Lo suyo hubiera sido una respuesta fácil y franca, como "porque me gusta" o "no lo sé". Pero a mí me ha venido a la memoria, vete a saber cómo, aquel recital poético que rodamos por las calles de PDP en el verano de 1989, y he propuesto una contestación un poco más barroca, haciendo uso (y, tal vez, abuso) del irresistible atractivo de la buena poesía. Y me permito reproducirla aquí, como un aparatoso homenaje a la lectura.
Uno de los fragmentos pertenece a una poesía de Pedro Salinas (uno de los poetas más inspirados de la Generación del 27) que declamó varias veces Chisum en aquel recital callejero con una intensidad arrebatadora. Me encontré la poesía escrita no hace mucho en un tren del metro de Madrid, ilustrada con una sugerente imagen. Son la poesía y la imagen que ilustran esta entrada.
Y yo... ¿por qué leo?
Un buen día descubrí que hubo quien sintió mis sentimientos mejor que yo. La felicidad, por ejemplo, simple y plena de los primeros años (estos días azules, este sol de la infancia) y, andando el tiempo, las primeras tribulaciones del amor: le dije que iba a besarla, bajó, serena, los ojos y me ofreció sus mejillas, como quien pierde un tesoro; unas veces, las más, el rechazo: ¡Oh, más dura que mármol a mis quejas, y al encendido fuego en que me quemo, más helada que nieve…! Otras, sin embargo, la exaltación: Fue un beso tan corto que duró más que un relámpago, que un milagro, más. Y también, ¡cómo no!, la inevitable versión agónica del amor, la radical imposibilidad de amar y ser amado: Dar la vida y el alma a un desengaño, esto es amor; quien lo probó, lo sabe.
Luego sobreviene la vida atropellada, ansiosa e inclemente de la juventud: loca, imaginativa, quimerista, que muestras a quien en ti su bien conquista los montes llanos y los mares secos. Todo fluye y llegamos a la edad templada, en busca de serenidad: palpitan, humildemente nocturnas, las estrellas, como si regalasen una luna de paz, paz en la verdad. Pero también hay que sortear los tragos amargos de la vida, que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma, compañero, y las ineludibles y dolorosas exclusiones de la fortuna: …sino yo, triste, cuitado, que vivo en esta prisión.
Apaciguadas por fin las grandes pasiones, asoman los placeres menores: ¿Qué viene ahora? La morcilla, ¡oh gran señora, digna de veneración! ¡Qué oronda viene y qué bella! ¡Qué través y enjundia tiene!
Y al final, mirar de soslayo todos los afanes pasados, el vértigo de la vida (¿Qué fueron, sino rocíos de los prados?), con la insensata esperanza de seguir soñando, una vez franqueado el umbral: polvo serán, mas polvo enamorado.
Para qué seguir. Está todo escrito ¡Y tan bien escrito! Esa es una razón, entre otras muchas, para leer: leer en la obra de los grandes escritores la singular historia de nuestras vidas.
Gerardo Manrique