Siempre que se acercan las fiestas patronales de Pedrosa me viene al recuerdo el gol fantasma de Michel. A diferencia de otros domingos de fin de fiesta, por lo general muy depresivos, pues las grandes noches ya habían pasado (esas fabricadoras de embelecos, que muestran al que en ellas su bien conquista los montes llanos y los mares secos) y al día siguiente esperaba la Facultad con todos los exámenes al acecho y la mala conciencia del tiempo perdido, al menos quedaba por vivir un España-Brasil de un Mundial, en plena "Quinta del Buitre", con la que se aspiraba a casi todo.
Ese domingo era 1 de junio de 1986, y aquel aquel equipo de Brasil hacía valer el ascendiente mitológico del que disputó el Mundial de España cuatro años antes, aquella cuadrilla de malabaristas alternativos que sólo sabían atacar (Zico, Sócrates, Falcâo...). Se enfrentaba a la emergente Quinta del Buitre, que se sumaba a una selección que dos años antes había disputado la Eurocopa a la Francia de Platini y que había merecido ganarla. Era la fase de grupos, el primer choque que afrontaba España. Uno de esos partidos que dejan huella.
El teleclub estaba abarrotado, un montón de gente se arremolinaba frente al televisor, emplazado en un rincón del bar, a la derecha de la barra, sobre una chimenea de ladrillo que, por cierto, nunca llegué a ver encendida. Los que habían venido a pasar las fiestas, claro está, pospusieron su marcha hasta después del partido. Lleno total.
Como nos enfrentábamos a un mito y nos perseguía una mala suerte legendaria en los mundiales, la cuestión a dilucidar era por cuánto perderíamos. Pero resulta que España jugó muy bien, y, en el minuto 52, Michel, tras controlar un balón con el pecho, lo envió como un misil al larguero. El balón botó unos veinte centímetros más allá de la línea de gol y salió despedido hacia afuera. Todos, salvo el árbitro (un australiano de nombre Bambridge, que pasó con honores a la Historia Universal de la Infamia) y el linier, lo vimos claro: un auténtico golazo.
Recuerdo la indignación en el Teleclub, el profundo sentimiento de injusticia, que se hizo más intenso cuando diez minutos más tarde Sócrates aprovechó un rechace al larguero para meter de cabeza el único gol que subió al marcador.
Fue un fin de fiesta agridulce, habíamos vivido con mucha intensidad hasta el último día, pero luego la resaca emocional no tuvo paliativos.
Por cierto, pocos días después, Butragueño le metería cuatro goles a Dinamarca, que hasta entonces era la sensación del torneo y, cuando ya nos veíamos poco menos que campeones del mundo, nos eliminó Bélgica en el infausto abismo de cuartos, con aquel famoso penalti fallado por Eloy tras acabar el partido en tablas. Igual fue mejor caer así, porque en la semifinal esperaba la Argentina de Diego Armando Maradona.