Pero, como muy bien sabemos los que llevamos ya unos años en este negocio, la vida es un artefacto muy lábil, tornadizo y filoso, que hay que manejar con muchísimo cuidado, porque, sin advertirlo, te puede colocar en el lado que tanto habías temido o denostado, y lo hace de manera implacable.
Para poder ir afrontando estos desafíos que nos presenta la vida, la humildad es el mejor antídoto (y tal vez el único). Esa hermosa palabra deriva del latín “humus” (suelo), y nos pone en la posición ideal para evitar grandes caídas.
Viene al caso esta reflexión tan trillada (hace dos mil años que el emperador Marco Aurelio escribió sus Meditaciones con parecido estado de ánimo) para hacernos a nosotros mismos algún ajuste de cuentas.
Cuando mi abuela contaba alguna vez las peripecias (contables) de su luna de miel, me resultaba todo ello un episodio tan remoto en el tiempo, tan poco moderno, que casi me inspiraba compasión. El plan de viaje, por lo visto, era visitar Madrid, donde debían tener mis abuelos algún pariente. Para ello, al parecer, montaron en una diligencia tirada por caballos e iluminada con quinqués de queroseno para llegar a la estación de tren de Villaquirán de los Infantes. Yo no podía evitar asociar la palabra diligencia a la película de John Ford, y me figuraba comanches apostados por los páramos de Los Balbases prestos a precipitarse a lomos de sus caballos ladera abajo entre feroces alaridos.
El caso es que no sólo no cogieron el tren con destino a Madrid, sino que a punto estuvieron de no llegar ni tan siquiera a Villaquirán, porque una copiosa nevada los dejó allí varados. La vida es así, y la nieve, que les frustró conocer la capital, hizo que hicieran mucha amistad con las personas que los acogieron en Villaquirán, donde, aislados, pudieron ir tirando de los productos de la matanza y, según aseguraba mi abuela, pasaron una inolvidable luna de miel.
Diligencias, quinqués, queroseno… ¡Madre mía!, me resultaba todo tan arcaico que me parecía imposible vivir a lo largo de una vida un salto tecnológico tan brutal, casi desde las cavernas del paleolítico a los transbordadores espaciales.
Pero un día, en clase, después del inevitable altercado por el uso improcedente de un teléfono móvil, y tras los consabidos anatemas evangélicos contra ese invento del Maligno, nos dio por hablar, ya más sosegados, de la evolución de la telefonía, y me escuché contando mi historia, y me sonreí pensando en lo remota que me había parecido la travesía en diligencia de mis abuelos por los páramos del Coto Gallo.
Mi abuelo, hombre emprendedor y adicto al trabajo, no se conformaba con el duro trajín de una herrería de lunes a sábado, había discurrido un baile para laborar también los domingos, aparcaba el coche de línea en la cochera de su casa y, por si fuera poco, acogió la central telefónica del pueblo cuando hasta aquí llegó ese invento.
Por azares de la vida, yo me vi implicado desde mis primeros años en la gestión de la central (nombre que ha sobrevivido a su función, y designa hoy la habitación de la casa que ocupaba todo aquel aparataje). Es un descuido imperdonable no haber guardado una fotografía de todo aquello, que no sé si seré capaz de recrear con solo palabras.
Creo que será bueno empezar por aclarar que el teléfono era un servicio público. Había en el pueblo personas que lo tenían en su casa (los abonados, que fueron aumentando poco a poco según mejoraban las condiciones económicas generales), y muchas otras que tenían que acudir a la nuestra para establecer una conferencia. Este segundo grupo tenía que acercarse a casa y tocar el timbre en el vestíbulo. Atravesado el segundo portal, se le ubicaba en una minúscula sala de espera, en la que había una suerte de cabina (un habitáculo con la puerta acristalada), dentro de la que estaba, colgado en la pared, un gran teléfono negro un pelín siniestro. Esa pequeña sala tenía dos sillas, así que en vacaciones, con la llegada de los veraneantes, enseguida se desbordaba y la cola podía salir hasta el patio exterior; también adornaba ese espacio un reloj de pared que, a pesar de todos mis afanes e investigaciones para darle cuerda, nunca funcionó correctamente.
La sala de espera se comunicaba, por un lado, con la cocina, de la que la separaba una puerta corredera, para facilitar un tránsito rápido desde el guiso a los requerimientos telefónicos, y, por el otro, con la central propiamente dicha, es decir, donde estaban los aparatos tecnológicos. Una mampara de cristal biselado con marcos de madera pintada en verde separaba a los clientes del operario (generalmente, mi madre o yo mismo), que nos comunicábamos por una pequeña ventanilla de perfil arqueado que se podía abrir y cerrar. Para acceder a la oficina, había, claro, que bordear la mampara, lo que suponía todo un circuito cuando se oía sonar el timbre.
En la oficina había sujeta a la pared una caja con una manivela (lamento no poder afinar con mayor precisión los detalles técnicos de aquel ingenio) y, a la derecha, un panel con unas pequeñas lucecitas y hendiduras para conectar las clavijas correspondientes a cada abonado (y, en su caso, también con la cabina de la que ya se ha hablado).
El ansia de comunicación telefónica de entonces nada tenía que ver con la que padecemos en estos tiempos, y una conferencia solía derivarse de una necesidad, por lo que, con el número de abonados que tenía la central (sobre una treintena, en los primeros tiempos), las llamadas eran esporádicas. Es decir, no implicaban una atención continua, sino que, con algún que otro sobresalto (el timbre era atronador), permitían ir haciendo las labores de la casa.
El protocolo de comunicación hoy en día resulta casi imposible de explicar a un adolescente adherido a un móvil: sonaba el timbre, y corrías por el circuito hasta llegar a la posición. Allí veías si la llamada provenía de los abonados del pueblo o del exterior. Conectabas la clavija y te comunicabas con el interlocutor. Si era del pueblo, podía pedir comunicación con otro abonado del pueblo, que era lo más fácil de gestionar, o pedir una “conferencia”. En el primer caso, se enchufaba una clavija paralela al otro abonado y se le daba vuelta a la manivela. Si se pedía conferencia, había que ponerse en contacto con la central de Castrojeriz, también agitando la manivela, naturalmente.
Era todo tan familiar, que los abonados solían pedir conferencia con “mi hija”, “el taller”, “la caja de ahorros”, “la peluquera” y demás denominaciones de preciso contenido aritmético. Por supuesto, nosotros teníamos en la cabeza los números de todos nuestros abonados y, también, el de sus conferencias más frecuentes. Y si no, había que consultar La Guía (ese documento estadístico que a mí siempre me fascinó) o, en casos extremos, contactar con “Información”, el oráculo que te daba certezas desde el Más Allá.
En la central de Castrojeriz se solían tomar con calma la tramitación de las conferencias. Tú le dabas a la manivela y solicitabas un número.
- Vale, ya te llamo en cuanto pueda.
Y vete a saber cuándo, sonaba de nuevo el timbre.
- Ya está la conferencia.
Otra vez clavija y manivela, para llamar al abonado.
- Ya está llamando, enseguida se pone.
Y por fin, si no comunicaba, o no contestaba o no mediaba cualquier otro infortunio, se producía el milagro de la comunicación. Mientras se hablaba, la lucecita estaba encendida, y tú tenías que estar atento, porque se tarifaba en secciones de tres minutos, de manera que una conferencia de tres minutos y un segundo costaba el doble que la de tres minutos justos. Me consta que había mucha gente que hablaba muy atenta al minutero del reloj.
Cuando la demanda fue creciendo, este sistema tan primitivo (tan cercano al tan-tan, si nos paramos a pensar) fue colapsando. En verano era imposible sacar adelante las llamadas, y todavía me recuerdo volteando frenéticamente la maldita manivela para apremiar a la central de Castrojeriz, porque tenía la casa repleta de gente furiosa por un tiempo de espera insólito en las ciudades.
Es bien sabido lo frustrante que resulta tener que justificar cosas cuya solución queda fuera de tu alcance. Así que un día se me ocurrió trasladar nuestra desesperación al gran monopolio, la Compañía Telefónica Nacional de España, en un ingenuo escrito dentro de un sobre en el que solo ponía como dirección: Director de Telefónica – Madrid. Pero bueno, esa es ya otra historia.
Siempre he admirado el poder de resistencia del lenguaje, capaz de sobrevivir épocas y mutaciones, porque de toda esta abigarrada historia solo queda su recuerdo y una habitación en casa a la que seguimos llamando “la central”.