Colándonos por el resquicio que nos han dejado el azote de la pandemia y la insania de Vladimiro, hemos pasado unos días de descanso activo en Granada. Nunca deja de asombrar la extrema delicadeza, el gozoso refinamiento espiritual con que se entretejen la materia sólida y el agua en los patios y estancias de los palacios nazaríes de la Alhambra, un universo frágil y decadente que contrasta con el severo aplomo del Renacimiento cristiano, el palacio de Carlos V ensartado en ese paraíso de filigrana, y la enorme catedral que se abre espacio a codazos en la llanada, entre el tortuoso enjambre de callejuelas y plazas que se arremolinan a sus pies.
Una vez reverenciados todos sus grandes monumentos, me sobró un buen rato para rendir un homenaje particular y entrañable a la ciudad que más ha honrado en su callejero a personas nacidas en nuestro pueblo. Con las facilidades que para este tipo de expediciones nos brinda Google Maps, puse rumbo a la plaza de toros, porque una de las calles perpendiculares al monumental coso granadino esta dedicada a la memoria del insigne médico e historiador de la medicina don Víctor Escribano García, nacido en Pedrosa en 1870 y que, entre otras cosas, fue uno de los mecenas de las que fueron nuestras escuelas, como acredita la inscripción conmemorativa que consta en la entrada del actual ayuntamiento.
Un individuo que, al parecer, vivía en uno de sus portales, se me quedó mirando con curiosidad mientras yo fotografiaba la placa que da el nombre a la calle. Para deshacer cualquier sospecha de aviesas intenciones, en estos tiempos tan extraños que nos toca vivir, me pareció que no estaría de más explicarme un poco:
―¿No vivirá usted por casualidad en esta calle? ―Le interpelé con la mayor cortesía posible.
―Sí señó, aquí dentro mismo. ―Me contestó con el inefable gracejo andaluz, al tiempo que señalaba el portal más cercano a la placa.
―Pues entonces seguro que sabrá usted a quién está dedicada su calle y de dónde era originario. ―Le dejé caer, como si ese conocimiento fuera connatural a la condición de vecino.
Se me quedó mirando un rato como sin saber qué decir, si lo mío iba en serio o de guasa. ―Pues ni idea, señó, ni la má remota idea. Aquí toda la calle son del médico tal o del médico cual. Así que vaya usté a saber. ―Me contestó sin inmutarse, confiado en la solvencia de semejante argumento.
Pero a mí esa frivolización de la vida de las personas y de sus méritos no me pareció nada bien, así que me vi en la obligación de dejarle claro en qué calle vivía.
―Pues por si alguna vez alguien se lo pregunta, debe usted saber que este señor nació en Pedrosa del Príncipe, un pequeño pueblo de Burgos, del que yo también soy natural. Y que fue un gran médico e historiador de la medicina española, catedrático de anatomía y decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Granada.
―Vaya, pues sí que fue importante, sí. ―Me respondió un poco abrumado y como para salir del paso.
―¿Y sabía usted que fue también uno de los fundadores del periódico "El Ideal de Granada"? ¿No es ese todavía hoy el diario de la ciudad?
―Sí señó, El Ideal es el periódico de Granada ―Me concedió ya un pelín amoscado por tanto interrogatorio y ya más que saciada su curiosidad hacia mi persona.
―Pues ya ve... y usted, que vive aquí, y sin saberlo. ―Me permití decirle a modo de suave reproche, por no haberse tomado la molestia de informarse sobre la dedicatoria de su calle.
―Con su permiso... ―Me dijo él, antes de entrar en el portal y supongo que cansado de la impertinencia de ese raro sujeto venido de Burgos a fotografiar el nombre de su calle― ...Y tenga cuidado con la cartera, que aquí, en Granada, hay mucho amigo de lo ajeno. ―Me advirtió, no me imagino con qué propósito, antes de cerrar la puerta.
Más de media hora larga me predijo Google Maps que me llevaría llegar a mi siguiente destino, a orillas del Genil, si lo hacía caminando. Y bien sé que esta aplicación no perdona ni un minuto. Así que, con paciencia y buen paso, atento a las indicaciones del móvil, acabé por llegar a la calle dedicada al profesor Agustín Escribano Escribano.
Se trata de un tramo peatonal en una típica zona residencial de viviendas muy arregladas. Allí no me encontré con nadie a quien reprochar su ignorancia ni con quien hacer publicidad de mi pequeño pueblo. Los bajos los ocupaban distintos negocios y un restaurante que estaba cerrado. Así que eché la foto a la placa y, antes de virar rumbo hacia el paseo de Los Tristes, donde había quedado a tomar una caña, descansar de mi trabajo de campo y contemplar el declinar de la tarde sobre las murallas de la Alhambra (no me gusta comprometer a nadie en mis peculiares expediciones), me acerqué al edificio de lo que fue en su día la Escuela Normal (que así se llamaban antaño las escuelas de magisterio), a cuya construcción y dotación tanto entusiasmo dedicó el malogrado Agustín, quien la dirigiera en los años treinta, antes de su asesinato (disponible más información al respecto en esta otra entrada del blog). Un hermoso edificio en los jardines del Triunfo, no muy lejos de la puerta de Elvira, que abre camino al barrio del Albaicín, y que hoy está dedicado a tareas administrativas de la Consejería de Educación de la Junta de Andalucía.
El paseo de Los Tristes, así llamado porque era el que conducía los cortejos fúnebres hacia el cementerio, en realidad se denomina oficialmente como del padre Andrés Manjón. Este gran renovador de la pedagogía en España con sus escuelas del Ave María era natural de Sargentes de La Lora, pequeño pueblo burgalés, y colaboró estrechamente con el doctor Víctor Escribano, quien estuvo muy comprometido en aquella empresa pedagógica. En una de sus escuelas estudió también Agustín Escribano, iniciando así su brillante carrera académica. Luego, ya se sabe, vinieron todos los Vladimiros de la época sembrando desolación y tragedia. Pero esa es otra historia...
La ciudad de Granada guarda una agradecida memoria a nuestros dos paisanos, y resulta emocionante encontrarse con ella en sus calles.
En todo esto pensaba sentado en una terraza a orillas del Darro, en ese intenso vínculo de Pedrosa con Granada, y no solo de Pedrosa, también de Burgos, porque la catedral de Granada, la primera renacentista de España, es una genial ocurrencia de un burgalés, Diego de Siloé, que diseñó, entre otras, la esbelta torre de la iglesia de Santa María del Campo (la señora de la diócesis, la llamaban), tan cerca de nuestro pueblo, o la célebre escalera dorada de la Catedral. Y cuando se entra en la Capilla Real de Granada, donde reposan los restos de los Reyes Católicos, de su hija Juana y de Felipe el Hermoso, sus soberbios cenotafios en mármol nos traen inevitablemente a la memoria los alabastros de la Capilla del Condestable o los de los padres de la reina Isabel en la Cartuja de Miraflores. Un monumento, este último, sin el que costaría muchísimo entender el vértigo ascensional hacia lo sagrado de la gran Cartuja de Granada, una verdadera explosión de arte barroco entre los silencios de san Bruno.
A la tarde siguió la noche, acomodados en un hermoso carmen del barrio del Realejo, pensando en que éramos uno más de los pedrosinos que, aunque en nuestro caso solo fuera por un instante, sintieron una intensa conexión con la legendaria ciudad de Granada.
El soberbio edificio de la antigua Escuela Normal de Granada, que dirigió en su día nuestro paisano Agustín Escribano. |