Por Gerardo Manrique, publicado en el número 4 de Regañón, marzo de 1992
Toda la noche se consumió en recuerdos, en ansiedad. ¡Pujaban tantas imágenes por sobreponerse al don divino del sueño! Vuelta a un lado, vuelta al otro, buscar el acomodo entre las sábanas descompuestas; nada de nada: aparecía nuestra timidez ante aquella criatura gloriosa no osando pronunciar las dos palabras mágicas, aparecían los bailes frenéticos, las risas, las canciones berradas entre el abrazo de los amigos, la extravagancia, las repugnantes conclusiones del alcohol, todo ello y el campo llano, inabarcable, la sudorosa subida a un otero pedregoso, el trino festivo y amable de los amaneceres... A través de la ventana se sucedían los impactos luminosos de los coches que cruzan la noche de la ciudad con quién sabe qué imperativos.
Mucho antes de que el despertador hubiera de sonar, con la precipitación del huido, ordené torpemente mi ropa de cama, me humedecí la cara y también el pelo, enmarañado por tanta impaciencia. Con la bolsa al hombro, saltando las escaleras de cuatro en cuatro, al fin apareció a la vista la calle, aún iluminada por retazos de luz artificial, aunque, más allá de los bloques empinados, se presentía confortante y bondadoso el abrazo del astro.
Al tiempo que yo caminaba a la estación, con la euforia del que nunca va a volver sobre sus pasos, la ciudad se desperezaba; al principio indolente, fantasmal: al poco tiempo, frenética. Pronto se pobló del agudo quejido de los frenazos, del alarido de los claxons y del iracundo conductor obligado a detenerse. Lentamente se formaba la riada humana, afirmada con simetría ante los semáforos, dócil pero malsana. Cemento, bullicio, miles de rostros apresurados y tremenda, profundísima soledad.
El viaje en el tren también fue otra retahíla de recuerdos y (el tiempo pasa tiranizando) alguna leve expectativa. Al ritmo del paisaje que cruza vertiginoso a la vista del viajero, al ritmo de historias tristes o envanecidas de personas a las que no volveremos a ver, al ritmo esperanzado de nuestras ensoñaciones, el tiempo se convirtió en espacio y el tren, frenado, fue deteniéndose lentamente: un ancho cartel luminoso, aferrado a la columna que sostiene la marquesina proclamaba contundente: BURGOS.
Tierra conocida. Se siente como una simpatía irracional con todo el que se cruza contigo, una veneración casi desesperada por el dibujo milagroso de nuestra catedral. Aunque te azota el viento frío y los hombros doloridos por el tirón de la cinta que sostiene la bolsa exijan reposo, el amparo de las calles tantas veces recorridas es un bálsamo risueño.
En la estación de autobuses se destruye el anonimato que, fuera de su cobijo, arrastra al hombre a ser pura cifra estadística. Por la espalda se oye tu nombre aromado con los sones de una entonación conocida. El hormigueo de gente deja escapar algunos trazos de conversación: "¿Qué sé o?" replica una anciana que arrastra un enorme paquete demasiado entrelazado. Otros descalifican a hachazos la política nacional o discurren, entendidos, sobre los autobuses; dos adolescentes cruzan coloradotas y risueñas haciéndose confidencias de amor; una oronda señora enlutada vocifera a un hombre enjuto y encorvado la muerte de la Paquita, extraviada para siempre en el laberinto de la Residencia. En un rincón, viendo pasar la vida con desprecio, fuma suficiente un resfriado macarra rural.
Luego el viaje, cien veces detenido, con su orla de polvo y rostros cansados que recuerdan la antigua talla mítica del autobús. Destacan, como leonas tendidas en la sabana oteando la inmensa llanura, nuestras iglesias monumentales y, aupado sobre el promontorio que circunda Castrojeriz, el arruinado vigía, sordo y ciego, de tiempos remotos e injustos.
Llegamos al fin; no se ve a nadie, tan sólo una mujer embozada dobla una esquina y maldice al frío. Al remontar la calle se oyen mis propios pasos y algún quejido de perro. El viento arrastra un denso olor a paja quemada: ya estamos en casa. Más tarde me veré apoyado en la barra de un bar: me hablarán con desatino del F.C. Barcelona.