En sus poco más de cien páginas, la autora va dibujando el cuadro impresionista de su infancia, dejándose llevar por la intensidad de los recuerdos, en trazos descriptivamente muy precisos pero libres, sin ninguna disciplina cronológica o argumental, en los que alterna sus dos escenarios vitales, la Granada de su vida cotidiana (escuela, casa materna, vecindario, entorno urbano...) y la Pedrosa de los veranos, un paraje casi más emocional que físico en el que poder sentir la presencia de su padre, cruelmente asesinado por militares franquistas en el mes de septiembre de 1936, cuando ella sólo contaba nueve meses de edad.
Ese anhelo imposible por recuperar a la persona a través de sus pertenencias, de la casa familiar, de los lugares que frecuentaba, del testimonio de quienes lo conocieron, en el paisaje en que discurrió su infancia y juventud, tiempos y lugares libres de la mancha del crimen, convierte a Pedrosa en un paraje idealizado, en una tierra de promisión en la que encontrar la esencia, la conexión con el sentido de la vida.
El libro es, en realidad, un largo poema escrito en prosa, con una gran intensidad lírica y emocional, sostenida a lo largo de todas sus páginas. Una prosa sencilla, acorde a las memorias de una niña, pero cuajada de una apabullante riqueza léxica que otorga a cada cosa su nombre exacto y resulta valiente e imaginativa en el uso de los adjetivos.
Y todo ello sin menoscabo de su enorme valor testimonial. Entre emociones, sentimientos y un intenso lirismo se deja ver también el pueblo de entonces, su calles sin pavimentar, la oscuridad de sus noches, el trabajo de un campo sin mecanizar, con mulas y carros, la rutina de sus gentes, atadas a las faenas agropecuarias y sometidas al imperio de la iglesia, los recelos, la estructura social, el equipamiento de las viviendas (su precariedad), los útiles y manejos de la cocina, la necesidad y el hambre. Una recreación directa de aquella España de posguerra, en el duro tramo de los años cuarenta, necesitada, gris y dolorida.
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Retrato de Agustín Escribano, por Manuel Gómez Segade (2005). Facultad de Ciencias de la Educación de Granada. |
Pero, con todo, prevalece la visión mitificada de Pedrosa, aquel lugar tan distante y distinto de su Granada natal, una pequeña aldea castellana en el País de los trigales frente a la ciudad que fue capital del reino nazarí, a la enorme distancia de un tortuoso e inacabable viaje en tren que comunicaba los dos mundos, algo así como las pruebas que afrontaban los héroes antiguos en busca del arcano que desvelara su origen.
El libro casi termina con la expresión que le da título, las sopas de ajo que la niña ve cocinar con lenta parsimonia a su tía Dolores, y que son una síntesis perfecta (la evocación sensorial prevalece sobre todas las palabras) de aquellos días vividos en el paraíso de Pedrosa.
Un libro escrito sin el menor afán comercial, sino desde la necesidad profunda de expresar y compartir sentimientos y vivencias esenciales. Es tan intenso, suave y cálido el amor que desprende por Pedrosa, y está tan bien escrito, que este pequeño volumen no debería faltar en la biblioteca de ningún pedrosino, por modesta que ésta sea.
Mariluz murió en su Granada natal el 20 de julio de 2019. Su padre, Agustín Escribano, que era director de la Escuela Normal de Granada, fue fusilado el 12 de septiembre de 1936 en las tapias del cementerio de esa ciudad. Su madre, Luisa Pueo y Costa, sobrina del famoso intelectual regeneracionista Joaquín Costa y dedicada, como su marido, a la docencia en la Escuela Normal, fue también represaliada (apartada de su destino profesional y todos sus bienes y propiedades incautados) y desterrada con su hija de nueve meses a Palencia, viaje que ella misma describe con precisión y esmero en la estremecedora carta con la que se abre el libro.
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Mariluz, en la Alhambra de Granada, en su adolescencia. |
(Págs. 40-41; Edición Comares narrativa; Granada, 2001).
Palabras de la autora en Youtube, sobre su padre y su obra.
Gerardo Manrique
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Monumento levantado en diciembre de 2021 en honor de Mariluz, en el parque Federico García Lorca de Granada, no muy lejos de la calle dedicada a su padre. La fotografía es gentileza de Pedro Carlos Arenas, y la frase que contiene el pedestal es la que cierra el libro "Sopas de ajo": Todo el mundo conoce que heredé de mi padre una bandera.