Publicado en Regañón, 2007
Yo, en un lugar como éste, dejo vagar mi mente. Ella persigue a las hormigas que menudean entre los adoquines, o me importuna, yendo y viniendo, con cualquier pregunta.
Este hermoso paseo de la ermita, consolidado hace unos años por una reforma en la que se ha pavimentado una senda paralela a la carretera y se le ha dado una bella iluminación ornamental, es el más tradicional de Pedrosa. Y es que, en realidad, tiene algo de metafísico, toda una metáfora de la vida: a su final nos espera el cementerio. Es el camino que tantas veces hemos seguido a paso lento detrás de un ataúd, intentando desesperadamente hacer llegar al cadáver nuestra compañía, nuestro desolado instinto de solidaridad humana, en un paseo, ése, que sólo se permite hacer en soledad.
Fue algo temerario detenerse allí en compañía de una niña a punto de comenzar la educación primaria, para quien el colegio (cualquier colegio) es un recinto sagrado gobernado por unas sacerdotisas infalibles. Como era de esperar, puso en marcha su interrogatorio habitual, con mayor tenacidad que la del más aguerrido fiscal.
‒Papá, papá, ¿ésta era tu escuela?
‒Sí hija, sí.
‒¡Qué bonita! ¡Qué ventanas tan grandes! ¿Y tú dónde te sentabas?
‒Es que yo, hija, estuve aquí varios años, desde párvulos hasta cuarto de EGB. Los párvulos estaban abajo, y los mayores arriba. Yo estuve casi en todos los sitios.
Párvulos (pequeñitos, chiquitines), otra palabra llena de afectividad arrasada por los secos tecnicismos de cualquier reforma educativa.
‒Papá, ¿dónde estaban los ordenadores?
‒Es que entonces, hija, aún no había ordenadores. Fíjate, cuando trajeron una televisión a la escuela fue para nosotros todo un acontecimiento, y todos los niños le pedíamos a la maestra que nos la pusiera.
‒¿La tele? ¡Vaya cosa, papá! ¿Y podíais poner los dibujos que queríais?
‒No hija, no; se ponía lo que echaban, así fuera el telediario.
‒¡El telediario! ¡Vaya rollo…!
¡Qué difícil de explicar es el mundo de las sensaciones subjetivas! ¡Imposible convencer a mi niña de que el telediario pueda, por cualquier motivo, tener el menor atractivo!
‒Papá, ¿Tenías maestra?
‒Claro, ¡Cómo no iba a tener!
‒¿Y cómo se llamaba?
‒Doña Bea, nuestra vecina. Fue maestra muchos años en Pedrosa. Por sus manos han pasado muchos de los señores con que ves hablar a papá. Los peques estaban en el piso de abajo.
Ella me pide que la suba a la ventana, para mirar: tal vez quiere verme de niño, al lado de mi maestra. Los niños desprecian las leyes de la lógica, al menos de nuestra lógica.
‒¿Y tú…? ¿Dónde te sentabas?
‒Teníamos unas sillitas y unas mesas bajas de colores. Allí pintábamos, aprendíamos a escribir y a leer. Teníamos cuentos…
Alguna imagen escala por la memoria: la cabeza recostada sobre la mesa, el mandilón azul, la vuelta a casa... Pero el fiscal no respeta los recuerdos:
‒Papá, ¿dónde está el comedor?
‒No había comedor, íbamos a comer a casa. ¿No te das cuenta de lo cerca que estamos de casa?
‒Pero, ¿quién te traía, con quién cruzabas la calle?
‒Venía yo solo. En un pueblo no hay tantos coches, ni hay semáforos. Además, todo el mundo te conoce…
‒¿Y por qué yo no voy sola a mi cole?
A veces las explicaciones han de ser tan prolijas que es mejor callarse. Ella sigue rodeando la escuela. Yo me recuerdo un día, con ese olor a tierra mojada que desprenden las primeras gotas de una tormenta, volviendo a casa, con miedo de no llegar antes de que descargara el nublado.
‒Papi, ¿hacíais excursiones?
‒Claro. En Navidad íbamos a por musgo al Carril para montar el belén.
‒¿Qué es el Carril?
‒¿Ves aquel triángulo verde, en la ladera del páramo? Eso es.
‒¡Vaya cosa! Ni siquiera cogíais el autobús. Nosotros hemos ido este año al Acuario, al Jardín Botánico, al Museo del Jurásico…
La querella entre antiguos y modernos me empieza a amoscar un poco y tengo que cortar por lo sano:
‒¡Hija! ¡Tú no tienes ni idea de lo que era para nosotros ir al Carril!
No estoy muy seguro de haberla convencido con la contundencia en la expresión, pero al menos he conseguido cerrar el capítulo de las excursiones, que empezaba a pintar bastante desventajoso.
‒¡Papá!
‒¿Qué, hija?
‒¿Quién era la maestra de los mayores?
‒Se llamaba doña Chelo, y todavía es maestra. Cuando llegó a Pedrosa era muy joven.
‒¿Y qué os enseñaba?
‒Pues lo que hay que aprender, de todo: lengua, sociales, naturales, matemáticas…
‒¿Y teníais que hacer deberes?
‒Claro hija, igual que tú los tendrás que hacer muy pronto.
‒¡Vaya rollo!
Lo exclama con expresión de fastidio, como si hubiera percibido la pequeña dosis de veneno que llevaba mi comentario. Cuando volvamos a casa le enseñaré mis deberes, aquellos pequeños cuadernos verdes que todavía conservo, con las correcciones de mi maestra.
‒¿Y os quería mucho la maestra?
‒Mucho, hija.
Creo que enseñar es la profesión más afectiva que existe. En ninguna otra se te entrega un alma en blanco.
‒Aunque una vez tuvimos un pequeño conflicto.
‒¿Por qué, papá?
‒Se me ocurrió escribir en el cemento blando de una acera la fecha, como se hacía entonces.
‒¿Y por eso se enfadó tu maestra?
‒Es que puse “mayo” con elle.
‒¡Ah!
‒Nunca he vuelto a poner "mayo" con elle.
¡Qué misterio azaroso rige la sucesión de las generaciones humanas! Cómo me sorprende verla corretear por los jardines de mi escuela. ¡Qué combinación de acasos la habrá traído hasta aquí!
‒Sabes, hija. Nosotros trabajábamos el jardín. Plantábamos las flores, lo limpiábamos.
‒¿Y quedaba muy bonito?
‒Muy bonito.
Una vez un niño encontró una moneda al cavar un agujero para plantar un lirio. Todos nos pusimos a buscar afanosos aquel señuelo de un tesoro escondido.
‒¿Papá, teníais juguetes?
‒Casi todas las cosas eran juguetes. Solíamos jugar al fútbol al salir del cole, en la calle, con botellas vacías de lejía. Las porterías eran las dos puertas exteriores de la escuela. Un día la maestra nos trajo “un balón de reglamento”. ‒Un balón de reglamento, ahí es nada‒.Tú, hija, nunca tendrás un juguete como ese.
‒¡Por que tú lo digas! ‒Me contradice airada‒. A mí me gustan mucho más mis juguetes.
‒Claro, hija, claro.
Ya hemos dado la vuelta completa al edificio. Sigue teniendo la gracia y apostura de entonces, con sus enormes ventanales, cuadrangulares los de abajo, arqueados los de arriba.
‒¿Y tenías amigos, como yo tengo a Dani, Álex, Jorge o Candela?
‒Claro hija, nosotros éramos muchos, y lo pasábamos muy bien. Pescábamos cangrejos en el río, hacíamos casetas, íbamos por el regadío con la bici, preparábamos merendillas…
‒Papá, ¿qué es una merendilla?
‒Algo así como una merienda sólo con los amigos.
Ahora que lo pienso, aquel mundo era infinito, no tenía límites. La vastedad del campo, los caminos se adentraban hacia espacios desconocidos, hacia el territorio de otro pueblo, es decir, de otro mundo… Al abandonar la escuela, me detengo un poco buscando la placa que había sobre la entrada y recordaba a sus mecenas. Es ostensible su hueco, pero la placa ya no está. Noto que me están tirando de la camiseta. Este paréntesis inesperado ha impacientado a mi hija.
‒Papá ¿qué estás mirando tanto rato?
‒Me pregunto dónde estará una placa en la que se leían los nombres de los que dieron dinero para hacer la escuela.
‒¿Viven en Pedrosa?
‒No hija, ya no viven.
Algún pensamiento ha cruzado por su mente y, por fortuna, no ha conseguido verbalizarse.
‒Oye papá…
‒¿Qué hija?
‒¿Subimos ya a la ermita?
Parece ser que el capítulo de la escuela está ya cerrado (pienso para mí). Pero no podemos cantar victoria. Dentro de un rato habrá que dar explicaciones sobre la ermita y (¡allí habrá que emplearse a fondo!) sobre el cementerio. Mi niña se me acerca con la mirada apremiante. Yo le sonrío y le acaricio el pelo.
‒Venga, vamos. Si no nos damos prisa se nos va a hacer de noche.