sábado, 19 de febrero de 2022

La voracidad del Pisuerga

Por Jesús Borro Fernández

A mi tía Flor le encantaba contar historias, se pasaba la vida contando chascarrillos relacionados con Pedrosa, la mayor parte de las veces cuentos trágicos, siniestros, de esos que se cuentan en voz baja para que nadie te oiga. Algunos de ellos tenían lugar en la sala de autopsias del cementerio, sí, la que todavía conserva el reposacabezas de madera para los difuntos; de pequeña había presenciado la realización de alguna autopsia de tapadillo, que evidentemente le había impresionado.

Eran la Fortu, la Semi y la Flor, las tres Marías inseparables, los Ángeles de Charlie en versión Pármo, a veces también se les unía la Emilia, la última que nos dejó, el año pasado, mi tía Flor falleció en 2009 a los 86 años, y echamos mucho de menos sus historietas macabras. Alguna vez nos bañamos en el Pisuerga a la altura de San Miguel, el despoblado que decía que había sido abandonado por una epidemia de cólera (creo que lo fue bastante antes, quedando solo la ermita que ya mi padre conoció en ruinas), y al dar un mal paso resbaló y cayó, fracturándose el cúbito o algún hueso del brazo. Creo que fue aquel día, volviendo por los polvorientos caminos del Regadío con el brazo en cabestrillo, cuando nos contó aquella tragedia familiar ocurrida también en el río Pisuerga, y que ya narré anteriormente en el libro que escribí sobre Pedrosa.

Mi abuela María era originaria de Melgar de Yuso, en cuyas fiestas y verbenas parece que habría congeniado con mi abuelo Maxi; con la familia del pueblo vecino nunca guardamos ningún vínculo, a pesar de ser bastante numerosa, pues hasta siete hermanos tenía mi abuela –a la que no llegué a conocer pues falleció joven por un cáncer de colon. Pues bien, mi tía Flor me contó que uno de los hermanos de mi abuela cayó al Pisuerga cuando lo atravesaba en una barca, junto a otro compañero que estarían cortando árboles en una de las islas que hace el río a la altura de la ermita de la Virgen de la Vega de Melgar de Yuso; la crecida del río hizo que la modesta embarcación zozobrase y la corriente los arrastrara hasta ahogarlos. El cadáver apareció varios días después, tras intensas búsquedas, aguas abajo junto al antiguo molino del puente de Astudillo, que ya no existe; al rescatarle, los dedos se hundían en su cuerpo como en mantequilla, a causa del tiempo que había pasado a remojo.

Cuando se empezaron a digitalizar en internet los antiguos periódicos, no tardé en buscar la noticia del trágico suceso, que como no podía ser de otra manera, era casi punto por punto lo que me había relatado muchos años atrás mi tía Florentina. Concretamente, el diario El Día de Palencia recogía el siguiente suceso el 7 de diciembre de 1932:

Los cadáveres tardarían en aparecer casi un mes después: el 31 de diciembre el de mi tío Moisés (hallado por Francisco Puertas, de Pedrosa, junto a la presa del molino de Astudillo), y el 6 de enero de 1933 el de Valentín, de cuya autopsia extraigo el siguiente párrafo: «encontrándosele al ahogado el reloj parado a las tres y media; un billete del Banco de 25 pesetas; varias monedas de plata y otros documentos. La autopsia fue practicada por los señores médicos de Itero de la Vega, don Jacinto González, y el de esta villa [Melgar de Yuso], auxiliados por el nuevo médico, don Leopoldo Manrique, y el estudiante de Medicina, don Vidal Pérez. Del informe facultativo se deduce que murió a consecuencia de asfixia por inmersión».

Descansaron en paz.