jueves, 23 de diciembre de 2021

La casita del belén

Una mañana de hace casi medio siglo estábamos en la cocina de la casa de Pedrosa la abuela Poten, mi madre, yo y el primo Jose (así, acentuado a la llana, para distinguirlo de su padre, José), que acostumbraba a visitarnos todos los días un rato antes de comer. Como era su rutina cotidiana, mi madre había encendido la gloria muy temprano, con aquel aparatoso escándalo de paja y llamas. Allí estábamos, bien guarecidos del frío, mientras el calor de la choranca empañaba los cristales, tras los que acechaban las garras afiladas del cierzo burgalés; porque ya era bien entrado diciembre, muy cerca de la Navidad. 

Creo que, a las órdenes de algún trabajo de la escuela, yo fabricaba una sólida casita para nuestro modesto belén. De niño, debo hacer este paréntesis, la fascinación que en mí provocaban las piezas del belén (compradas por mi abuelo Pedro en Burgos antes de que yo naciera) es algo que hoy se me antoja difícil de expresar. El caso es que pocas cosas me emocionaban más que abrir la caja de cartón en la que, año tras año, se almacenaba aquel pequeño cuadro teatral, y sacar y disponer con cuidado cada una de sus piezas. Con el paso de los años, y a pesar de la delicadeza con la que yo las trataba, el tiempo las fue minando, y pequeños accidentes mutilaron a un pastor hasta dejar ver el alambre de su pierna, a una de las ovejitas y hasta al mismo Niño Jesús; un rey (y esto es mucho más grave) desapareció misteriosamente y no lo volvimos a encontrar… 

Nuestro belén siempre me pareció muy modesto, y por eso me hizo tanta ilusión contribuir a su escenografía con una vivienda, como recreando un poblado cerca del mítico portal. En realidad, y más allá del pesebre (que tenía una bombilla que yo encendía alguna vez para impresionar a alguna visita o, tal vez mejor, para impresionarme a mí mismo), no teníamos más que una escueta pradera (musgo natural, al principio, y una triste sustancia sintética, después) que surcaba un riachuelo de papel de plata, sacado del envoltorio de las tabletas de chocolate, sobre el que, a duras penas, se sostenían un par de patos y del que se esforzaban por beber las ovejas del rebaño.

En casa se instituyó el rito de ir acercando a los reyes magos, en pasitos muy cortos, todos los días desde el de la instalación del belén hasta la noche de Reyes, en la que, por fin, llegaban al pesebre con sus dones. Yo recibí el encargo de aproximar a estas figuras con meticulosa precisión. No había noche en que faltara a mi deber, orgulloso de la responsabilidad de marcar con su paso el curso de la Navidad hasta la llegada de la Epifanía, que era un día muy alegre y muy triste al mismo tiempo, porque los regalos eran el cénit de la Navidad, pero también el súbito final de su embrujo… 

Una vez huida la infancia, nuestro belén, penoso es tener que reconocerlo, fue degenerando cada vez más. Una mezcla de respeto por las viejas figuras y la pérdida de aquel hechizo que ejercía sobre mí son las culpables de no haberlo renovado del todo. Las pocas piezas sobrevivientes, que tenían cierta elegancia antigua, conviven con otras salidas de no se sabe qué pesadilla: una oveja gigantesca, que pondría el pánico en los ojos del pastor mutilado, una suerte de aves exóticas que se acercan al río entre el espanto de los patitos de siempre, solo dos reyes, como se ha dicho, en lugar de tres, un Niño hipertrofiado que sustituyó al delicado bebé yacente y risueño de mis primeros años... Y una casa, ya muy dañada, de paredes blancas y techo de teja, con una sola puerta y dos pequeñas ventanas. Aquella casa cuyos muros aún me veo pegando con el bote blanco de cola junto a Jose, siempre tan experto en las artes manuales. 

Andando el tiempo, tuve la ocasión de visitar la ciudad de Belén, en Palestina, sitiada por un cerco de alambre de ocho metros de alto. Entramos en la Iglesia de la Natividad por su angosta puerta y vimos la estrella engastada en mármol en el lugar donde se dice que nació Jesús. Pero la patria de la ensoñación no era Palestina, estaba en un lugar mucho más lejano e irrecuperable, mis ocho años.

Siento el calor que irradiaba el mosaico del suelo, la cazuela borboteando sus deliciosos olores. Puedo suponer la conversación intrascendente sobre los sucesos del pueblo, sobre los detalles de la construcción de la casita, sobre las Navidades de antaño… Mi madre entrando y saliendo en sus quehaceres domésticos, mi abuela vigilando la progresión del guiso; y me veo a mí, confiado y feliz, días antes de ser atrapado por el irresistible sortilegio de la Navidad.

Gerardo Manrique