lunes, 30 de mayo de 2022

Las aventuras de Vicky el Vikingo

Hace ya unos años que vi, con mi hija, la película que se había inspirado en la tierna serie de dibujos animados que ilustraba las ocurrencias de un pequeño vikingo, más dado a la especulación científica que al ardor guerrero de su padre, el tosco jefe del clan. Aventuras que daba la primera cadena cuando yo atesoraba mis siete u ocho años de edad. Miranda me preguntaba, una y otra vez, con cierta delectación morbosa, cómo fue aquello, el disgusto y la frustración de no poder ver, una remota tarde de mi infancia, mis dibujos favoritos. 

No será aventurado suponer que llegaba de la escuela, o de jugar un rato por ahí con los amigos, ansioso, como siempre, de ver las aventuras del astuto Vicky. Sería invierno, porque me parece que los cuartillos de la ventana estaban empañados. Mi madre planchaba (cada poco humedecía la plancha con el agua de una taza), mi abuela estaría cosiendo al calor de la gloria. Hábitat perfecto, seguro y acogedor, para entregarme al placer de un episodio nuevo. 

Pero al encender el televisor sucedió lo imposible: el sonido se oía con total nitidez, pero la pantalla estaba negra. Aturdido por un revés tan imprevisto, en vez de apelar al pensamiento racional, me dio por llorar, maldecir mi mala suerte, y echar todas las pestes contra aquel diabólico aparato. Era casi insoportable oír a mi admirado héroe chascar los dedos al encontrar la solución a cualquier problema, y no ver el reguero de estrellas, ni su rostro radiante. Era cruel, más que si el televisor se hubiera estropeado del todo. Mi imaginación no podía suplir el encanto de aquellas modestas imágenes en blanco y negro. 

Pero lo peor estaba por llegar, porque al final del episodio, me dio por manipular los botones de la tele, y el que balanceaba la tonalidad más blanca o más negra de la imagen se había llevado al extremo. ¡La tele no estaba rota! ¡Para ver mis dibujos hubiera bastado con darle una ligera vuelta a aquel necio botón! Ahora se juntaba a mi desdicha por no haber visto el capítulo la estupidez de no haber ensayado una solución (¡una solución tan fácil!). Eso aún me turbó más, culpé a todos, a mi madre, a mi abuela, a la plancha, al televisor…, cuando, en el fondo, bien sabía que era yo el que había estado enredando el día antes con los botones de la tele y el que se había dejado llevar por la histeria. 

Hoy me resulta casi un sarcasmo buscar cualquier capítulo de la serie en Youtube, a cualquier hora, y disponer de él a mi sabor… Y, sin embargo, aunque noto como una lejana y vertiginosa presencia fantasmal cruzar cerca de mí, ya no puedo recuperar ni un poco de la hipnótica fascinación que me producían las inigualables aventuras de Vicky el Vikingo en aquella arcaica televisión en blanco y negro.

Gerardo Manrique