furgón funerario se colocaron unos guantes de látex, retiraron la manta y recogieron con habilidad aquel cuerpo inerte. Lo depositaron en una suerte de funda plástica de color negro con una gruesa cremallera que cerraba el saco completamente. A continuación, elevaron el cadáver y lo depositaron sobre una plataforma deslizante que se replegó hasta el interior del vehículo. Una vez cerrado el portón trasero, ya se aprestaban todos a volver a sus coches cuando me pareció ver a Andrés aproximarse a la jueza y darle un ligero toque en el hombro para llamar su atención.
—Oiga, señora, digo yo que igual a este hombre le ha picado una víbora y no le ha dado tiempo de ir a ningún sitio. Era un señor muy mayor, no hace falta más que verlo.
La jueza, que apenas si le podía distinguir el rostro, se sobresaltó ante aquel contacto y reculó unos pasos.
—Pero… ¿quién es usted? ¿Qué hace aquí y qué dice?
—Digo… —prosiguió Andrés con parsimonia— que me parece que por aquí hay muchas piedras planas, y que igual este señor ha movido alguna sin querer con el pie y le ha picado una víbora. Ya sabe usted que a las víboras les gusta estar debajo de esas piedras cuando hace mucho calor, porque sienten frescura.
La jueza se apartó un poco más de Andrés, como para tener una visión más completa del conjunto: sus zapatos apenas sin suela, la camiseta de las fiestas del verano que oprimía su oronda humanidad, su rostro mal afeitado, el pelo, que ya raleaba, agitado por el viento. Luego extendió los brazos hacia adelante y a los lados, como si las palabras no le bastaran para manifestar toda su contrariedad.
—¡A ver, agentes! —interpeló desencajada a los dos números de la Guardia Civil que seguían rastreando el terreno con las linternas— ¿quién es este sujeto? ¿Pertenece al dispositivo?
El viento del norte ya soplaba con descaro, sostenía el sordo martilleo regular de los molinos y arrastraba la densa melena de la jueza por su rostro, lo que le incomodaba casi tanto como el frío y el polvo que aventaba el aire. Los agentes se acercaron a Andrés y el mayor lo agarró de un brazo y lo arrastró con alguna rudeza hacia sí, alzando la voz y sobreactuando un tanto para hacer creíble su autoridad.
—Haga el favor de retirarse, usted no está facultado para estar aquí.
Luego, melifluo, se acercó a la mujer.
—No se preocupe, señora jueza, no sé cómo han llegado estos dos hasta aquí (de repente y para mi sorpresa me vi incluido en la nómina de intrusos). No hay problema, ya nos encargamos nosotros.
—Más valdría que estuvieran un poco atentos, más valdría… —le reprendió ella mientras se introducía por fin en el coche, mascullando algún fastidio—. Tira de una vez, Severo, me tenía que tocar a mí venir hoy al culo del mundo.
Las luces de freno del furgón y de los turismos que le seguían fueron atenuándose según avanzaban por el camino en busca de la carretera, dibujando en la noche la irregularidad de aquel piso frecuentado habitualmente solo por maquinaria agrícola. Cuando vio que la comitiva ya rodaba sobre el asfalto, el agente más joven se encaró con Andrés.
—¿A ti qué te pasa? ¿A qué narices vienes aquí con este otro? Tú no sabes la mala leche que se gasta esa tía. ¡Lo que me faltaba, tener que dar más explicaciones! Anda, haced el favor de marchar de aquí los dos cagando leches.
Andrés siempre ha recibido las reconvenciones con la mayor indiferencia, como si fueran dirigidas a otra persona. Es muy difícil forzar un cambio de vía en su pensamiento.
—Pues no es el primero al que pica una víbora por aquí. Y digo yo que tampoco es para ponerse así, nosotros venimos a ayudar. Y, por cierto, ¿quién dio el aviso? Porque este señor parece que estaba solo.
El agente lo dio por imposible y prefirió ignorarlo, volviendo a su tarea.
Mientras los guardias revisaban las cintas de señalización del perímetro y afirmaban las pequeñas estacas en que estaban prendidas, Andrés siguió escudriñando, ya casi a oscuras, la zona en la que había estado tendido el cadáver, moviendo con el pie algún montoncillo de paja prendido al rastrojo y las pequeñas piedras que quedaban al descubierto. En un momento pareció agacharse a recoger con la mano algo del suelo. Por fin se acercó junto a mí, que me había retirado prudentemente del lugar.
—¡Menuda inspección que han hecho estos dos pájaros! —me susurró enigmáticamente, cruzando su vista con la de los guardias, que ya se disponían a abandonar el lugar.
—Mañana el chupito gratis, Andrés, por meticón —le gritó el más veterano, al que se veía más relajado desde la marcha de la jueza, mientras cerraba la puerta del conductor del coche patrulla.
—No sé qué tendrá que ver una cosa con la otra —protestó mi amigo, tomando por muy cierta la amenaza—. Siempre estáis igual, os creéis que el dinero llueve del cielo. Y al final, lo que no cuadra en la caja se me arrima a mí.
Ya subidos los dos números al coche apenas si se despidieron mientras echaban a andar.
—¡Hala, a cascarla, que esta noche va a hacer frío!