(Introduzco mis versos haciendo unas referencias al poeta palentino Jorge Manrique, que compuso sus famosas coplas a la muerte de su padre. Pero permitidme que me tome esta licencia cambiando el sentido de sus coplas, pues yo no quiero hablar de muerte sino de la intensa vida de mis padres y la de todas las personas mayores de Pedrosa del Príncipe, a quienes va dirigido este poema como un homenaje a ellos y al pueblo de Pedrosa del Príncipe, que ya en esas épocas empezaba a formar parte de lo que hoy se llama "La España vaciada")
RECUERDE el alma despierta,
avive el seso y medite
contemplando:
¡cómo se alarga la vida,
cómo se vence a la muerte,
tan callando!
avive el seso y medite
contemplando:
¡cómo se alarga la vida,
cómo se vence a la muerte,
tan callando!
Cuán tarde se va el quehacer,
cómo después de acabado
da valor.
Cómo, a nuestro parecer,
cualquier tiempo futuro
será mucho mejor.
Allá por tierras del Cid,
en Pedrosa del Príncipe nació
el hombre que a mí me dio el ser,
a quien canto en este poema
con alegría radiante de mi corazón.
Tiene más de ochenta años,
el pelo blanco
y sus hombros inclinados a la tierra
que regó con su sudor.
Tiene más de ochenta años,
el pelo blanco
y sus hombros inclinados a la tierra
que regó con su sudor.
Fue su padre un Escribano,
de apellido muy lejano,
pero no de profesión.
Fue su madre descendiente de un Quijano
que heredó de Don Quijote
las tristezas, no el honor.
A principios de este siglo,
cuando él llegó a este mundo,
una estrella más brilló;
pero en su más tierna infancia
cuando todo era abundancia,
su madre falleció.
Encontró una nueva madre
y en ella disfrutó
del calor y la alegría de un regazo
envolviéndole de amor.
En los años de la escuela
aprendió las cuatro reglas,
a leer y a escribir,
al mismo tiempo que el arado
endureció sus blandas manos
enseñándole a vivir.
Creció joven, creció fuerte
con gran corazón y mente
que siempre le acompañó.
Encontró en sus años mozos
una joven pretendiente
de la que se enamoró:
Petra Ruiz, así se llama
su esposa de cuerpo y alma
con la que un hogar formó.
Fueron trece sus retoños.
De ellos, diez sobrevivieron
superando mil problemas.
Eran años de postguerra
de sufrimiento y de lucha,
trabajando duramente
con el frío y el calor,
y cobrando a bajo precio
la fatiga y el sudor
que derrochaba en los campos
labrados de sol a sol.
No había otra alternativa,
mas lo peor fue aquel día
cuando el hijo más pequeño
acababa de nacer:
una llama de fuego
en la noche ardía
y en un instante devoraría
la casa donde vivían
los hijos del labrador.
Más ni en guerra,
ni en postguerra,
ni en las penas que pasó
nadie apagó
la voz de este hombre
ni lo que él construyó.
Llegaron años de audacias
de buscar algo mejor,
sus hijos, uno tras otro,
sufrieron la emigración
y abandonaron la tierra
que vio su primer albor.
El hogar se entristecía
la mesa iba encogiendo,
sillas quedaban vacías,
camas esperando un regreso.
Los aperos de labranza
en la pared, colgados, yertos.
Ropas con olor a basura,
a trigo a polvo y a vientos,
mientras el labrador llevaba
sus amarguras por dentro.
Con el pasar de los años,
un hombre y una mujer
quedan solos, como árboles
que dejan para siempre
sus raíces plantadas en el pueblo.
como dos novios de ensueño,
henchida su alma de luz
con un amor siempre nuevo,
esperan ya, de la vida,
a quien de todos es dueño.
Mas, la casa no está vacía,
sus hijos están con ellos,
pues ni la distancia aleja
cuando el amor se lleva dentro.
Tan sólo unos versos
a un alma callada
de sencilla mujer
y madre amorosa
me invitan a admirar
que sus pálidas manos,
como mármol tallado,
transparentes al aire,
acarician la faz.
Es la faz de un anciano
con arrugas marcadas
como marca el arado
la tierra agostada,
para abrir el surco
por donde la vida brota,
cual viejo árbol
que desprende un joven retoño:
Primavera del ser.
Esperanza de vida.