viernes, 8 de diciembre de 2023

Capítulo I: Dicen que hay un muerto en el páramo

 

—Dicen que hay un muerto en el páramo. 

Tantos años de cercanía me han permitido descifrar su extraño uso del lenguaje. En realidad, con ese escueto aserto, Andrés me urgía a subir con él al páramo (en mi coche, a poder ser) y curiosear sobre aquel sorprendente suceso del que yo tenía ahora la primera noticia. Como sé lo tenaz que puede llegar a resultar en sus requisitorias, no opuse gran resistencia ni le exigí mayores explicaciones. Al poco, pasada la ermita, ya remontábamos la empinada ladera, mientras él buscaba afanoso el dial de Radio Evolución. 

 —Ahora deberían estar repitiendo el programa de ayer por la mañana —rezongaba saltando de una frecuencia a otra, hasta que dio con un anuncio de embutidos que le resultó familiar. 

 —Esta debe de ser la emisora, aunque es raro que no esté saliendo lo de ayer. 

Hacía ocho o diez años que Andrés colaboraba con Radio Evolución de Burgos. Allí tenía un breve espacio cada quince días en el que declamaba sus poesías y ofrecía, en un apretado y veloz monólogo, noticias del pueblo y la comarca. No hay cosa que más le complazca que escucharse a sí mismo hablando por la radio y festejar con alguien sus ocurrencias. Tras el anuncio, comenzó a entreoírse la sintonía que introducía su intervención.

 —Sí, sí, mira, ya hablo yo —exclamó alborozado—. Es cuando recito la poesía del pensamiento. 

La emisora se recibía entrecortada y su voz, engolada y altisonante, se apreciaba con alguna dificultad por encima de la melodía del programa. 

«Toda una cuenta que saldar, con palabras sonando entre la voz de mis sueños…».

Cuando alcanzamos la planicie, sorteado ya el sinuoso tramo de carretera que vence a la ladera, pudimos divisar, a lo lejos, los destellos intermitentes de las luces de emergencia de un vehículo y un corro de personas que menudeaban a su lado. 

«…cortejos de mi inspiración y cuna de mis silencios».

 —Parece que ya ha llegado la policía. No va a ser fácil acercarse por allí, Andrés. A ver qué hacemos. 

Él había aproximado su oreja derecha al salpicadero del coche, como si así se fuera a oír mejor la radio y, sonriendo, hacía gestos de asentimiento. 

—Es buena, ¿eh? Se titula «La sinfonía del pensamiento» y es de las que están en el libro. Y ahora, cuando acabe de recitar, Jesús me va a preguntar que de dónde saco la inspiración y ya verá lo que le digo. 

No había otra solución que apagar la radio o «La sinfonía del pensamiento» percutiría en mi cabeza hasta el fin de los tiempos.

 —A ver si me escucha usted, Andrés. Le digo que no nos vamos a poder acercar. ¿No ve aquellas luces? Seguro que es la policía. Lo tendrán todo acordonado.

 —Será la Guardia Civil —me corrigió un poco amoscado, al ver que yo no tenía la menor intención de volver a encender la radio—. Les han dado el aviso a ellos primero. Pero creo que no deberían poner la música de fondo tan alta cuando estoy hablando. Se lo diré a Jesús la próxima vez. Es una pena que no se entienda bien la poesía, se pierde lo mejor. 

Consideré una opción prudente aparcar el coche lo más orillado posible en una de las anchas pistas de servicio del parque eólico que se ha adueñado del altiplano, a cierta distancia del lugar en que parecía haberse encontrado el cadáver. Aunque tuviéramos que caminar un buen trecho, nuestra llegada sería así mucho más discreta. Además, confiaba en que al salir del coche podríamos volver al propósito que nos había llevado hasta allí y dejar por fin de lado la transmisión radiofónica.

 —Pero, ¿vamos a ir andando todo ese camino? ¿Usted ha visto lo lejos que están? ¡No fastidie, Juan! —comenzó a mascullar Andrés nada más salir del coche.

«Quejas retóricas» pensé para mí. Sé muy bien que esas protestas son en él perfectamente compatibles con seguir caminando durante el tiempo que haga falta. Es como el asunto de la radio; en realidad, como todos sus asuntos: cosa de dejarlo posar. 

Emprendimos la marcha y enseguida abandonamos la pista por un camino agrícola que tenía bien marcada la huella de los tractores y que llevaba derecho al grupo junto al que destellaban las luces de emergencia. Era un atardecer de verano tibio, aunque se sentían ya los primeros avisos de un cierzo que refrescaría la noche. Trazos de avena loca a los lados del camino cimbreaban ligeramente al compás de la brisa. Entre una y otra rodera se aplastaban a la tierra, en una sucesión interminable, esos cardos sedientos y desaliñados que se dan por aquí. 

—Mire qué zapatos traigo. Si nos acercáramos un poco más en el coche podríamos oír lo que queda del programa, lo que conté de la feria de Melgar —protestaba Andrés con poca esperanza, porque creo que él también me conocía a fondo y sabía que mi terquedad, en asuntos como el que nos ocupaba, no desmerecía de la suya. 


Capítulo II: Igual le ha picado una víbora

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