Por Florentino Escribano Ruiz
(Utilizadas según el significado que se da en Pedrosa del Príncipe; agosto de 2021)
[Aunque es muy probable que los que hemos vivido en Pedrosa no lo necesitemos, aquí se ofrece un pequeño glosario para la cabal comprensión de todos los términos empleados en el poema]
¡Ábate!, dijo Romerito mirando al bubulillo
que volaba a escape hacia el bujero
hasta posarse en la barda del trillo
que estaba junto al balaguero.
El chiguito, tan campante,
lo observaba todo, muy pimpante,
mientras con el coloño sacaba
la cernada de la choranca acenagada.
A veces, corito por el balcón andaba
cuando, en la lumbre, pispajos quemaba
viendo cómo salía el humo por el chupón
pensando que jugaba con un cañón.
Al amanecer limpiaba la herrada
de tanta morralla acumulada;
y escullía las rodeas de la cocina,
tanto las suyas como las de la vecina.
Por la tarde guardaba la merienda
en un fardel de la tienda,
tras haber encentado un queso
al que tuvo que espingarse
para alcanzarlo y darle un beso.
Otras veces se escolingaba en la madera
por el arambol de la escalera
que, aunque estaba muy pindio
no sentía ningún tedio,
pues nunca se dio un trompazo
ni siquiera con un mazo.
Cuando salía a la calle,
no le entraba ni un tembleque
a la hora de usar su tirabeque
para asustar a las ligaternas,
que estaban al retestero
brillando como linternas;
pero ellas se escapaban
en cuanto le oían rutar.
Y de esa forma marrotaban
su intención de maltratar.
Entonces, el chiguito regoldaba,
y tanto y tanto regoldaba
que su rostro más se parecía
a una sopa turrada y fría
que a las vedijas esponjosas
de lanas recién vareadas y frondosas.
El bueno de aquel chiguito,
cuyo nombre es: Romerito,
en Pedrosa del Príncipe vivió,
y estas palabras lejanas aprendió.
No las olvidó nunca, ¡jamás!,
aunque ya no sean usadas;
y con ellas recordó, más y más,
a muchas personas amadas.
Has de saber que él no era
ni un cenutrio, ni un cualquiera
ni un abulto, ni un perucho
ni un apamplao, ni un trucho.
No era apalominao, ni un pirolo,
ni un haragán, ni un bartolo.
Sin usar la fuerza, ni gritar,
siempre supo engarlitar
con palabras muy chocantes,
candajeando por las calles
hablando como un lamerón
como el mejor campeón.
Y aquí termina este poema
de las palabras olvidadas
que valen como una gema,
aunque ya no sean habladas.
Año tras año Romerito las añoraba,
pero se gastaron, de repente,
como cuando el chiguito ronchaba
un caramelo en su boca, dulcemente.
Ahora, ya, de ti depende, lector,
que estas palabra se mueran,
ni permitas que un motor
las triture o que las muelan.
Libéralas de este papel
y úsalas, permanentemente,
como lo hacía el chiguito aquel:
con el corazón y con la mente.