domingo, 10 de julio de 2022

Aquiles, escondido cerca de Saldaña


No muy lejos de PDP (a poco más de setenta kilómetros), cerca de Saldaña, en la provincia de Palencia, se asienta otra Pedrosa, Pedrosa de la Vega, donde hace medio siglo que se encontraron los restos de una impresionante villa romana, La Olmeda. A su manera, es una de esas historias arqueológicas cargadas de romanticismo, como los hallazgos de Schliemann en Troya o los de Arthur Evans en Creta. En este caso, nuestro Indiana Jones es Javier Cortés, que encontró de manera casual, en una finca de su propiedad, uno de los restos arqueológicos más importantes de la Hispania romana (y que contiene, sin duda, uno de los mosaicos más hermosos de todo el mundo romano). Aunque él era ingeniero agrónomo de profesión, ese hallazgo lo arrastró hacia la arqueología, a la que dedicaría toda su vida, convirtiéndose en uno de los mayores especialistas mundiales en musivaria romana. 

La villa fue un importante centro de producción agropecuaria y conoció su época de esplendor en el siglo IV de nuestra era, una vez que el imperio, ya a la defensiva y en franca decadencia, se reconcentró sobre sí mismo, y las grandes villas se fueron convirtiendo en entidades autosuficientes bajo la autoridad de un dominus cada vez más desligado del poder imperial.

La villa tenía una parte rústica, una gran extensión para el cultivo y el pastoreo, y una parte urbana, la residencia del gran señor, rodeada de todos los edificios precisos para la explotación de sus tierras (almacenes, establos, viviendas del personal de servicio, y un largo etcétera). Las dependencias residenciales del dominus, el corazón de la villa, solían ser muy sofisticadas, con habitaciones calefactadas con el hipocaustum (el antecedente directo de nuestras glorias castellanas), baños a distintas temperaturas (una especie de termas privadas), dormitorios, comedores y salas para la recepción de visitantes y actos ceremoniales, que recibían el nombre de oecus. Todas ellas decoradas con vistosas pinturas al fresco en sus paredes y mosaicos en el pavimento. 

El dueño de la villa se esmeraba, sobre todo, en la decoración del oecus o sala de recepción, utilizada a veces como gran comedor, porque en ella podía dejar claros su riqueza y poder a los visitantes en sus recepciones, ya se tratara de otros grandes propietarios, de dignatarios imperiales o, también, de sus propios súbditos a la hora de rendir cuentas. Una escenografía poderosa daba prestigio e intimidaba al invitado. 

En la villa romana de La Olmeda esa sala recibió una decoración exquisita. Un artista muy inspirado, del que no conservamos mayor noticia, compuso para su pavimento uno de los mejores mosaicos romanos que se conservan en el mundo. Para encomiar su mérito hay que detenerse un instante a pensar lo que significa pintar con piedras de colores, las teselas que componen el mosaico. No se trata, tan solo, de saber componer una escena con sus requerimientos de manejo del color, de la composición, de la perspectiva, del dominio del dibujo..., sino hacerlo con pequeños trozos de piedra, en lugar de con un pincel y pigmentos de colores. Y que sea capaz de conseguir las suaves transiciones de un cuadro.

El mosaico del oecus de La Olmeda está dividido en dos partes muy diferentes; una recrea unas impresionantes escenas de caza que, por cierto, reproducen una fauna que parece más africana que española, y la otra representa una curiosa escena mitológica. Todo ello orlado por una cenefa en la que, entre otras cosas, aparecen en dos medallones un rostro masculino y otro femenino de un genuino realismo romano, tal vez de quienes fueran un día los dueños de la villa.

Tetis, la madre de Aquiles, atribulada por el vaticinio que pesaba sobre su hijo, el de morir con gloria en la guerra, pero en plena juventud, intentó por todos los medios burlar el imperio fatal de ese destino. Entre otras cosas se le ocurrió infiltrarlo en la corte del rey de Esciros, una isla griega en medio del Egeo, vestido de mujer, entre las hijas y cortesanas del rey. El plan, como era de esperar, dio problemas, pues proveía de irresistibles y permanentes tentaciones a un fogoso joven como Aquiles. El caso es que una de las hijas del rey, Deidamía, no sabemos si de grado o por fuerza, acabaría dando dos hijos al héroe, uno de los cuales, llevaría por nombre Neoptólemo, que vivió siempre ensombrecido por la talla heroica y fama imperecedera de su padre.

Los griegos sabían que sin Aquiles era imposible la conquista de Troya, así que comisionaron al más astuto de sus caudillos, Ulises, a sacarlo de su escondite. Ulises, fecundo en ardides, como le titula Homero, se presentó en el palacio de Esciros como un buhonero que vendía bisuterías y afeites. Las mozas de la corte acudieron entusiasmadas a revisar la mercancía, salvo el mentido Aquiles, que no parecía mostrar gran interés hasta que Ulises añadió arteramente a su mercancía un escudo y una lanza. El ardor guerrero del héroe lo delató, pues no pudo evitar probar el tacto de aquellas armas, que tanto añoraba. Descubierto, Ulises lo requirió a cumplir con su deber, mientras las chicas lo trataban de retener desesperadas, abrazadas a sus piernas. 

En el finísimo mosaico de La Olmeda tenemos representado ese episodio de manera primorosa: un Aquiles de belleza femenina, casi desnudo, blandiendo escudo y lanza; un Ulises con barba, que contempla la escena con satisfacción contenida, y que, por si acaso, echa mano de la empuñadura de su espada; las que se suponen la reina y su sirvienta, más sensatas que sus enloquecidas hijas y doncellas que se echan a los pies del héroe. Todo ello entre las cortinas de palacio. 

Aunque el mosaico presente dos zonas perdidas (una de ellas en el centro de la escena), su estado de conservación es admirable, y su calidad lo acerca a una milagrosa pintura en piedra. 

Aquiles, todo el mundo lo sabe, murió tratando de expugnar Troya, cosa que no pudieron conseguir ni su valor ni su fuerza ni su destreza guerrera. Pero eso no quita que su presencia, y su muerte, fueran una condición indispensable para su conquista. Fue otra vez el talento del astuto Ulises el que, mediante el engaño, abriría la puertas de la ciudad. 

Todas estas cosas comentaría el terrateniente de La Olmeda, hombre leído, a sus visitas, cuando contemplaran anonadadas el pavimento sobre el que ponían sus pies al ser recibidos en la sala de respeto. La historia no pertenece a la versión más trillada del mito, no se encuentra en la Ilíada, hay que leerla en la Tebaida de Estacio. Tal vez bromeara en alguna ocasión nuestro dominus con la idea de que, en lugar de en una isla del Egeo, fue, allí, al lado de Saldaña, donde se fue a ocultar Aquiles para esquivar el mortífero destino que le perseguía.

Gerardo Manrique