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Mane en el Monte do Gozo, con el escenario papal al fondo (19 de agosto de 1989) |
El virus ya se nos fue inoculando de pequeños. En el seminario de Tardajos los Paúles organizaban unos viajes impresionantes en séptimo y octavo de EGB (es decir, con 11 y 12 años). La recolección de los fondos necesarios pecaría hoy de cierta incorrección política, pero su efectividad era indudable. A una pequeña aportación económica semanal se añadía la rentabilidad de iniciativas tan pintorescas como las de armar bolígrafos (las piezas llegaban separadas en bruto), hacer acopio de chatarra, papel y cartón para venderlo al por mayor, y, sobre todo, ir a recoger patatas al campo, operación en la que se nos trasladaba masivamente en un remolque (seríamos unos cincuenta o sesenta) y se nos tenía toda una jornada (generalmente un sábado) llenando sacos de patatas en una enorme parcela. Era la actividad más lucrativa, aunque habría que haber oído la opinión de UNICEF al respecto. También se organizaba una gran rifa, para la que a cada uno se nos asignaban varios tacos de papeletas, cuya venta recuerdo como un tormentoso desafío a mi timidez.
El caso es que con aquellos fondos, y haciendo uso de la sorprendente infraestructura religiosa de la que se disponía por doquier, los paúles nos dispensaron una inolvidable excursión por Aragón, Cataluña, Andorra, Sur de Francia (Lourdes era algo así como el objetivo clave) y Navarra. No es una anécdota menor, por cierto, que en aquel viaje nos acompañara José Guerra.
Al año siguiente, y con una financiación similar, nos llevaron por buena parte de Andalucía y hasta cruzamos el estrecho para llegar a Ceuta. Fue muy emocionante contemplar in situ la Giralda, la Alhambra, la mezquita de Córdoba y hasta el palacio de Aranjuez.
Eran viajes de una enorme densidad artística y cultural, y un regalo de los dioses (de Dios, sería más propio decir) para los incipientes amantes de la geografía, como era mi caso.
Todo este largo circunloquio para llegar al sábado 19 de agosto de 1989. Unos días antes, había trascendido por Pedrosa que Chisum estaba haciendo el Camino de Santiago en bici y que estaría en Compostela aquel día. Yo había terminado en junio mi carrera, y me encontraba en ese extraño momento en que no eres nada, ni estudiante, ni trabajador ni tan siquiera has empezado a ser opositor, porque aún te sientes con derecho a gozar de tus últimas vacaciones estudiantiles libre de preocupaciones.
En esas estaba cuando apareció Mane por casa proponiéndome, nada más y nada menos, que ir a Santiago de Compostela a ver al Papa, que acudía a la capital gallega con motivo de la jornada mundial de la juventud. Él sabrá de qué parte de su cerebro surgiría semejante iniciativa, pero me pareció tan rocambolesca que, sumada a ese apetito permanente por conocer nuevos lugares (yo no había estado nunca hasta entonces en Galicia), me hizo aceptar de inmediato la oferta, y nos pusimos manos a la obra.
Así que, tras explicar el sentido de la expedición (¿?) a nuestras respectivas madres, nos embarcamos en Burgos en el mítico Shangai (el expreso Barcelona – La Coruña) camino a Compostela, con un par de mochilas en las que abundaba el embutido y las latillas; algo de ropa, un poco de dinero y un solo saco de dormir completaban en bagaje.
De camino para Galicia, en la estación de León, vimos con asombro la bicicleta de Chisum facturada, que venía sola de vuelta, con lo que la reunión en el Monte do Gozo con nuestro mentor espiritual ya estaba frustrada. El viaje cobraba, si cabe, un perfil más surrealista.
Pero nosotros no nos amilanamos, y recorrimos las rúas de Santiago antes de encaminarnos a la gran explanada del Monte do Gozo. La vieja ciudad gallega estaba atestada de visitantes, y, entre ellos, no se me olvida, nos tropezamos con Manuel, Ireneo y Daniel, el cura de Padilla, en la Plaza de Platerías, a los que sorprendió no poco encontrarnos por allí.
En el Monte del Gozo, así llamado porque el peregrino, después de su largo y sufrido itinerario, ve aparecer por primera vez las torres de la seo compostelana, se había levantado un aparatoso escenario frente a una enorme extensión de terreno que debía acoger al medio millón de personas que acudían al evento. Para hacer más confortable el lugar, se había plantado toda la extensión de césped, pero por alguna razón, no había germinado en condiciones, y en su lugar no había más que tierra y mucho polvo. Por allí nos ubicamos Mane y yo entre aquella enorme multitud, en su mayoría gente muy joven, que se tendía a agrupar en corros con sus pancartas, sus guitarras, su entusiasmo y sus gritos de admiración, como si en vez de Juan Pablo II fueran a aparecer en el escenario los Rolling Stones.
Y así fue, compareció el papa y pronunció un largo discurso, del que tengo el lejano recuerdo de ser demasiado denso y teológico para aquella concurrencia tan joven y enardecida. Luego se echó la noche, y aquello se convirtió en una especie de campamento de guerra. Se cumplió lo de “En agosto, el frío en el rostro”, y a un día muy caluroso siguió una noche fría y muy húmeda, que convirtió en barro todo aquel polvo de la explanada. Los innumerables grupos de mil nacionalidades distintas comenzaron a hacer hogueras para calentarse, y entre el frío, el humo y los resplandores de las fogatas y el bullicio de tanta gente allí no se podía dormir, y menos con un solo saco. Así que Mane y yo nos fuimos andando antes del amanecer en dirección a la ciudad, a unos cinco quilómetros, con la intención de coger el primer tren que parara en la estación, con el destino que fuera. Y así nos subimos a un cercanías con rumbo a Villagarcía de Arosa.
De aquel día recuerdo, sobre todo, su noche, porque después de andar vagando por las Rías Bajas (mejillones en El Grove, un pequeño receso en playa de Marín, a la puesta del sol…) nos fuimos a dormir a la pensión más barata de Pontevedra, que tenía los somieres de las camas abombados. Da igual, era tanta la fatiga acumulada que recuerdo aquel sueño como uno de más profundos y reparadores de mi vida.
Al día siguiente anduvimos por Vigo, una ciudad de mucho subir y bajar, y dormimos en el Camping de Bayona, a pesar de la resistencia de su gerente a admitirnos sin tienda de campaña y con un solo saco de dormir.
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En el parque Monte do Castro, en Vigo |
En Zamora sólo disponíamos de una hora antes de que saliera el autobús de Valladolid, y catorce iglesias románicas que ver, más la torre y la cúpula escamada de su recia catedral. Ahí comprobé que Mane era un duro maratoniano en ciernes, pues sobrellevó sin rechistar aquel empacho de ábsides, portadas, arquivoltas y capiteles cursado a toda pastilla y con las mochilas acuestas.
Por fin en Valladolid, nos pusimos a hacer dedo a la salida de la ciudad, en dirección a Burgos, y quiso el azar que pasara por allí mi hermano con su R11 camino de Pedrosa.
En la veintena no se tarda nada en reponerse de cualquier fatiga, y como nos había sobrado bastante del embutido y las latillas con que habíamos partido a Galicia, convenimos en dar trámite a todo aquello por la noche, en la bodega, lugar donde casi siempre se iniciaba otro viaje, más corto, pero con desenlace igual de imprevisible.
El destino, al que tanto le gusta ironizar, me retuvo después quince años en Galicia. Tuve tiempo de volver varias veces sobre nuestros pasos de aquel lejano verano de 1989, y no podía evitar el recuerdo de dos chavales sentados a la sombra de un árbol, abriendo un par de latillas y cortando salchichón con la navaja. Eso sí, con el enorme valor añadido que le presta a todo la juventud.