Por Gerardo Manrique, publicado en el número 27 de Encuentros, diciembre de 2006.
Ayer por la tarde estuvieron en Pedrosa del Príncipe los componentes de la Junta Directiva de la Asociación de Antiguos Alumnos del seminario de Tardajos (nombre con el que se conoce vulgarmente el antiguo Colegio Apostólico de los padres Paúles). Al abrigo de la ya legendaria hospitalidad de Manuel, padre Paúl y vocal en dicha Junta, celebraron en su bodega una sesión ordinaria de trabajo (dicho sea con cariñosa ironía). Las bodegas de Pedrosa horadan por doquier un seco altozano, inmediato al pueblo, que la tradición popular ha etiquetado certeramente desde antiguo como “El cotorro quitapenas”, por su elevado valor terapéutico para las enfermedades del alma, como la depresión, el estrés, o la melancolía. Yo sentí la presencia de los directivos de la asociación como un modesto homenaje a este pueblo nuestro, que fue un firme proveedor de estudiantes para el seminario de Tardajos a lo largo de su larga historia.
El que esto escribe pasó sus buenos cuatro cursos en aquel venerable caserón. En aquellos años (los que van de 1976 a 1980) llegamos a coincidir ocho alumnos de Pedrosa en Tardajos. Pertenezco, por tanto, a una generación más joven que los componentes de la Junta Directiva; somos tal vez los últimos que conocimos el seminario en su vitalidad, antes de los años en que los cambios sociales en general, y particularmente en el ámbito de la enseñanza, precipitaron su triste decadencia. A pesar de la brecha generacional entre nosotros, ayer compartimos el cariño por nuestro seminario y la nostalgia por aquellos tiempos, todo un aluvión de recuerdos que contaron con la complicidad de un vino fresco y apacible, de unas sabrosas viandas y, sobre todo, de una serena noche de julio lujuriosa de estrellas y del olor a la mies segada.
Como toda asociación de semejante naturaleza, ésta también sobrevive con el entusiasmo y la generosidad de un pequeño grupo de personas. Los demás, con un sentido del compromiso mucho menos acendrado, no pasamos de alentar su trabajo con buenas palabras. Mi única pretensión con esta modesta colaboración a Encuentros, su revista (magníficamente editada, por cierto), es dejar testimonio impreso de la gratitud que su dedicación nos merece a muchos antiguos alumnos que, por circunstancias, hemos estado alejados de esta hermosa iniciativa y, al mismo tiempo, un tributo emocionado a la labor que, con sus luces y sus sombras, como todo en la vida, realizó sobre nosotros aquel añorado grupo de profesores Paúles en la tarea más noble y más difícil que se puede encomendar a una persona: educar.
Nuestros años en Tardajos coinciden con los de la transición política en España. Con la perspectiva que da el paso del tiempo debemos valorar la dificultad que suponía para nuestros profesores el adaptarse a los cambios vertiginosos que se estaban produciendo en la sociedad española y que, inevitablemente, a buena parte de ellos cogieron a contrapié. Su labor no tuvo que ser nada fácil en una institución que ellos entendían con un afán esencialmente apostólico, y que los padres que les confiaban a sus hijos consideraban cada vez más como un centro de enseñanza con prestigio, más preocupados por la calidad de los servicios y de la docencia que se impartía que por estimular su vocación religiosa. Por eso se da entre los antiguos alumnos esa enorme heterogeneidad tanto en sus derivas personales como en la propia valoración de la institución. Desde algunos que sintieron con intensidad la llamada de la fe y dedicaron su vida al servicio religioso, hasta los que parecen abominar de todo lo que aquello significaba, pasando por el grupo más numeroso de todos (y en el que yo milito) de los que, sin sentirnos atraídos a la profesión religiosa, sin embargo guardamos un cariñoso y agradecido recuerdo de nuestros años de seminario.
A mí aquellos cuatro años me dejaron una impronta indeleble. Hoy en día sigo agradeciendo el efecto de muchos hábitos inculcados entonces, como el gusto por la limpieza y el orden (herencia de aquellos “oficios” que entonces nos resultaban tan enojosos), el cuidado por la higiene personal, que con tanto ahínco se fomentaba entre preadolescentes, siempre reticentes al imperio del agua y el jabón, una disposición paciente ante las incomodidades de la convivencia en grandes grupos, el hecho casi insólito de que no haya comida que no me guste, vinculado a las estrictas consignas del comedor y otras muchas cuestiones de este orden, que nos prestaron una gran capacidad de adaptación para afrontar las eventualidades de la vida futura.
Recuerdo con especial cariño iniciativas de indudable modernidad, que incluso en mi experiencia de docente me ha costado encontrar en centros de enseñanza con mayores recursos y en épocas más ventajosas. Sin duda, mi afición por los libros tiene mucho que ver con aquella sala de lectura en que, con una tenue música clásica de fondo y en un agradable entorno lleno de plantas, nos permitía concentrarnos en la lectura apasionada de los muchos libros de que disponíamos en la biblioteca, especialmente aquellas colecciones de literatura juvenil que consumimos con insaciable voracidad.
También son sorprendentes, traídos al presente por el recuerdo, los grandes viajes que realizamos en los últimos cursos, uno de ellos por toda Andalucía (cruzando incluso el Estrecho hasta Ceuta), y otro por Aragón, Navarra, Cataluña y sur de Francia. Viajes en que se aprovechaba el día hasta el último minuto repasando los lugares de mayor interés histórico y artístico. Para un apasionado de la geografía, como era yo entonces, contemplar in situ aquellos lugares que habíamos aprendido en los libros de texto fue una experiencia muy emocionante. Luego ya fue muy difícil dejar de viajar.
A estos simples retazos podría añadir mi afición al cine, heredera de las sesiones semanales en el teatro-sótano del seminario, el fomento del deporte y la actividad física en tiempos en los que no contaba con mucho aprecio y tantas otras cosas que se podrían traer a colación. Y todo ello inscrito en un más que apreciable nivel académico, que en algunas materias resultaba incluso excelente. No creo que nadie de los que pasamos por Tardajos (al menos en aquellos años) pueda hacer, en lo que se refiere a esta formación, ningún reproche importante.
Por otra parte, teníamos la inquieta energía de los niños de entre 10 y 14 años, y todos, y especialmente los docentes, sabemos lo que supone mantener entre ellos, y más en régimen de internado, un ambiente de disciplina y respeto. Cuando algunos de los que pasamos por allí nos sentamos a recordar nuestras “aventuras” (como es propio de esa edad, la mayor parte de ellas obstinadas en conculcar las leyes de la casa), uno no puede dejar de imaginar la infinita paciencia (que algunas veces, también es cierto, se desbordaba) que con nosotros debieron tener nuestros padres Paúles.
Hoy el edificio en que discurrieron con provecho aquellos trascendentales años en nuestra formación (y en nuestra vida) mantiene su traza y su hechura, pero dedicado a otros propósitos. Con el paso del tiempo, y ello es inevitable, el vínculo con lo que supuso se hará cada vez más quebradizo. En realidad ese vínculo, fuera de los recuerdos personales, lo sostiene la Asociación de Antiguos Alumnos, que formaliza y difunde todo lo que aquella institución supuso para tantas personas a lo largo de los años.
Así que me gustaría que sus dirigentes, a quien ahora me precio de conocer personalmente, recibieran mi felicitación por su trabajo, hecho de pura ilusión. Felicitación que sin duda les transmitirían, de tener ocasión como tuve yo de compartir con ellos mesa y tertulia, buena parte de la gran masa de antiguos alumnos que, por muy apática o desinteresada que parezca, llevará consigo el tierno recuerdo de aquellos años en Tardajos para siempre. ¿Y qué otra cosa que no sea gratitud y estímulo pueden merecernos aquellos que nos lo cuidan y alientan?