Por Florentino Escribano Ruiz, publicado en el número 46 de Regañón, enero de 2003
Felipe Ruiz tiene ahora 78 años. Su vida de juventud y de madurez transcurrió en el pueblo que le vio nacer entre hormas de madera para hacer zapatos, leznas, tachuelas, suelas, correas, betunes...
Él es todavía la imagen viviente de un oficio que tuvo su esplendor en el pueblo hasta los años sesenta pero que, tras el abandono de este oficio, desapareció para siempre.
Aprovechando su estancia en los días de agosto, me acerco hasta su casa para compartir con él un rato entrañable. Mientras hablo con él, me acompaña su nieto, Alvar Íñigo, que en su adolescencia admira con reverencia cada palabra que sale de la boca de su abuelo para no perderse ni un momento de las emociones que rezuman un sabor añejo lleno de profundo misterio.
¿Cómo empezó esta historia, Felipe?
Mis raíces de zapatero tienen una larga historia generacional. Mi abuelo, Pedro Ruiz, fue zapatero. Mi padre, Severiano Ruiz, fue zapatero. Mis tíos eran zapateros.
Mi padre cayó muy enfermo a los cuarenta años y yo con trece años tuve que hacerme cargo del taller de zapatería. De ellos aprendí este oficio y desde entonces me ha acompañado prácticamente hasta que no hubo más remedio que buscarse la vida de otra manera.
¿Había más zapateros en el pueblo?
Sí, entonces era una profesión bastante extendida. Después de la Guerra Civil, en el año 1937, había bastantes zapateros en Pedrosa del Príncipe. Estaban también mis hermanos Agustín y Seve. El señor Eusiquio, que además de zapatero tocaba las campanas, y otro que se llamaba Ángel Carro.
¿Qué se necesita para hacer un zapato?
Pues, lo primero era comprar las pieles enteras en Burgos. Algunas pieles eran de vaca para hacer zapatos fuertes para el campo. Otras pieles eran de becerro para hacer zapatos un poco más finos. Había otra piel que llamábamos "Boska", que venía muy bien curtida, y con ella hacíamos el calzado para vestir. Para el zapato de los niños utilizábamos piel de Tafilete, que era más suave que las anteriores.
¿Y cómo seguía el proceso hasta que se terminaba un par de zapatos?
Pues, una vez que tenías la piel adecuada al tipo de zapato que te pedía el cliente, lo que había que hacer era tomar las medidas del pie.
Para ello tenía unos patrones de cartón a la medida más o menos cercana a la persona. Se ponía el cartón sobre la piel y se recortaba posteriormente.
Después había que guarnecerlo, es decir, coserlo con la máquina. Se cortaba la hoja de suela para el piso, que tenía que ser de piel de toro muy viejo, y se preparaban en la horma de madera para darle forma.
¿Cuánto tiempo se tardaba en hacer un zapato?
El proceso era muy meticuloso. Después de cortar de la hoja de toro, había que poner la plantilla, el contrafuerte, el tope, la vira, el cambrellón... había que rellenar el hueco del zapato y coser al cuero la entresuela y la suela que se cosía con cabos de cáñamo de doce o trece hilos de dos brazos de largo. Por lo menos se tardaban unas doce horas en hacer bien todas estas operaciones.
¿Cobrabas mucho dinero?
Pues, en aquella época, se cobraban 140 pesetas por un par de zapatos de campo y 300 pesetas por un par de zapatos finos.
Tenía que esperar a cobrar después de las cosechas, que era cuando la gente tenía algo de dinero. Bueno, lo tenían los ricos.
Otras veces se cobraba en trigo, fiado durante todo el año. También se cobraba en harina para el horno donde hacíamos el pan.
También se pagaba en especias y en carros de paja para calentar la estufa. Eso en las mejores condiciones, pues en la mayoría de las ocasiones había que ir casa por casa para recordárselo a los que debían unos zapatos, pero me iba de vacío, pues en muchas ocasiones sólo se oía una voz que decía: vuelva usted mañana, que ahora no tengo ni un céntimo.
¿Daba para vivir esta profesión?
Bueno, no era una cosa para hacerte rico, pero daba para vivir al día, sin pasar penurias dentro de las necesidades de aquella época. Incluso podía permitirme algún capricho de vez en cuando.
¿Tenías clientes en otros pueblos?
Sí, solíamos recorrer los pueblos limítrofes como Hinestrosa, Castrojeriz, Villaquiranejo, Itero de la Vega, Itero del Castillo, Valbonilla...
Salía a los pueblos los domingos por la mañana con la bicicleta. Llevaba los zapatos arreglados, atados al manillar, y otros en el sillín de la bicicleta.
Había que llegar a la hora de misa, pues así te veían en el pueblo y se enteraba la gente de que había llegado el zapatero. De esa manera volvía otra vez a casa, cargado con zapatos para arreglarlos en la próxima semana.
¿Tienes alguna anécdota que puedas contarnos?
Hacíamos zapatos a las monjas, bueno, precisamente sandalias, pues eran para las monjas de clausura que utilizaban este tipo de calzado. Resulta que, como los hombres no podemos entrar en el convento, no se las podía tomar la medida y la única fórmula era hacer otras sandalias iguales a las viejas que te daban ellas por el torno.
¿Arreglabas también otras cosas que no fueran zapatos?
Sí, también se arreglaban muchos aperos de labranza: cabezadas, colleras, cinchos de las caballerías. Entonces, entre unas cosas y otras, había mucho trabajo, pues todo el campo se labraba con animales y éstos rompían y desgastaban los aperos con mucha frecuencia.
¿Te trataba bien la gente?
Sí, no tengo ninguna queja hacia nadie. Yo trataba de ser amable con todos. Se utilizaba un vocabulario exquisito, fino, educado. El trato con la gente era muy bueno, además, después del trabajo se iba a la bodega a descansar mientras se comía un chorizo, se hablaba y la verdad es que era agradable estar en el pueblo y convivir en buena armonía con toda la gente.
¿Te gustaba este oficio?
Mientras duró este trabajo, siempre lo he hecho con agrado. Al principio no había más remedio que seguir la profesión de la familia, pero me gustaba terminar bien las piezas y me fui especializando en los remates finos. Se me daban bien. Me gustaba el trato con la gente. Me ilusionaba que me dijeran que los zapatos, arreglados o nuevos, habían quedado muy bien. Era una gran satisfacción para mí saber que el cliente se iba con agrado.
¿Qué tipos de arreglo eran los más solicitados?
Me traían zapatos de todo tipo. Algunos totalmente deformados que no tenían pinta ni de zapato, pero salían nuevos de mi taller. Yo tenía paciencia, los metía en la horma y se recomponían. Además me pedían medias suelas cosidas o clavadas, tacones, tapas, defensas para las suelas, herraduras finas en los tacones... También vendía el famoso "servus" para limpiar los zapatos, cordones...
Epílogo:
Me despido de Felipe, el zapatero, con la grata sensación de encontrarme de nuevo en su casa, cerrada en inverno como muchas otras, donde tantos zapatos ha hecho, pero sobre todo con la alegría de haberme encontrado con algo más que la curiosidad de una antigua profesión.
He encontrado en Felipe, el zapatero, a una gran persona que ha sabido echar los mejores remiendos a los desperfectos que tantas veces nos trae la vida.
Mis recuerdos de la niñez me trasladan a la casa de este hombre, donde tantas veces yo acudía, unas porque allí vivía uno de mis amigos de la infancia, y otras porque mi padre me mandaba a recoger los zapatos de labranza de mis hermanos o también los correajes de las mulas, que quedaban finamente arreglados por las manos artísticas de este zapatero.
Yo recuerdo a Felipe, el zapatero, con su delantal de trabajo, sentado en un silla muy bajita y por delante una mesita que para mí tenía como ciertos poderes mágicos en cada uno de los muchos cajoncitos donde había puntas y remaches de todas las clases.
El característico olor a cuero y a los pegamentos daban un atractivo especial a la habitación. Las hormas colgadas en las paredes añadían a mi imaginación un no sé qué de misterio que perdura aún en mi mente.
Sigo admirando a este hombre por su saber hacer, por su serenidad y por su manera de afrontar con entereza la larga espera de la eternidad, tanto en la profundidad de una oración como en las visitas al cementerio de la Virgen de la Olma, para recordar diariamente a su amada esposa, Aurea.
En nuestros pueblos ya no se necesitan zapateros. Ha cambiado mucho la vida. La labranza se ha mecanizado y no hay correajes, ni collerones, ni cabezadas por coser. Un par de zapatos nuevos está al alcance de cualquiera. La antiquísima profesión de zapatero se perdió en Pedrosa del Príncipe con Felipe Ruiz, el último zapatero.
La vida evoluciona y hay que mirar hacia adelante, pero siento que, con la desaparición de las viejas profesiones, se vaya también la grandeza de espíritu de las personas que las ejercían.
Gracias, Felipe, por tu saber hacer las cosas con tanto esmero. Gracias, por tus silencios y discreción para no hablar mal de nadie, ni siquiera de aquellos que usaron los zapatos que te encargaron para sentirse más importantes, pero que nunca te los pagaron.
En Felipe, el zapatero, hacemos desde aquí un homenaje a todas esas familias de zapateros de antaño, cuyos zapatos tenían hasta la propiedad de guiar los pasos de los caminantes por los mejores senderos, dejando una huella que el tiempo no ha podido borrar.