Las cigüeñas, como todo ser vivo, andamos un poco desnortados con el cambio climático. Los ciclos naturales eran antes más previsibles, y el reino animal, sobre todo el migratorio, tenía comportamientos tan regulares que quedaban esculpidos en refranes: Por san Blas, la cigüeña verás.
En Pedrosa nos ha sido siempre familiar el crotorar de las cigüeñas, esa especie de percusión sobre madera que emiten con sus largos picos, durante las siestas de verano. Acudían puntuales al enorme nido que habían instalado sobre el reloj de la villa y lo reforzaban con todo tipo de ramajes, juncos, plásticos y lo que pillaran por ahí, todo bien trabado con un barro endurecido que completaba la abigarrada masa que acabó por colapsar la torre del viejo ayuntamiento.
Era emocionante, con el paso de los días, ver asomar la cabecita de los cigoñinos, que poco a poco van aumentando de tamaño hasta que llegan a emanciparse, emparejarse y encontrar su propio nido.
Acababa de comprar mi canon, allá por los primeros noventa, y me encantaba probar la potencia del objetivo largo de la cámara. Así es como sorprendí a este soberbio ejemplar en su nido (se aprecian la veleta y una de las bolas blancas que coronaban la antigua torre), detenido para siempre, cuando estaba presto a emprender el vuelo.