Místico atardecer sobre PDP, en el verano de 1989. La torre del Reloj, con sus pináculos, campana y veleta, se recorta sobre la luz crepuscular. |
Uno de los achaques de la edad provecta es ir perdiendo la facilidad de dormir toda la noche de un tirón. Recuerdo que mi abuela, para enfatizar que había pasado una noche en vela, utilizaba siempre la misma expresión: He oído todas las horas del reloj. Se refería, naturalmente, al reloj de la villa, y yo me la figuraba con el oído atento, para no perder la campanada que distingue, por ejemplo, las cinco de las seis de la mañana. No sé cuándo ni por qué el reloj de la plaza enmudeció, y tomó su relevo en la pauta colectiva de las horas el del campanario de la iglesia.
El otro día, sin embargo, uno de los escasos (pero fieles) seguidores de este blog, hizo llegar una grabación con el sonido recuperado del reloj de la villa, que, curiosamente, muestra cierta discrepancia civil con la hora religiosa, puesto que al cesar sus cinco percusiones, comienzan las del otro reloj. También discrepan uno y otro un tanto en el tono, más solemne y acampanado el emitido desde el campanario y un poco más achatarrado el de la villa, supongo que en consonancia con lo físico o metafísico de su reclamo.
Es hermoso volver a oír ese sonido tan familiar, tan compartido, aunque ahora seamos nosotros los condenados a oír todas las horas del reloj.
Gerardo Manrique