La imagen parece una advertencia más de la futilidad de los afanes humanos. La torre de la iglesia, de estimable traza gótica, trata de resistir heroicamente la acometida de la soledad y el abandono. Pero ya hay compañeros caídos en la batalla, como la nave central, abatida sobre sí misma, y otros a punto de sucumbir, como el hastial de entrada, herido de muerte, con una inmensa grieta que lo hará desplomarse en breve.
La inmensa llanura y la cordillera nevada que se yergue como imponente telón de fondo (desde el Curavacas al Espigüete) contemplan la escena con una indiferencia olímpica. Son pacientes y dejan pasar sin apuro los días. Ellos han asistido ya muchas veces al febril desafío del hombre contra el tiempo, afanosas hormigas que pretender hacer frente a un impetuoso torrente de agua.
Hace no mucho pasé por allí con la bici, cruzando el desvencijado puente sobre el Odra, uno de los ejemplares hermanos de aquel que padecimos en Pedrosa. Me dio por pensar que fuéramos un país rico y sensible a la cultura y que tuviéramos recursos para consolidar unas ruinas como las de la iglesia de Tabanera, convertirlas, tal vez, en un recinto para albergar actividades culturales, como pequeños conciertos, conferencias, exposiciones o, tal vez, un fastuoso albergue al pie del camino a Compostela o incluso un centro de interpretación del despoblamiento rural.
Pero nuestro espíritu romántico prefiere dejar a las ruinas caer.