domingo, 10 de octubre de 2021

Yo tuve de vecinos a una diosa y a un rey

La casa donde vivían mis vecinos,
hoy reformada con mucho gusto
.
Una tarde de agosto sonó con recato el timbre de la casa de Pedrosa. Acudió a atenderlo mi madre, y desde lejos detecté el intenso acento gallego de la persona con quien hablaba. Era la voz delicada y cortés de Norma, que preguntaba si vivía allí un tal Gerardo. A pesar del tiempo transcurrido no me costó reconocer el rostro siempre risueño y luminoso de una de mis primeras alumnas. 

Íbamos con la caravana camino de Galicia, mi marido, mis dos peques y yo, y he visto un indicador con el nombre de Pedrosa del Príncipe nos contaba Norma, ya sentados a la mesa en una cena improvisada bajo el plátano del corral y no he podido resistirme. Nos hablaste tanto de este pueblo que para mí era como Macondo, un lugar mitológico.

Ufff, pues espero que no te haya decepcionado mucho. Y pensé en lo hiperbólico que seguro que fui entonces, a tanta distancia física y emocional de mi pueblo. 

No te preocupes, Gerardo. Ahora soy profe de literatura. Atajó ella con alguna ironía, mientras su pequeña nos interpelaba con mil preguntas. 

Era uno de esos atardeceres de verano con que alguna vez nos obsequia Pedrosa, en los que no hay nada que te pueda perturbar. No incomoda el viento, la temperatura es la exacta, la luz del crepúsculo se filtra delicada. Un remanso de paz.

Mi madre había preparado una tortilla, ensalada y un poco de embutido, de los que fuimos dando cuenta entre un enjambre de recuerdos.

No se me olvida un día, en una clase de griego, en que nos dijiste, tan serio y tan castellano, que en Pedrosa del Príncipe tenías de vecinos a una diosa y a un rey. Y te quedaste tan ancho. Contaba Norma risueña Nadie se atrevió a pedir explicaciones.

¿Y era verdad? Interrogaron con asombro a punto de estallar los ojos de su pequeña, mientras el bebé se dejaba arrullar en el regazo (no colo, diría ella) de Norma.

Pues claro, le respondí con énfasis claro que sí. Verás, cuando me empecé a interesar por el griego, me di cuenta de la alta alcurnia lingüística de dos de mis vecinos, Atanasia y Basilio, que estaban casados. La primera llevaba en su nombre la negación de la muerte (thánatos), mediante el prefijo a-, mientras que el segundo se remontaba al basileus griego, la misma condición que dedicó Homero a Agamenon o a Ulises. En resumen, ¡Nada menos que una inmortal y un rey!

Y me daba mucha rabia que mis paisanos, con ese uso vulgarizante que se da por aquí, dijéramos "la Tanasia", arrebatándole a mi vecina el raro don de la inmortalidad. Un día me atreví a comentárselo (nos separaba un abismo de edad y sentido del humor) y no puso remedio a aquel atropello. ¡Ay hijo, qué cosas tan raras os enseñan por ahí! 

Tenías toda la razón, concedió Norma divertida, mientras su hija, que esperaba mucho más del asunto que una abstrusa disertación etimológica, me dedicó un gesto mohíno y se fue a corretear por el corral.

Con el bebé dormido y la pequeña entretenida en perseguir hormigas, seguimos hablando de aquellos tiempos en Monforte de Lemos, de su madre, compañera de latines a la que yo tanto estimaba y que murió cuando ella era apenas una adolescente, de sus pequeños, de cómo conoció a Iván, su marido, de su afición a viajar con la caravana...

Antes de marchar, les mostré la casa de mis vecinos, recogida y modesta, muy lejos de la mansión olímpica que cabría esperar de su condición etimológica.

Tu pueblo es muy bonito, Gerardo me obsequió Norma con una sonrisa al momento de despedirse— pero lo era mucho más cuando nos lo contabas tú. 

Y así partieron al caer la noche, rumbo a Galicia, en su caravana.

Texto: Gerardo Manrique
Fotografía: Miranda Manrique