miércoles, 9 de febrero de 2022

Ruinas de San Antón, el tejido de la letra en piedra

Creo que es inevitable, en este objetivo microturístico que se propone, una pequeña dosis de erudición libresca, para apreciar en todo lo que vale y representa el breve contenido de la visita. 

Me disculpo por adelantado, pero también se me ocurre que cuando vayamos la próxima vez camino de Hontanas, en plena senda jacobea, y nos paremos a contemplar en las ruinas de San Antón, desde la carretera, la impresionante celosía tejida dentro de un óculo en el muro que mira hacía el castillo y caserío de Castrojeriz, igual entendemos mejor la enorme carga simbólica de ese exquisito prodigio artístico.

En el capítulo noveno del libro de Jeremías (viajamos por un instante al s. VII a.C.), en el Antiguo Testamento, Yahvé insta a una especie de funcionario (un hombre vestido de lino que tenía la cartera de escriba en la cintura) a que marque con una señal en la frente a todas las personas piadosas que lamentan los excesos que comenten los impíos en Jerusalén. A continuación, encarga a otros cinco ejecutores que eliminen sin piedad a todos aquellos que no tengan el signo impreso en su frente. Es decir, aquel signo era garantía de salvación, una especie de salvoconducto.

En el mismo texto se explica que la forma de ese signo es una letra del alfabeto hebreo, la que ocupa el último lugar. El alfabeto hebreo procede del antiguo alfabeto fenicio, igual que el griego, por lo que no es extraño que esa letra tenga un correlato entre las griegas, la tau, que en nuestro alfabeto latino vino a dar en la letra te. La diferencia esencial entre nuestra letra y la griega es que en la tau el trazo vertical no sobresale por encima del horizontal en la minúscula, porque en la mayúscula son casi iguales. 

Andando el tiempo, ya en el Nuevo Testamento, vuelve a mencionarse, aunque sin citar el nombre de la letra explícitamente, el valor salvífico de la tau, cuando en el Apocalipsis, esa delirante visión del fin de los tiempos que cierra los libros sagrados, en su capítulo séptimo, Dios insta a sus ángeles exterminadores a señalar con un sello en la frente a sus fieles servidores, que, por cierto, según el relato bíblico, resultaron ser ciento cuarenta y cuatro mil.

Este poder mágico de la letra, que, como hemos visto, hundía sus raíces en la tradición judía, se vio muy reforzado en el Cristianismo, porque la letra tau evocaba en su forma la cruz en que murió Jesucristo.

Con todo este bagaje a sus espaldas, no es extraño que la tau griega se convirtiera en emblema de algunas órdenes religiosas. A finales del s. XI se remonta la orden de los Antonianos, que comenzó siendo una iniciativa laica por parte de un noble francés que sanó de una enfermedad que más tarde sería conocida como “fuego de san Antón”, por haberse encomendado para su curación a las reliquias de San Antonio Abad. Todo comenzó con la construcción de un hospital para peregrinos junto a una abadía benedictina especializado en enfermedades graves de la piel que entonces eran muy habituales, por la falta de higiene y por los efectos de un parásito de ciertos cereales propios de climas húmedos llamado “cornezuelo”.

La iniciativa fue cobrando mucho vuelo, hasta que a lo largo del s. XIII se acabó consolidando como una orden monástica independiente, bajo la regla de San Agustín. Tenía la particularidad de que sus monasterios eran al mismo tiempo hospitales, y su servicio a la sociedad se vio premiado por nobles y monarcas, de manera que se extendió por toda Europa, contando en el s. XV con más de 10.000 monjes. No es nada extraño que, en aquellos tiempos, una orden dedicada a dar asistencia médica y espiritual al mismo tiempo asumiera como símbolo la letra tau, una poderosa arma de salvación, así que esa letra, cuyo dibujo los monjes-médicos antonianos llevaban estampado en su hábito, a la altura del pecho, menudee por doquier en los muchos edificios que levantó la Orden.

Como es bien sabido, en Castrojeriz, lugar emblemático de la ruta jacobea, se ubicaba la sede de los Antonianos más importante de toda la península, fundada ya por el emperador Alfonso VII en el siglo XII y en la que tenía su asiento el comendador mayor y preceptor general para toda Castilla y Portugal. Se dice que muchos de los peregrinos que venían con la enfermedad del fuego sagrado, con efectos semejantes a los de la lepra, iban sanando poco a poco en este hospital, porque se cambiaba en su dieta el pan de centeno por el pan de trigo, libre del cornezuelo, aunque sin duda muchos de ellos pensaran que mediaba en su curación el efecto salvífico de la tau.  

Hoy en día poco o nada queda de aquel legendario monasterio-hospital, salvo las soberbias ruinas góticas de su iglesia, del s. XIV, que permiten hacernos una idea de la relevancia y majestuosidad de todo el complejo, uno de los hospitales más importantes de la península en su tiempo. Los peregrinos modernos no se pueden creer, según ven aparecer las ruinas, que vayan a pasar por debajo de los arcos del pasaje que comunicaba la iglesia y el hospital; y, al pasar, contemplan incrédulos los gastados relieves que decoran las arquivoltas de lo que fue la suntuosa entrada de la iglesia.

Pues bien, tal vez sea el momento de apreciar ahora el delicado tejido de la celosía que se muestra en la imagen; allí se ven las taus en piedra, algunas mutiladas, otras desaparecidas, pero aún las suficientes para deslumbrar la vista y la imaginación de quien las contempla.

Gerardo Manrique